miércoles, 4 de agosto de 2010

Dialéctica de la liberación

La utopía social de Herbert Marcuse. Artículo de Daniel Innerarity: descargar.

Sociedad y democracia en Aristóteles

Artículo de Daniel Innerarity: descargar.

La sociedad invisible

Texto resumen del libro homónimo que le valió a Daniel Innerarity el Premio Espasal de Ensayo en 2004. Descargar.

EL PELIGRO DE SER IDEALISTA EN POLÍTICA

La izquierda intelectual estadounidense concibe la igualdad como una consecuencia de la movilidad, del flujo de empleo y de capital. En el mundo occidental no es viable ningún sistema de rangos gremiales o en razón de la sangre que sea independiente de la posición laboral, o, si lo hay, no es relevante. Esta idea de igualdad, escandalosa en europa, entiende el poder como algo volátil y revocable. Por eso lo que para nosotros es una aspiración utópica, para ellos es una cuestión de hecho: la igualdad exige menos razones que la desigualdad, y como las razones de una visión específica de un orden social escasean nos hace igualitarios por omisión o falta. Una sistema fluido de empleos e inversión no es compatible con una estructura basada en un principio de castas. La amplificación a escala mundial de la oikia griega, de la economía doméstica, permite una configuración contractual del espacio público. La izquierda como partido nunca podrá prosperar en América porque la esfera de lo social ha sustituido la rígida frontera entre lo privado y lo público: lo privado entra dentro del interés de lo público y lo público está en función de lo privado.

Un espacio de extensión universal de la administración doméstica dota al individuo libertad de movimiento y de circulación sin exigirle nada a cambio salvo conformidad. Existe en el imaginario de la izquierda europea la tendencia a poner en su punto de mira la inviabilidad de este proyecto. La manera de percibir el abismo entre la racionalidad instrumental y el individualismo moral es propugnar la necesidad de un bien substantivo, un ideal de vida, que haga del conflicto de intereses de la sociedad civil, una sociedad fundamentada en una sólida conciencia de un bien común. Los que se han autodenominado teóricos socialistas hacen oscilar sus críticas a la sociedad liberal según sus conveniencias sin dar cuenta de la diferencia entre nivel el nivel real y el nivel político. Esa confusión les permite defender que de las incongruencias de una teoría, que nunca debiéramos haber defendido, surge una sociedad fragmentada e inhumana. De esta forma el argumento antiliberal se permite a sí mismo ser contradictorio en la defensa de la misma idea. Se critica al liberalismo por fundarse teóricamente en el individuo atómico pre-existente a la sociedad (siendo el hombre un ser constitutivamente social), y al mismo tiempo se le acusa de ser descriptivamente correcto (vivimos en un mundo egoísta e individualista). Es como si se nos dijera que nuestras vidas son malas porque se sustentan en una teoría que no describe correctamente nuestras vidas (infelices). Si no se establece una diferencia entre el plano fáctico y el moral se puede acusar al liberalismo de que no es capaz de ver los lazos sociales que unen a los hombres inadvertidamente y a la vez culparlo de que los ha eliminado. Pero todavía es peor es entender "lo social" como una clave que purifica y corrige cualquier teoría política. Del hecho ontológico de que el hombre es un ser social, se ha mitificado el orden comunitario aunque resulta obvio que, ni siquiera en el plano moral, algo sea bueno por ser común. Su doctrina de salvación garantiza la solución al conflicto permanente entre interés privado y bien público, que ellos mismos se han preocupado de establecer. Su indescriptible y utópica "comunidad" contemplada en el orden teórico quiere ser una alternativa a la sociedad: se ven a sí mismos como los poseedores de una teoría que quiere ser práctica pero que los males producidos por el pensamiento liberal impide. Cuando han terminado de hacer sus críticas a la sociedad liberal y de diagnosticar los peligros de Occidente vuelven a reponerse a sí mismos, incomprendidos, al abrigo de instituciones a las que heroicamente se oponen. Es entonces cuando entienden con claridad la diferencia entre la moral y los hechos.

El gobierno cooperativo

Sesión académica del ESADE de Daniel Innerarity: El poder cooperativo: otra forma de gobernar.

El proyecto moderno inacabado según Habermas

Artículo de Daniel Innerarity sobre la relación de Habermas con Nietzsche y Heidegger y sobre el paradigma de la acción comunicativa en la sociedad postmoderna: Habermas y el discurso filosófico de la modernidad.

Una política de la humanidad

de DANIEL INNERARITY
[EL PAÍS - Opinión - 09-06-2010]

Los conflictos, las crisis y las catástrofes tienen muchos inconvenientes,
pero al menos algo positivo: una función integradora, porque ponen de
manifiesto que no cabe sino encontrar soluciones mundiales, algo que no
es posible sin perspectivas, instituciones y normas globales.
Los desastres desafían la autosuficiencia de los sistemas, los límites y las
agendas nacionales, distorsionan las prioridades y obligan a que los
enemigos establezcan alianzas. A los espacios comunes amenazados les
corresponde un espacio de acción, coordinación y responsabilidad
comunes. Es así como suele realizarse el descubrimiento de que la
estrategia unilateral resulta excesivamente costosa, mientras que la
cooperación plantea soluciones más eficaces y duraderas.
A este respecto nos hace falta desarrollar toda una nueva gramática
cosmopolita de los bienes comunes, agudizar la sensibilidad hacia los
efectos de la interdependencia y pensar en términos de un bien público
que no puede gestionarse por cuenta propia, sino que requiere una
acción multilateral coordinada. La verdadera urgencia de nuestro tiempo
consiste en civilizar o cosmopolitizar la globalización, en llevar a cabo
una verdadera "política de la humanidad".
Esta exigencia está vinculada con el hecho de que se está modificando
radicalmente la realidad a la que se enfrentan los Estados. La concepción
tradicional que entendía a los Estados como actores unitarios,
interesados y que coexisten en un entorno anárquico, se corresponde
con la teoría "realista" de las relaciones internacionales, según la cual los
intereses de los Estados están predeterminados.
Desde esta concepción, los Estados únicamente son capaces de concebir
su inserción en la globalización bajo la forma de un juego de suma cero,
conflictivo por definición, y únicamente aceptable en un cuadro
estrictamente interestatal. Pero ambos aspectos -la autarquía y la
predeterminación de sus intereses- están íntimamente ligados y han sido
igualmente cuestionados desde el momento en que se ha hecho más
evidente la interdependencia de los problemas que tienen que resolver.
Desde la invasión de Irak y la crisis financiera (por poner únicamente dos
elocuentes ejemplos), se ha puesto de manifiesto que el Estado solo
(incluso el más poderoso) no tiene la dimensión crítica en la era de la
globalización. La lógica actual de competitividad internacional entre los
Estados es incompatible con el tratamiento de los problemas globales y
por eso mismo debemos avanzar hacia un modelo de cooperación.
Es un cambio de paradigma profundo, ya que estamos habituados a
pensar en un mundo multipolar, es decir, un mundo
de relaciones de fuerza no cooperativas. Tal vez la idea de
interdependencia, como valor sustitutivo o corrector de la soberanía,
conduzca a descubrir la humanidad entera detrás de los pueblos y a
convencer de que ciertas prácticas facilitan más que otras el desarrollo
de los bienes comunes. Hoy somos más conscientes de que el precio de
la convergencia disminuye y el de la conducta solitaria tiende a
encarecerse. Al mismo tiempo, cada vez resulta más difícil que la
persecución del propio interés no implique beneficios también para otros.
Estas circunstancias están exigiendo algo más que la mera yuxtaposición
de los intereses de los Estados, lo que apunta en la línea de una
gobernanza global o, si se quiere, de una política de la humanidad. La
fórmula "comunidad internacional" cubre de manera ambigua una
realidad parcialmente realizada con demasiadas asimetrías, lo que es bien
patente en la configuración y los procedimientos de decisión de la
mayoría de los organismos internacionales.
Nos encontramos actualmente en una situación de cierto vacío político
en la que el Estado, como lugar tradicional de orden y gobierno, no está
en condiciones de abordar algunos de los problemas fundamentales a los
que se enfrenta, mientras que es débil el marco global de gobernanza. Al
mismo tiempo, el valor de los bienes públicos no puede ser establecido
con eficiencia por los mercados y requieren determinadas decisiones
colectivas, así como ciertos marcos de regulación. Debido a la creciente
interdependencia de los problemas, hay cada vez una mayor exigencia de
elaborar formas transnacionales de regulación. Se está produciendo una
transición desde las formas clásicas de cooperación intergubernamental
a las instituciones internacionales, que son más intrusivas en los espacios
nacionales y que por eso mismo requieren nuevas formas de
legitimación.
Ahora bien, la gobernanza global no consiste en una estructura
jerárquica de dirección. El proceso de gobernanza global no es la
imposición de un nivel sobre otro, sino la articulación, frágil y conflictiva
en no pocas ocasiones, de diversos niveles de gobernanza. No estamos a
las puertas de crear un sistema inclusivo en el que se adopten las
decisiones globales ni, a la vista de la complejidad de los problemas,
parece deseable. En lugar de una worldocracy que coordinara las
distintas tareas propias de un proceso de integración, habrá múltiples
instituciones regionales que actúen autónomamente para resolver
problemas comunes y producir diferentes bienes públicos.
No tendremos un gobierno mundial, sino un sistema de gobernanza
formado por acuerdos regulatorios institucionalizados y procedimientos
que exijan determinadas conductas sin la presencia de constituciones
escritas o de poder material. En este sentido es en el que puede definirse
la gobernanza como la capacidad de que se hagan determinadas cosas
sin la capacidad de ordenarlo, es decir, una forma de autoridad más que
de jurisdicción. El resultado de todo ello es más un campo
desestructurado de batalla que una negociación formal, donde se abren
posibilidades de intervención participativas, pero también formas de
presión o hegemonía.
Algunos han dirigido una mirada escéptica en relación con las
posibilidades de globalizar el derecho, la solidaridad o la política, llamando
la atención sobre las dificultades políticas de dichos objetivos. Avishai
Margalit, por ejemplo, se pregunta qué electorado puede sacar adelante
tales objetivos, ya que "el cosmos no tiene política", carece de cuerpo
político, no vota ni decide. Contra esta observación puede asegurarse,
de entrada, que tampoco son menores las dificultades de la política en
los ámbitos domésticos, en donde tenemos no pocos problemas de
gobernabilidad.
Pero hay, además, una objeción de principio contra la idea de que no
pueda hacerse política en un nivel diferente e inédito de los espacios ya
constituidos. Seguramente, la mayor parte de los problemas políticos no
han tenido ni sujeto ni procedimiento para resolverlos en el momento de
su surgimiento. La política tiene siempre una dimensión "constituyente";
el sujeto de decisión se constituye cuando surge el problema, y no al
revés. E incluso cabe la posibilidad de una democracia sin demos, como
es el caso del actual experimento europeo.
No es cierto que los procesos de interdependencia conduzcan a una
extinción de la política (entendida también como fin de las ideologías o
incluso de la historia), como se celebra desde la óptica neoliberal o se
lamenta desde el soberanismo clásico. Más bien todo lo contrario. Si la
política es la articulación de formas de vivir juntos, en el plano global
tenemos una tarea de reinvención política similar a la invención de
comunidades políticas a lo largo de la historia. De lo que se trata ahora
es de cómo debemos convivir, de qué forma nos organizamos y cuáles
son nuestras obligaciones recíprocas en el contexto de profundas
interdependencias generado por la globalización.
La globalización plantea muchas constricciones para la política, pero no
significa su final, sino tal vez el comienzo de una nueva era para la
política. Como dice Beck, no es que la política haya muerto, sino que ha
emigrado desde los clásicos espacios nacionales delimitados hasta los
escenarios mundiales interdependientes.
Aunque el régimen de gobernanza global no esté dirigido por el modo de
la política propio de los Estados nacionales, a la política le corresponde
una tarea genuina tanto para la elaboración estructural de ese régimen
como para la configuración de los correspondientes procesos de
decisión.