miércoles, 28 de julio de 2010

El carácter sociológico de los sentimientos

De Jacinto Choza en Sentimiento y Comportamiento, Aedos, UCAM 2003: Para una onto-sociología de los sentimientos: descargar.

lunes, 26 de julio de 2010

Nosotros y los otros

Infieles y bárbaros en las tres culturas, J. Choza y P. Wolny (coords): descargar.

Humanismo liberal

Figuras de los humano en las formaciones económicas. De Jacinto Choza. Descargar.

El sentido común ecológico

de Jacinto Choza en Revista de Estudios Políticos (77) 1992, 249-258.

Cambio social y acción política en el problema de los regionalismos

de Jacinto Choza en Revista de Estudios Políticos (33) 1983, 147-167.

lunes, 12 de julio de 2010

Fronteras geográficas, sociológicas y metafísicas de Jacinto Choza

en CIDOB d'afers internacionals 82-83 (2008) [Fronteras, transitoriedad y dinámicas interculturales].

RESUMEN

En las diferentes épocas históricas y prehistóricas, las fronteras han tenido diverso carácter. Unas veces no han existido, otras han sido muy difusas, y otras infranqueables. En el paleolítico no existían fronteras, y en la época heroica griega tampoco. Es con el advenimiento de la ciudad-estado primero y de los imperios, después, cuando se consolidan las fronteras. Tampoco durante la Edad Media las demarcaciones territoriales fueron muy estrictas. Las fronteras adquieren un carácter infranqueable en la modernidad, a partir del nacimiento del Estado moderno, y empiezan a suavizarse con la crisis del Estado moderno a partir del siglo XX. Con todo, según el autor, la construcción de fronteras no es un acontecimiento primordialmente político-administrativo. Más bien parece primariamente un fenómeno de tipo cultural y, más en concreto, de tipo metafísico.

Palabras clave: Identidad cultural, fronteras, interculturalidad, historia, modernidad, universalismo

LAS FRONTERAS CULTURALES

En el seminario de la Fundación CIDOB del pasado 9 de marzo de 2007, bajo el tema marco “Ausencia de fronteras: la mirada cosmopolita”, los profesores Ulrich Beck, Gerard Delanty y Daniel Innerarity presentaban el horizonte del cosmopolitismo como el más prometedor entre las estrecheces de los nacionalismos y el caos de la globalización, mientras que Nada Švob-Đokić avisaba de los riesgos de la disolución de las identidades individuales y colectivas. Por su parte, el profesor Kevin Robins, en la línea de trabajo de Ulrich Beck, señalaba las posibilidades de un cosmopolitismo metodológico. Y en el seminario del 20 de septiembre de 2007, también en la Fundación CIDOB, den­tro del tema marco “Voluntad de frontera: consideraciones identitarias y expresiones de alteridad“ (una sesión sobre fronteras geográficas, sociológicas y metafísicas), el objetivo fue mostrar, en un pequeño recorrido histórico, momentos en los que se han constituido diversas barreras de incomunicación y diversos nudos de comunicación, con la intención de que se puedan extraer de esos cuadros alguna enseñanza, tanto para las prácticas de una política cosmopolita como para la constitución de nuevas formas de identidad.

Para empezar, es conveniente recordar ahora que la emergencia y diversificación de las lenguas marcan el nacimiento de las primeras fronteras y de las primeras deter­minaciones de la identidad. En no pocas culturas paleolíticas la palabra que se usaba para decir “hombre” es la misma que se utilizaba para designar a la propia tribu. Así “mundurucu” y “comanche” significa a la vez “hombre” y “miembro de la tribu de los “mundurucu” o “de los comanches”. Correlativamente, los que no pertenecían a la propia tribu eran frecuentemente designados con una palabra que significa “no ser hombre” o “no saber hablar” como es el caso de término griego bárbaro, o con una palabra que significa a la vez “extranjero” y “enemigo”, como es el caso del vocablo latino hostes.

Al ponerse nombre, los grupos humanos se definen a sí mismos, e identifican a los que excluyen. De esta manera se define y se delimita quienes son seres humanos y quié­nes no, y en qué consiste serlo. Pero ese trabajo nunca esta definitivamente concluido, pues hay que volverlo a hacer cada vez que se producen cambios culturales de máxima envergadura, como es el caso de comienzos del siglo XXI. Por eso, en las últimas décadas del siglo XX, cuando la conciencia del cambio de época es más viva, hay tanta antropo­logía filosófica, tantas descripciones de la situación del hombre y de lo humano, y tanta reflexión sobre ello. El mundo moderno ha quedado atrás y el mundo nuevo aún no se ha configurado, hay que configurarlo, por lo cual vivimos en una situación de indefinición, de preludio y de cambio de una envergadura semejante a la de comienzos del Neolítico o de comienzos de la Edad Media.

En los momentos de consolidación de la revolución neolítica, Ulises vive en un mundo poblado de dioses, ninfas, cíclopes, sirenas, magas, gigantes, antropófagos, adivinos, desco­nocidos, enemigos y compatriotas, en un mundo en el cual las fronteras entre lo humano y lo sobrehumano, lo natural, lo sobrenatural y lo demoníaco, lo real y lo ficticio, no están trazadas y tiene que establecerlas él. Tras el hundimiento del mundo antiguo, en los momen­tos del medievo en que se gestan el mundo cristiano y el mundo moderno, Parsifal habita también en un universo repleto de arcángeles, demonios, ogros, gnomos, elfos, brujas, y almas en pena, donde la frontera entre lo humano, lo divino y lo satánico tiene que trazarla él mismo para saber quién es y dónde está. Nosotros nos encontramos también en un escenario en el que pululan mentes electrónicas, robots, animales artificiales patentados, replicantes, clónicos, transgé­nicos, trasplantados, extraterrestres, hombres virtuales, y quizá emergentes espíri­tus de montañas y bosques, todos los cuales disuelven las fronteras cuidadosamente levantadas desde el siglo XVI o quizá desde el siglo V antes de Cristo. Tales fronteras nos permitían distinguir entre lo natural, lo sobrenatural y lo antinatural, lo real y lo imaginario, lo humano y lo extrahumano, pero tras los cambios científicos y técni­cos del último siglo se han hecho inoperantes. Se han quedado anticuadas y ya no orientan, y por eso nos vemos obligados a dibujar otras nuevas para saber quiénes somos “nosotros”, dónde vivimos, y quiénes son “ellos”, los no humanos, cómo son y dónde viven. Las viejas fronteras mantenían un mundo bien definido y seguramente interpretado, pero cuando ese orden establecido y su correspondiente metafísica se disuelven, hay que recurrir de nuevo a los criterios inmediatos de la geografía para diferenciar entre terrestres y extraterrestres, los que están aquí y los que están allí, o a los de la sociología para distinguir a los que suplican a los dioses de los que no. Se percibe entonces que las fronteras metafísicas y las sociológicas son, en su punto de partida, fronteras geográficas.

La frontera geográfica entre lo humano y lo extrahumano estuvo un tiempo en los confines del Mediterráneo, en ese lugar que los griegos llamaron Tartesos y los árabes al-Ándalus. Donde Hércules había puesto sus dos columnas para sujetar la bóveda del cielo y donde moría cada tarde el sol devorado por las sombras e impotente para vencerlas después de su carrera olímpica por el firmamento. Allí se encontraba el paso por el que Ulises había bajado al Hades infernal. Posteriormente estuvo en medio del Atlántico, donde los hombres del medievo decían que se abría la catarata que precipitaba en el abismo a los que osaban alejarse de las costas seguras, donde habían muerto sin que se volviera a saber de ellos todos los que habían tenido la osadía de querer saber y de creer que podían enfrentarse al caos.

En nuestros días, también nuestros relatos mitológicos, que emergen en el cine y en la literatura, hablan de unos límites donde el hombre arriesga todo su ser, de ese punto en que la ciencia y la técnica hacen frontera con la moral y la religión, y que la más conocida de nuestras epopeyas, La guerra de las Galaxias, denomina el reverso tenebroso de la fuerza.

La geografía y la cosmología de cada época dibujan siempre sobre sus cartas los lugares donde la tierra se une con el cielo y con el infierno. El cielo es la suprema feli­cidad prometida y esperada, y el infierno la inversión de todo lo noble y bueno en su más pavoroso contrario. Las fronteras son en sus inicios, y siempre, fronteras culturales. Posteriormente es cuando se constituyen como fronteras geográficas, cuando los sistemas administrativos organizan la vida social según las decisiones políticas.

NACIMIENTO DE LOS ESTADOS Y LAS FRONTERAS GEOGRÁFICAS, POLÍTICAS Y METAFÍSICAS

El humanismo es la concepción del hombre propia de la cultura occidental, y desde su inicial formulación ha estado esencialmente vinculada al lenguaje primero, y al terri­torio después. Se inicia propiamente a partir del momento en que el hombre se define, por referencia al lenguaje, como animal que tiene lenguaje, Zoón échon lógon, animal rationalis, animal racional. Como ya se ha indicado, es por referencia a esta definición como se crea el vocablo « bárbaro », que designa precisamente a los que no saben hablar y más bien balbucean, ba-ba-ba (García Gual , 2000).

En la época heroica, feudal, el ideal humano no se cifra en el dominio del lenguaje, sino en la fuerza física y en el valor. Ese es el héroe que ensalza Homero y el que canta Píndaro, y ese héroe puede medirse con cualquier forastero sin que se ponga en duda la igualdad de ambos. Ulises compite con los feacios en las mismas condiciones que con los pretendientes en lo que se refiere a igualdad de “especie”, porque en la época homérica los hombres todavía no son “animales racionales”, sino que son los que “suplican a los dioses y comen pan de trigo” (Choza, P. y Choza, J., 1996). Correlativamente, todavía no hay “bárbaros”, todavía no hay “subespecies” inferiores a los hombres en cuanto que no saben hablar. De hecho, en el mundo homérico no se encuentra la palabra “bárbaro” y, en consonancia con ello, tampoco hay fronteras.

Pero cuando comienza el humanismo, la historia de la cultura occidental, y el hom­bre se define por el lenguaje, entonces empieza a haber semi-hombres o casi hombres, definidos así desde el punto de vista político y ético, y cuyo estatuto metafísico resulta problemático porque entonces las fronteras metafísicas están empezando a ser más netas que las geográficas y sociales, y más “fiables”. Así, Aristóteles establece una gradación de lo humano que va desde los bárbaros y esclavos (los esclavos son los bárbaros hechos prisioneros en guerra o en incursiones piratas) en la posición más lejana, pasando por los niños, que son hombres en potencia, las mujeres, que son “varones frustrados”, los campesinos y artesanos, hasta, finalmente, los hombres libres, que son los que “hablan”, es decir, los que toman los acuerdos sobre el gobierno de la ciudad, la polis.

Dentro del contexto sociocultural de la Grecia clásica es donde Aristóteles hace su propuesta de humanismo, como despliegue de la tópica de la humanitas dentro de la polis desde el punto de vista ético educativo. Con ello no hace sino recoger reflexivamente lo que vive la sociedad ateniense, y en general griega, y elaborarlo de un modo sistemático, y con ello sistematiza los valores éticos que tienen vigencia en su mundo. Hay una cierta correspondencia entre la tópica sociológica y política de la humanitas, tal como aparece en la Política, y tal como aparece en la Ética a Nicómaco, pero no es el momento de abundar en el tema1.En la historia de nuestra cultura, la propuesta siguiente a la griega es la de Roma. En ella es relevante el hecho de que Cicerón utilice la expresión “el género humano”, frente a Aristóteles, que utiliza la expresión “todos los hombres”. Indica que el romano tiene una idea de la unidad de la familia o de la estirpe humana, que el griego no tenía. Por eso, “el ciudadano que es capaz de imponer a todos los demás, con el poder y la coacción de las leyes, lo que los filósofos con sus palabras, difícilmente pueden inculcar a unos pocos, debe ser más estimado que los maestros que enseñan tales cosas”2. Pero entonces a eso ya no se le llama “paideia”, “pedagogía” ni “educación”. Ahora a ese proceso se le llama “civilización” o sencillamente “humanización”, al contenido y a las formas que se inventan y transmiten en su recorrido se le llama “humanismo”, y al ideal que se pretende alcanzar humanitas. De este modo, en la perspectiva de Cicerón la “paideia” griega sufre algunas transformaciones relevantes. No es la enseñanza por la que se con­duce a la excelencia a los varones nacidos libres, sino que es el proceso de la historia de Roma desde Rómulo y Numa hasta Julio César y el propio Cicerón, y a lo largo del cual un grupo de salvajes es conducido hasta la forma más alta de civilización. Pero además, también a lo largo de ese proceso, todo el género humano es humanizado por el proce­dimiento de ser romanizado.

Grecia no tuvo una legitimación tan alta para la constitución de su imperio marí­timo, porque no tenía la idea de la unidad del género humano ni, por tanto, el ideal de una meta única para todos los hombres. Por eso helenizar, aunque era la cúspide de lo humano, no era una cúspide exigida por la naturaleza de todos los grupos sociales, ni un deber moral vinculante para los atenienses, como sí lo fue para Roma. Inicialmente el ius civile, el derecho de los ciudadanos romanos, no era el que debía reconocerse a los demás hombres, a los que se les reconocía su derecho propio, el ius gentium, pero a partir de la época imperial ambos convergieron hasta constituir uno y el mismo derecho. Desde esta perspectiva, en la constitución de su imperio como único y universal, Roma alcanza, por primera y única vez en la historia, la congregación de todos los hombres bajo un mismo derecho y una misma lengua, y, correlativamente, la abolición de todas las fronteras. Algo que solo vuelve a intentarse en cierta manera, o sea programáticamente, con la Declaración de Derechos Humanos de 1948.

Pero ya en otros territorios ajenos al imperio se han producido otras escisiones y han surgido otras fronteras, que vendrán a reproducirse dentro de él, y en la reconstrucción del mundo subsiguiente a la disolución del imperio. En Oriente Medio, y más del mil años antes de que Grecia y Roma empezaran a existir, se produce la gran escisión entre los hijos de Abraham: Ismael, hijo de Agar, e Isaac, hijo de Sara, que da lugar por una parte a los ismaelitas o agarenos, o sea, los pueblos de cultura islámica, y los israelitas hijos de Isaac. Los primeros siempre conservaron memoria de su origen abrahámico y de sus vínculos con los descendientes de Isaac, mientras los segundos no, es decir, “Israel olvidó a Ismael” (Lauth , 2004). La otra gran escisión que se produce dentro del mundo israelita es la de los seguidores de Jesús, la de quienes le consideran como el Cristo. A su vez, una parte de los cristianos se despliega por el mundo romano y, sobre las ruinas del imperio, constituye el cristianismo como religión de la cultura occidental y de la naciente Europa, y como religión que a su vez se olvida de los hijos de Ismael y de las otras ramas de cristianismo no paulinas.

El modelo de la humanitas romana, con su sentido de la universalidad, es recogido por el cristianismo paulino, que reproduce la dicotomía griego-bárbaro y romano-gentil en la forma de la dicotomía fiel-infiel. La plenitud de lo humano se sigue encontrando igual que antes en la participación en lo divino, pero ahora en lo divino hay una peculiar exigencia de llevar a todos los infieles a esa plenitud, exigencia que se denomina salvación o redención, lo cual no se había dado en Grecia, y se había esbozado en Roma con un sentido más bien civil que religioso, y, por eso, menos perentorio y menos vinculante.

El nacimiento de Europa, y la consolidación de la cultura occidental, es la creación de otras nuevas fronteras. Al este de Roma, en Constantinopla, están los herejes (los que pervierten la fe), al sur, en África y Oriente Medio, los infieles (los hijos de Ismael), dentro de Europa, pero con un estatuto jurídico diferente del de los súbditos, están los pérfidos judíos (los que rechazaron la fe), y al oeste, en América, los paganos (los que nunca supieron nada de la verdadera fe)3. Esta es la gradación geográfica, sociológica y política de lo humano, que los estudiosos de Aristóteles se esfuerzan por compaginar con su metafísica porque en épocas posteriores las definiciones metafísicas eran las más relevantes. Así, en la polémica del siglo XVI entre Bartolomé de las Casas y Ginés de Sepúlveda sobre el carácter “humano” y “personal” de los indios americanos, el punto de referencia es la metafísica: si los indios son personas ontológicamente, entonces tienen un derecho de propiedad como los demás fieles, pero no si no son “personas” (Ginés de Sepúlveda, 1987) .

Para el propio Aristóteles la definición metafísica de hombre no tenía tanta rele­vancia como la tuvo después (Marin, 1997), ni tantas implicaciones jurídico-políticas, pero a partir del siglo XVI empezaron a tenerlas. Porque entonces es cuando comienzan a constituirse de un modo férreo las fronteras espaciales, territoriales. Precisamente en el momento en que emergen nuevas fronteras lingüísticas con el nacimiento de las lenguas modernas europeas, y nuevas fronteras religiosas, con la fragmentación del cristianismo paulino resultante del cisma de occidente. Las fronteras religiosas y lingüísticas, que como observa Maquiavelo constituyen las determinaciones más fuertes de la identidad de los grupos sociales, y que ya habían existido desde la más remota antigüedad, se reforzaron con fronteras geográficas, territoriales y administrativas, cosa que no había ocurrido antes. Ahora los límites entre lo humano, lo divino y lo satánico, entre lo real y lo irreal, entre lo bueno y lo malo, entre lo posible y lo imposible, entre lo sucio y lo limpio, se levantan como demarcaciones territoriales. Ahora los dioses y los demonios, luchan entre sí con saña. Las fronteras entre el imperio otomano y el de los Habsburgo y, en general, entre el cristianismo y el islam, son también unas fronteras que producen divergencias y bifurca­ciones en los caminos de la ciencia, el derecho, las diversas técnicas, etc., entre Europa y el resto del mundo. Por su parte, dentro de Europa, con el nacimiento del Estado moderno, es cuando se produce el cambio de la jurisdicción personal, característica del medievo, a la jurisdicción territorial. La máxima consolidación de las fronteras que conoce la historia de Occidente, y en general la historia, tiene lugar en la paz de Westfalia de l648, con su aplicación del antiguo principio cuius regis eius religio (“según la religión del rey, así la de los súbditos”), y con el establecimiento del principio de no ingerencia en los asuntos internos de cada país. Dicho principio se mantiene con la excepción, en 1999, de la intervención militar de los Estados Unidos en Kosovo, con la aprobación moral de la comunidad internacional y de Kofi Annan para evitar el genocidio de los musulmanes de aquel territorio.

La modernidad es el gran periodo de las fronteras en la historia de la cultura occi­dental, porque el Estado moderno se constituye y se desarrolla sobre un sentido muy rígido de ellas, y la modernidad en general también. Tanto es así que crea también unas fronteras temporales completamente impenetrables.

FRONTERAS TEMPORALES E IDENTIDADES MODERNAS

La determinación espacial de “Europa” coincide con la determinación temporal “Modernidad”, de manera que ambos términos se constituyen como solidarios en virtud de la rigidez de las fronteras espaciales y temporales que se establecen en el siglo XV y XVI. Con el nacimiento de la modernidad tiene lugar, también, la cons­trucción de una gigantesca frontera temporal, que es la consolidación de la categoría “Renacimiento”, como una especie de telón de acero hacia tiempos anteriores. La modernidad marca también el comienzo de la “edad oscura” islámica, el periodo de decadencia después del esplendor de los califatos de Bagdad y Córdoba durante el medievo. La islamización de Asia y la cristianización de América a partir del siglo XV, en cierta medida, es percibida desde Occidente como estancamiento económico, científico, técnico y cultural del Asia budista y confuciana, y del Asia islamizada, y como desarrollo económico y cultural de la América cristianizada. Por eso puede decirse que hay una racionalidad moderna, o sea, europea, una racionalidad islámica y una racionalidad judía (De Garay, en prensa), y, correlativamente, puede pensarse que la religión europea-occidental, la religión islámica y la religión judía, son más incomunicables culturalmente que religiosamente. Las identidades culturales modernas contrastan fuertemente con las identidades antiguas. Sus factores constituyentes son más débiles, y por eso necesitan reforzarse más. Las identidades paleolíticas venían determinadas por la lengua y la religión, es decir, por el tótem, que determina la incardinación familiar y tribal. Las neolíticas y medievales, por los mismos factores y además por la organización política y la localidad, pero no por el país como territorio. En ese contexto, la identidad individual venía determinada genealógicamente y localmente, según el modelo romano del prenomen, nomen y cogno­men, es decir, nombre, primer apellido, que denota la filiación, y segundo apellido, que denota la localidad, como Gonzalo Fernández de Córdoba, es decir, Gonzalo, hijo de Fernando, de la localidad de Córdoba.

La frontera temporal que la modernidad establece respecto del pasado es correla­tiva del cambio a una mayor relevancia de la jurisdicción territorial, frente al papel más determinante de la jurisdicción personal en épocas precedentes, y de la constitución del modelo antropológico del self made man, del hombre que es hijo de sus obras, como el fraile mendicante que vive de lo que obtiene con su actividad de predicador (la limosna), como Don Quijote o como el sujeto cartesiano (Marín, 1997). En la modernidad el hombre nuevo no se quiere definir por nada del pasado, y empieza de nuevo no solo su lengua, sino también la religión, que entonces es retrotraída al origen por los diferentes reformadores y contrarreformadores. Y precisamente una identidad nueva, en proceso de constitución y de autoafirmación, es lo suficientemente débil como para sentir la discrepancia y las diferencias permanentes como amenazas. La amenaza de la identidad es fuente de violencia en la modernidad con una virulencia muy intensa porque entonces la identidad es más débil y depende casi exclusivamente de los actos del individuo.

Las identidades nacionales y religiosas se fijan con la paz de Westfalia, pero eso no significa la consolidación de las identidades grupales e individuales, pues las matanzas entre católicos y protestantes se extienden en Francia a lo largo del siglo XVIII y, pos­teriormente, la lucha revolucionaria por la imposición del modelo del self made man se mantiene entrado el siglo XIX (Grimaldi, 2000). Cuando la identidad individual y colectiva corta sus vínculos con el pasado y empieza desde cero, la religión o la ideología política, a veces identificadas o superpuestas, aparecen como el más importante de los factores identitarios. No es que eso solo explique fenómenos como el de la noche de San Bartolomé, el terror de la Revolución francesa, las guerras carlistas en España o las matan­zas en los Balcanes a finales del siglo XX, pero sí que representa una clave decisiva.

Las bifurcaciones y divergencias entre la cultura occidental y las restantes a partir de la frontera temporal del Renacimiento, da lugar a otro tipo de fronteras temporales, señaladas por Hegel en primer lugar y más tarde por Bloch, y que consiste en la no con­temporaneidad de los grupos que viven al mismo tiempo en un mismo o en diferente territorio. Este era, según Hegel, el caso de los españoles que rechazaron a José Bonaparte y la constitución liberal que les proponía, porque España y los españoles no estaban todavía maduros para una organización social como las que los franceses les proponían, es decir, porque la España y los españoles de 1802 no eran contemporáneos de Francia y los franceses de ese mismo tiempo.

Obviamente, el tiempo objetivo, el que se fija en cifras numéricas a partir de un punto cero, es el tiempo de una subjetividad colectiva, que determina el punto de partida y las unidades de medida, y el tiempo de las subjetividades colectivas, como el de las subjetividades individuales, varía mucho de unas a otras.

Después de haber establecido las barreras temporales del Renacimiento y de la no-contemporaneidad, la modernidad europea ideó un procedimiento para unificar mediante una clave temporal, las culturas de las agrupaciones sociales separadas por fronteras diversas. El procedimiento consistió en reducir los binomios lejos/cerca, inmo­rales/virtuosos, salvajes/civilizados, ellos/nosotros, al binomio antes/después, y en darle el nombre de evolución. Ellos, están lejos y son salvajes e inmorales, como éramos nosotros antes, pero con el paso del tiempo, llegarán a ser como nosotros somos ahora. Nosotros somos su después, su futuro, y significamos el progreso. Aunque la postmodernidad ha cancelado buena parte de las suposiciones del evolucionismo cultural, no por eso deja de tener sentido hablar de la no contemporaneidad de los contemporáneos, como hace Bloch, e incluso en el sentido en que lo hacía Hegel. Cuando a finales del siglo XX Argelia rechazó, mediante referéndum, la Constitución democrática que el Gobierno le proponía, su situación podría describirse con las mismas palabras con que Hegel describía la de los españoles de comienzos del XIX. En la técnica, en la ciencia, en el derecho y en la administración cabe hablar de progreso, y en ese sentido hay barreras temporales entre unas culturas y otras, hay unas culturas más atrasadas que otras.

Por otra parte, hay dimensiones de la ciencia y la técnica, del derecho y la adminis­tración, no susceptibles de seriación temporal en un sentido unidireccional progresivo, y en relación con ellas, la incomunicabilidad entre las culturas es mucho más intensa que la producida por fronteras espaciales y las temporales, y es la de la heterogeneidad. En cierto modo, los elementos separados por una barrera espacial o por una barrera temporal, pertenecen al mismo género, y por lo tanto tienen mucho en común. Los países están separados por unas fronteras que delimitan una nación de otra, pero las dos son naciones, las dos tienen estados, las dos pueden tener representación en la ONU, etc. Las barreras temporales señalan que los países más desarrollados y los menos tienen en común una misma línea histórica, pero eso significa que comparten una trayectoria tecnológica y científica, jurídica o administrativa, y eso ya indica la pertenencia a una clase común.

Pero ese no es el caso cuando se trata de grupos formados por indios, mineros, muje­res, homosexuales y terroristas, por ejemplo, y las sociedades postmodernas están forma­das cada vez más por agrupaciones de tipos heterogéneos que escapan y sobrepasan a las administraciones de los estados. Entre estos grupos se da un tipo de barreras y de nudos de comunicación que son los que más estudio requieren en la sociedad del sigo XXI.

LA ADMINISTRACIÓN: BARRERAS Y NUDOS PÚBLICOS

En cierta ocasión John von Neumann, creador de la teoría de juegos entre otras aportaciones, declaró que había podido desarrollar esa investigación y publicar su Theory of games and economic behavior (‘Teoría de juegos y comportamiento económico’), junto a Oskar Morgenstern, en 1944, gracias a que estaba colaborando con la IBM y trabajando en sus laboratorios, porque si hubiera estado solamente en la Universidad (en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton University, que es donde estaba) no hubiera podi­do. Y no hubiera podido −continuaba− porque la delimitación administrativa de las disciplinas y los departamentos de investigación hace muy difícil, y a veces imposible, tomar elementos de la investigación y de los investigadores de otros departamentos para desarrollar los propios estudios. Si esa afirmación la hace un profesor de una universi­dad americana y, más en concreto, del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton University, un profesor europeo la puede elevar al cubo. La organización de cualquier tipo de actividad, y la creación de los sistemas de administración, despliega capilarmente las potencialidades humanas y las especializa en aras de una eficacia imprescindible para el funcionamiento de las sociedades modernas. Como es sabido, el análisis de la génesis, desarrollo e implicaciones de la burocracia es la gran aportación de Max Weber a la sociología, y como él mismo señalara, el proceso se despliega en los mismos términos para la administración pública, el ejército, la iglesia, la empresa capitalista y el mundo académico (Weber, 2004).

Pues bien, dentro de cada uno de esos ámbitos, la burocracia genera barreras insalva­bles a la vez que crea unos nudos de comunicación, a los que se le puede dar el nombre de públicos en la medida en que pertenecen a entidades con existencia oficialmente recono­cida. Las barreras vienen dadas simplemente por las diferencias de ámbitos y, en su caso, de fueros, y los nudos de comunicación vienen dados mediante entidades e instituciones que comunican a esos ámbitos entre sí, como los sindicatos, las nunciaturas, los consejos sociales de los centros académicos, los consejos de administración de las empresas, etc. Por otra parte, los ámbitos oficiales sancionados por la administración, son reforzados en sus fronteras por elaboraciones culturales que desde los ámbitos académicos, artísticos, deportivos, etc., van invadiendo el lenguaje ordinario y conformando el sentido común, hasta construir nuevas fronteras culturales particularmente espesas. Esas fronteras men­tales son las que separan a unos grupos humanos de los “otros”, siendo los “otros” los orientales, los negros, los inmigrantes, las mujeres, los homosexuales, los malhechores, las masas, etc. El mundo académico, desde Foucault a Said y a Elias ha levantado acta de la constitución y la fuerza de tales fronteras4.

La proliferación, a lo largo del siglo XX, de entidades oficiales a la que los individuos pertenecen, ha dado lugar a que la vinculación del individuo a la administración estatal sea poco determinante de sus actividades y de su identidad, y se haya producido una “deslocalización” de la actividad y la identidad individual. La coexistencia en espacios geográficos comunes, y en espacios sociológicos heterogéneos, de diferentes agrupaciones de individuos y de diferentes grupos culturales, genera un tipo de barreras y un tipo de comunicaciones entre ellos, que unas veces da lugar a conflictos y otras a la constitución de comunidades prósperas.

En el ámbito religioso, la unidad de un espacio físico común a espacios sociológicos heterogéneos, induce a una diálogo interreligioso o a un ecumenismo pacífico, unas veces, y a nuevos conflictos de religión, otras5. En el ámbito civil, igualmente se dan situaciones de marginación o comunidades multiculturales verdaderamente ejemplares6. Además, el hecho de que las agrupaciones de individuos y el hecho de que las institucio­nes en las que se incardinan, como las iglesias, las empresas, las universidades, etc., tengan un carácter cada vez más supranacional, da lugar a que el principio de territorialidad con el que se inaugura la modernidad, el Estado moderno y la nación moderna, entre en fase de obsolescencia. No es que se produzca una “deslocalización” de las empresas, del ejército o de la banca, es que el principio moderno de territorialidad nacional va perdiendo vigencia paulatinamente.

En este sentido, la Unión Europa de los 27 países en el siglo XXI empieza a tener más semejanzas con la Europa prerenacentista y preestatal que con la Europa moderna, y quizá más aún con las poblaciones preimperiales anteriores al segundo milenio a.C. Siguiendo esta línea, los modelos americano, francés y británico de organización y gestión de la pluralidad cultural, son formulas de utilidad y eficacia diversa a la hora de gestio­nar la relación entre las culturas existentes en un territorio unificado bajo una misma administración estatal. Pero la diversidad y la dinámica de esas culturas otras veces hace saltar la unidad administrativa estatal, como ocurrió en la última década del siglo XX con la URSS, Yugoslavia y Checoslovaquia, y en la primera del siglo XXI con Bélgica. En esta perspectiva la dinámica de la vida da lugar a la emergencia de nuevos campos de conocimiento como es el Derecho administrativo global, que se ocupa de las numerosas organizaciones supraestatales que regulan la actividad de entidades e individuos de dife­rentes localizaciones nacionales (Barnés, 2006).

El nuevo derecho administrativo estudia los cauces para regular relaciones globales entre grupos que no quedan suficientemente determinados por su localización nacional, y cuyas relaciones tampoco pertenecen al ámbito de las llamadas relaciones internacionales. Pero a pesar de que intenta la más fluida comunicación posible entre los individuos y los sistemas administrativos estatales y supraestatales, y a pesar de que intenta superar las formas antiguas de organización piramidal mediante las formas de organización reticular, por una parte, no siempre puede lograrlo, y, por otra, también genera barreras que oficial­mente no pueden ser salvadas cuando sería conveniente hacerlo. Por eso se da también una proliferación de barreras y nudos privados dentro del ámbito general de las redes.

LAS REDES: BARRERAS Y NUDOS PRIVADOS

Si el derecho administrativo global puede hacerse cargo de las barreras y nudos de comunicación oficiales, y la historia cultural tanto de los oficiales como de los privados, la antropología cultural, y más específicamente la antropología urbana, se ocupa de las agrupaciones que no tienen ningún carácter oficial ni público, y que vertebran la socie­dad del siglo XXI, mayoritariamente urbana, mediante eso canales de comunicación y de circulación de bienes y servicios, también con importantes funciones identitarias, que son la redes. Las redes son las bandas urbanas de jóvenes latinos o europeos, las organi­zaciones de chinos y senegaleses que se ocupan de acoger a los inmigrantes, las ONG de la más variada índole, los traficantes de droga, de blancas o de inmigrantes que carecen de redes propias. Pero también son redes los clubes de fútbol o de filatelia, los amigos del Seat 600, o los de los dólmenes, los apóstoles del magnesio o los del yoga.

Las redes están incomunicadas entre sí. Por supuesto, las conocen las ONG, el Ministerio del Interior, etc., pero están incomunicadas. Constituyen universos culturales incomunicados por unas fronteras más impenetrables que las nacionales, y que es la heterogeneidad. Pero dentro de las redes hay sistemas de comunicación incontrolables: un gay puede ser del club del 600 y apóstol del magnesio, y, desde esta perspectiva, cada individuo es un nudo de comu­nicación7. Con todo, hay individuos que son nudos más poderosos que otros, hay individuos networking, que son ellos mismos nudos de comunicaciones y profesionales de las conexiones, y otros muchos, la gran mayoría, que no tienen conciencia del potencial comunicativo de su interconexión y constituyen nudos sordos y ciegos, o nudos desactivados.

Los individuos con conciencia de su carácter nodal operan traspasando continua­mente fronteras, o salvando el abismo de heterogeneidad que hay entre mundos inco­municados, tanto privados como públicos y, oficialmente, tanto en niveles cotidianos y domésticos, como en misiones oficiales de representación. Y tanto ellos como los que no tienen conciencia de su carácter nodal están continuamente expuestos a unas crisis de identidad que se salva reconstruyendo la esencia humana en unos niveles inéditos, es decir, reelaborando práctica y teóricamente unos modelos de humanismo que se consolidan precariamente.

Si de nuevo Estrabón hiciera su periplo sobre ese territorio, que describe como extendido en forma de piel de toro, y con el enfoque propio de un geógrafo buscara dónde y cómo vive la gente, no adoptaría el criterio antiguo de dividir el espacio según los ríos y los valles separados por cordilleras, sino según los modos de vivir de los dife­rentes grupos humanos, lo cual ahora no se determina de modo relevante en términos de ríos valles y montes. Podría decir que en una zona de esa piel de toro, que los lugareños denominan Madrid, hay: 1) especuladores, 2) madridistas, 3) sudacas, 4) mujeres, 5) aragoneses, 6) homosexuales, 7) pobres, 8) mayores de 65 años, 9) que se enfadan mucho cuando conducen, 10) macarras, 11) personas normales, 12) diabéticos, 13) funcionarios, 14) que no los quieren en ninguna parte, 15) inclasificables, etc.

Como expuse en otro lugar (Choza, 2002), cada individuo vive en una pluralidad de escenarios sociales que comparten un espacio físico común. Esos escenarios pueden no estar relacionados entre sí y en cada uno puede representar a un personaje diferente. Los autores de esos papeles pueden ser, con diferente grado de participación, el individuo mismo, los símbolos que forman el campo de fuerzas escénico. Y esta nueva situación plantea nuevos problemas a las representaciones del sí mismo: cuál de los personajes concuerda mejor con el actor, independientemente del autor que los haya generado, qué posibilidades y qué necesidades hay de unificación de los diferentes personajes, qué tipo de experiencia de sí mismo, de su ser, y qué modos de nombrarse a sí mismo, de autoidentificación, tiene el actor en esa refracción múltiple de su existencia, y otros de no menor relevancia (Berger y Luckmann, 1979).

Pues, en efecto, a lo largo del día y de la semana un hombre puede vivir como padre de familia cuando desayuna, como empleado de banca en su ocupación habitual, como experto del billar o del póquer en el café, como profesor de contabilidad en una academia, como comprometido socialista algunas tardes, como católico activo en la parroquia otras, como bético fervoroso algunos fines de semana, como cultivador de lechugas y tomates en su trozo de campo algunos otros, como diabético permanentemente, como marido celoso con frecuen­cia, etc. Todo eso en el caso de un individuo socialmente integrado, en el supuesto de que se mantenga constante la definición y la realidad jurídica y sociológica de lo que actualmente se denomina “empleo”, en el supuesto de que la movilidad laboral o el desempleo no le fuercen a cambiar el repertorio de personajes que desempeña cada varios años, en el supuesto de que no cambie de cónyuge una o más veces en su vida y en el de que no cambie de padres o de hijos otras tantas. A su vez, una mujer puede tener un repertorio de papeles todavía más hete­rogéneos y más numerosos, y el conjunto de todas las mujeres puede ser igual de determinante que los hombres en la interpretación pública de la realidad.

Esos papeles pueden no ser contradictorios, sino simplemente heterogéneos, o bien ser culturalmente opuestos entre sí, y pueden ser estables durante largos periodos de la vida o cambiantes. En el caso de que la velocidad de alteración de esas panoplias de pape­les supere un determinado umbral, que ciertamente en el paleolítico y en el neolítico era más bajo que en la posmodernidad, las categorías de sustancia, causa y tiempo interno pueden dejar de ser adecuadas para codificar la subjetividad humana y la dinámica social, y pasar a serlo más otras como las de función, juego o sistema.

La comunicación entre los individuos de distintos grupos se establece en base al conjunto de conocimientos que se denomina sentido común, pero ese sentido común es una tópica sometida a una creciente velocidad de cambio. “Para vivir en esos suburbios llamados física, o islam, o derecho, o música o socialismo, uno debe cumplir con ciertos requisitos específicos, pues no todas las viviendas tienen la misma majestuosidad. Pero para vivir en ese semi-suburbio llamado sentido común, donde las cosas están sans façon, uno sólo necesita poseer una conciencia lógica y práctica, como dice la vieja frase, a pesar de que esas respetables virtudes queden definidas en la ciudad particular del pensamiento y del lenguaje de la que uno es ciudadano” (Geertz , 1994).

El ser humano posmoderno, postneolítico o postaxial no puede seguir compren­diéndose a sí mismo según la unidad y linealidad de las categorías de sustancia y causa, porque cada cultura tiene un tiempo interno diferente, porque cada una tiene su propio futuro y ya no sabemos quién es contemporáneo de quién. Todas las tribus no van en el mismo barco (Sloterdijk, 1994). La diferencia entre comportamiento bueno y malo, que permitía en el planteamiento de Aristóteles alcanzar la unidad consigo mismo, ha dejado paso a una pluralidad de dimensiones heterogéneas de una misma biografía individual cuya integración no es simplemente asunto de la praxis ética. Por otra parte, la diferencia entre burgueses y proletarios, cuya superación daba lugar en el planteamiento de Marx a la unidad de la sociedad consigo misma, ha dejado paso a una pluralidad formada por mujeres, inmigrantes, homosexuales, pensionistas, etc., cuya integración tampoco es asunto del proceso dialéctico de supresión de clases sociales.

No se trata de que el individuo no tenga que construir su biografía, ni de que esa cons­trucción no tenga carácter ético, sino de que el modo de construirla ha de hacerse cargo uni­tariamente de papeles heterogéneos y distantes, y de que la ética que entra en juego no es una sino múltiple8. Por otra parte, tampoco se trata de que la aspiración a superar las alienaciones no siga siendo un objetivo, o que el esquema marxista no sea aplicable a las alienaciones de algunos grupos9, sino de que la heterogeneidad de grupos y sus alienaciones respectivas no puede ser resuelta en su conjunto según el esquema dialéctico. La imposibilidad de hacerse cargo de los problemas nuevos con el sistema categorial antiguo es lo que se vivencia como quiebra de la modernidad y advenimiento de la era postaxial. Ello se expresa en la novela de Joyce y Kafka, en el teatro de Pirandello o en la poesía de Pessoa y Rilke (Choza, 1991), elaboradas mientras el pensamiento filosófico tematizaba el mismo fenómeno en las obras de Weber, Husserl, Jaspers y Heidegger y Adorno y Horkheimer. Y, posteriormente, la imposibi­lidad de proseguir el esquema dialéctico, en el que se habían integrado esquemas freudianos y estructuralistas, es lo que se ha vivenciado no menos aguda y dolorosamente y se ha expresado no menos brillantemente en el pensamiento postestructuralista y posmoderno.

Las redes constituyen una auténtica maraña en la que los individuos y los grupos luchan por constituirse, identificarse y sobrevivir, atravesando fronteras e integrando en ellos mismos elementos y factores que pertenecen a ámbitos heterogéneos. Las identidades colectivas y las individuales requieren, en no pocos casos, y en no pocos niveles, redefinición, y, correlati­vamente también lo requieren las fronteras, pero a su vez, esas fronteras es preciso que sean sumamente porosas y transitables para no destruir a los individuos, a las familias (cualesquiera que sean los modelos a los que respondan) y a los grupos. La mirada cosmopolita y la volun­tad de fronteras abordan, en último término, la tarea de definir un nuevo humanismo, de establecer quiénes somos humanos y cuántos lo somos, en qué consiste serlo y qué medios se proveen para que todos los miembros de la especie lo alcancen.

Hay al menos dos niveles que requieren una atención de la máxima urgencia. El nivel estatal, en el que, mediante la ciudadanía, se garantizan y tutelan los derechos humanos para todos los individuos situados en un territorio, y el nivel doméstico, en el que, mediante la comunicación íntima se garantiza y se tutela la convivencia en la que los seres humanos se constituyen mediante los vínculos de certidumbre, confianza y depen­dencia. De la ciudadanía se ocupan los estados, como se señala en otros artículos, según pautas que han de ser renovadas respecto de las usadas en la modernidad; y de la inti­midad doméstica se ocupan los propios individuos en las agrupaciones más elementales, familiares, flanqueados por redes privadas y redes publicas como empresas, municipios, iglesias, etc., también renovadas respecto de las provenientes de la modernidad.

De la consistencia y de la flexibilidad de esas fronteras depende que el hombre quede destruido, o que se logre la realización práctica y la formulación teórica de un nuevo humanismo.

Notas

1. Dicha correspondencia puede interpretarse como una herencia de la sociología organicista de Platón, lo que tiene su relevancia para un estudio del humanismo, pero que ahora nos apartaría de la línea argumental de este estudio.

2. Cicerón. Sobre la República. Madrid: Gredos, 1984. P. 37.

3. Para una panorámica de la discriminación de los judíos en el medievo véase Choza, J. y Wolny, W. (2000). Para una perspectiva de la fusión de cristianismo y paganismo durante la colonización española de América, véase Peire, Jaime (en prensa).

4. Véase Foucault, M (2000); Said, Edward (1990) y Elías, Norbert (1988).

5. Sobre los conflictos, me parece muy importante tener en cuenta, entre tantos trabajos excep­cionales como hay, las obras de Berger, P. (1974) y Kepel, G.(1991). Sobre la reconciliación o unificación, las de Lauth, R. (2004 y 2005).

6. Es el caso de Cerritos, una población de Orage County, al sur de Los Angeles, véase “Where the grass is greener”. The Economist (18-24 agosto 2007). P. 39.

7. Sobre las características y funcionamiento de las redes, véase Cucó Giner, J. (2004).

8. Así lo pone de manifiesto Charles Taylor en Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna. Barcelona: Paidós, 1996, pero lo hace suponiendo que dicha construcción es un asunto básicamente ético, lo cual implica un cierto reduccionismo que no se atenúa por el hecho de que conciba la ética englobando en ella tanto la filosofía de la religión como la antropología filosófica, porque eso a su vez lleva consigo una pérdida de la especificidad de ambas áreas de conocimiento y de realidad, es decir, lleva consigo un reduccionismo más.

9. En concreto, al de las mujeres, véase Valcárcel, Amelia (1991).

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Los modales de la pasión: Adam Smith y la sociedad comercial V

Capítulo cinco: Hume, Smith y la naturaleza de la cultura

Retomemos los límites de nuestro problema: ¿es el obrar humano fruto espontáneo de su constitución psicológica? ¿Existe alguna cesura entre el modo de funcionamiento de nuestras facultades y el orden sociocultural? Si no lo hay, Smith estaría defendiendo un concepto mecanicista de cultura que, al no ser más que un producto espontáneo de la naturaleza, se resolvería en naturaleza misma. La cultura sería hasta tal punto una continuatio naturae que no habría entre ambas diferencia, y el orden cultural terminaría por resolverse en el natural, de modo que, llevando al extremo esta tesis, las ciencias de la cultura terminarían por reconducirse a las ciencias de la naturaleza.

En la medida en que se profese un concepto de cultura tan naturalista como este, tanto Geertz como Harris terminarían por tener razón en la polémica aludida en la introducción. Harris acertaría al afirmar que en el siglo XVIII, y más concretamente en la Ilustración escocesa, existe un verdadero concepto de cultura y se intenta establecer la legalidad interna, la racionalidad intrínseca de los procesos culturales tanto en el orden sincrónico como diacrónico. Además, Smith sería consciente de que el hombre sólo logra realizar su humanidad en el sistema cultural, tratando en consecuencia de buscar en este los puntos de referencia que permiten construir la propia biografía en cuanto que humana. Sin embargo, Geertz tendría razón al defender que en este período todavía no existe un concepto de cultura, en el sentido de que esta es pensada con el molde de la naturaleza. Las categorías y esquemas interpretativos a los que Smith parece aludir para comprender lo cultural son, en buena medida, los mismos que aplica a la naturaleza. Así, si no es cierto que carezca por completo del concepto de cultura, e incluso pueda predicarse con verdad que escribe una auténtica filosofía de la cultura, también es verdad que tal concepto de cultura, y la filosofía consiguiente, resultan demasiado naturalistas. Teniendo esto en cuenta, resulta claro que la fuente de discrepancia sobre el valor del pensamiento ilustrado en el nacimiento de la antropología socio-cultural entre Harris y Geertz es clara: visto desde La interpretación de las culturas todo El Materialismo cultural es naturalismo craso.

Sin embargo, aunque sin duda la tendencia al naturalismo de Smith, proveniente de su teoría de la ciencia, es muy acusada, cuando se aleja de sus metaconcepciones teóricas y se pliega a los hechos que quiere describir y comprender, el discurso parece abolir el monopolio de las causas eficientes. Su teoría del gusto, por ejemplo, le hubiera permitido proseguir por derroteros distintos. No se quiere afirmar que Smith fuera consciente de las implicaciones que esto podía haber tenido, ni siquiera que su concepción del gusto desempeñara un papel primordial en su doctrina; sólo se pretende establecer cómo el desarrollo de algunas de sus tesis sobre el gusto pueden conducir a otra ruptura con la noción naturalista de cultura.

Especialmente en las paginas sobre Hume, se tendrán muy en cuenta las reflexiones de Knud Haakonssen en su A Science of a Legislator.

1. Naturaleza y cultura en Hume.

a) Justicia y virtudes artificiales

En Hume, como se expuso en el primer capítulo, la fundamentación de la moral es privada y subjetiva, puesto que el "deber ser" nos es dado por nuestras pasiones[1]. Y, sin embargo, la moral es pública: ¿Cómo es posible? ¿Cómo creamos un mundo público a partir de nuestras experiencias privadas? En este sentido, la investigación moral de Hume es estrictamente análoga a la epistemológica, su planteamiento, al igual que el de Smith, es, pues, decididamente psicológico y social al mismo tiempo: la moralidad es cuestión de pasiones, y tiene que ser tratado dentro de un marco psicológico; pero ese sujeto se ve en la interacción con otros, de tal manera que la cuenta que ha de darse de la moralidad ha de consistir en la reacción de un observador del comportamiento humano[2].

El propósito de Haakonssen es defender que "al entrar en relación con un grupo especial de virtudes a Hume le falla el mecanismo de la simpatía, a saber, el grupo de las virtudes artificiales (...). Podía explicar cómo la moralidad es el cemento de la vida social, a pesar del hecho de que sea 'meramente' un crecimiento natural, y no un conjunto de verdades abstractas insti­tuido por la razón de Dios o la humana y el objeto de una ciencia calculadora (contra la teoría contractualista de la sociedad, probablemente) (...) la verdadera importancia metodológica de Hume, como también de Smith, parece ser que comenzaron a tratar la teoría de la mente humana, incluida la psicología de las pasiones, como parte de la ciencia social, cuyo objeto es el individuo en su marco social. Esta es la razón de que la otra persona y el espectador, y las acciones y el lenguaje, sean de tan gran importancia en la teoría del conocimiento de Hume (y Smith), así como en su teoría moral"[3].

El problema que Hume descubre al tratar las virtudes artificiales es el siguiente: de acuerdo con su teoría moral, es necesario identificar el motivo que reposa tras toda acción, puesto que esta deriva parte de su calidad moral de él[4]. Pero en el caso de las virtudes artificiales parece imposible encontrar algún motivo natural tras ellas que justifique su ejercicio: ¿cuál es el motivo subyacente a los actos justos? Hume rechaza motivos naturales como el sen­tido del deber y la honradez (puesto que dependen de una percepción de la justicia), el amor de sí, la consideración del interés público, la benevolencia hacia la humanidad como tal, y, finalmente, la benevolencia hacia la persona a la que se hace justicia. La justicia existe como un hecho moral, social y psicológico, pero no se le puede encontrar ningún motivo natural.

Con todo, el programa naturalista humeano no se hunde por esto: la justicia disfruta de un estatuto privilegiado entre las demás virtudes, ya que su conocimiento y práctica "surgen artificialmente, si bien de modo necesario, a partir de la educación y las convenciones humanas"[5]. Al comentar esta tesis, Haakonssen añade que "cuando algo surge necesariamente, también puede ser explicado por medio de aquello que lo causa, y eso es exactamente lo que él (Hume) intenta hacer", lo cual equivaldría a formular un argumento contra lo que ahora podríamos llamar una explicación psicologista de una de las instituciones morales de más peso, a saber, la justicia.

A primera vista parece, por tanto, que el problema de las virtudes artificiales hace que Hume retroceda un paso y recurra no sólo a los hechos naturales, que parecían monopolizar la relevancia en el análisis filosófico, sino también a construcciones culturales como la educación y las convenciones. El paso siguiente deberá ser el discernimiento del significado que tenga "cultural" y, de acuerdo con esto, si se puede considerar lo que tenga tal carácter como algo nuevo con respecto a lo natural.

En la sección "Sobre el origen de la justicia y la propiedad", Hume divide su investigación en "dos preguntas, a saber, en lo concerniente a la manera en que se establecen las reglas de la justicia por medio de los artificios humanos; y en lo concerniente a las razones que nos determinan a atribuir a su observancia o quebrantamiento belleza y deformidad morales"[6]. El hombre ha de vivir en un contexto social, que da lugar a la justicia, y es la justicia la que crea la posibilidad del desarrollo de la vida social a una escala amplia: para Hume, el origen de la justicia ha de ser explicado en términos de las respuestas a las amenazas a la posesión de bienes externos.

El trasfondo de la emergencia de la justicia es, por tanto, una combinación de las cualidades de la mente humana y las circunstancias externas; si uno de los dos conjuntos cambiase, quizás la justicia no surgiría; por ejemplo, si nuestro mundo fuera un lugar de abundancia de todo tipo de bienes, "parece evidente que, en tal estado feliz, florecería toda virtud social y recibiría un incremento que la haría diez veces mayor de lo que es ahora; pero no podría haberse soñado, ni aun siquiera una vez, con la cautelosa y celosa virtud de la justicia. Puesto que, ¿con qué motivo se haría una partición de bienes en un lugar en que todo el mundo tiene más de lo necesario? ¿Por qué habría de tener lugar la propiedad en un estado en que no puede infligirse daño alguno? ¿Por qué llamar mío a este objeto, si, al serme arrebatado por otro, no tengo sino que alargar la mano para hacerme con lo que tiene su mismo valor? En ese caso, la justicia, totalmente inútil, no sería sino un ceremonial inoperante, y no podría tener lugar en el catálogo de las virtudes"[7].

La ficción de un estado de naturaleza dejaría el mismo lugar para la justicia que la "edad de oro" descrita arriba: "supóngase, de modo similar, que fuera el destino de un hombre virtuoso caer en compañía de rufianes, alejado de la protección de las leyes y el gobierno; ¿qué conducta debería seguir en una situación tan melancólica? (... ) No podría sino armarse, perteneciesen la espada y el escudo que tomase a quien perteneciesen: (...) sin que su particu­lar consideración de la justicia le fuera ya útil para la seguridad propia o la ajena, deberá consultar sólo los dictados de la propia preservación, sin considerar en lo sucesivo a aquellos que no merecen su cuidado y atención"[8].

Ambos estadios de la humanidad son, está claro, espurios, pero sirven bien al propósito de dotar de un marco de referencia a las condiciones en que surge la justicia, al hecho de que "sólo del egoísmo y la restringida generosidad de los hombres, junto a la escasa provisión que la naturaleza ha hecho para sus apetitos, puede la justicia derivar su origen"[9].

Ahora bien: ¿cómo nace la justicia de la combinación de la naturaleza humana con las presentes circunstancias del mundo? Hume mantiene que bastan la más somera experiencia y la menor de las reflexiones[10] para mostrar que los problemas que afligen a la humanidad nacen de los actos de injerencia en la propiedad privada ajena. Esta tesis lleva a la convicción general de que las pasiones que miran hacia el interés del sujeto sólo pueden satisfacerse en un contexto social, puesto que estas pasiones, dejadas a su dinámica espontánea, se resuelven, por decirlo con una expresión contemporánea, en un juego de suma cero. Lo que de aquí sale, por tanto, es que en vez de partir de nuestro propio interés, o del de nuestros amigos más cercanos, al abstenernos de las posesiones de los demás, estamos haciendo lo más beneficioso para sus intereses y los nuestros, ya que, por medio de tal convención "mantenemos la sociedad, que es tan necesaria para su bienestar y subsistencia, así como para los nuestros"[11]. Se trata, por tanto, de redirigir esa pasión que inicialmente mira al propio interés: no hay otro modo de conseguir la referencia a las posesiones ajenas, pues "no hay pasión alguna, por tanto, capaz de controlar el afecto interesado, sino el afecto mismo, por una alteración de su dirección"[12].

Al tomar conciencia de que los afectos, dejados a su espontánea dirección, resultan autodestructivos, el hombre entra en una convención: "dotar de estabilidad a la posesión de los bienes externos y dejar a cada uno en el goce pacífico de lo que pueda adquirir por medio de su fortuna e industria"[13]. ¿Y qué es exactamente esta convención? Es difícil de decir, puesto que Hume nunca lo expone con claridad, a pesar de sus comentarios y comparaciones. De hecho, no puede tomarse como una promesa, puesto que las promesas mismas estriban en convenciones humanas[14].

En el pasaje central sobre este asunto, Hume mantiene que una convención "es sólo una percepción general del interés común; sentido que todos los miembros de la sociedad se expresan unos a otros, y que les induce a regir su conducta por ciertas reglas. Yo observo que va en beneficio de mi interés dejar a otro en la posesión de sus bienes, supuesto que él actúe de la misma manera conmigo. El percibe un interés parecido en la regulación de su conducta. Cuando esta percepción común del interés se expresa mutuamente, y es conocida por los dos, produce un propósito y comportamiento adecuados. Y esto podría llamarse con propiedad una convención o acuerdo entre nosotros, aunque sin la interposición de una promesa, ya que las acciones de cada uno tienen referencia a las de los otros, y son llevadas a cabo sobre la suposición de que la otra parte debe llevar a cabo alguna otra cosa"[15].

Según este planteamiento[16], la justicia ha de crecer paso a paso, al ritmo de las acciones negativas de los miembros de la sociedad, que se abstienen de apropiarse de las posesiones ajenas: "esta regla concerniente a la estabilidad de la posesión no está derivada en menor medida de convenciones humanas por el hecho de que surja gradualmente y adquiera fuerza por una lenta progresión y por la experiencia repetida de los inconvenientes provenientes de su transgresión"[17]. Esta regla, tan central a la existencia de la sociedad, se desarrolló gradualmente: antes que nada, en un contexto intrafamiliar, de manera que "cada padre, a fin de preservar la paz entre sus hijos, debe establecerla [la justicia]; y estos primeros rudimentos de la justicia deben ser mejorados cada día, a medida que crece la sociedad: si todo esto comparece como evidente, como ciertamente debe comparecer, podríamos concluir que es imposible para los hombres permanecer un período considerable de tiempo en una situación salvaje, que pudiera preceder a la sociedad; sino que este estado y situación habrían de considerarse, con justicia, sociales"[18]. La repetición de aquellos actos negativos de restricción de nuestras pasiones interesadas y de su redirección, por tanto, nos llevan a conformar la regla general que es la justicia[19].

Este tipo de razonamiento es del tipo que había popularizado Mandeville: las acciones individuales, dirigidas por el interés propio, revierten en bien común. Hume es aún más claro en un fragmento del Treatise, en el que mantiene que las reglas que conforman la justicia (por las que son determinados propiedad, derecho y obligación), aun naciendo de pasiones que miran al interés personal, tienen una tendencia a promover el bien común y el sostenimiento de la sociedad: "Esto es digno de comentario por dos razones: la primera es que seguirían siendo artificiales incluso en el caso de que la causa del establecimiento de estas leyes hubiera sido la consideración del bien común, en cuanto que el bien común es su tendencia natural, ya que estarían dirigidas a propósito hacia un cierto fin. La segunda, porque si los hombres hubieran estado dotados de una sólida consideración al bien público, nunca se hubieran moderado por medio de tales reglas[20].

Es el amor de sí lo que hace surgir a la regla y, puesto que el amor de sí de una persona es contrario al de otra, estas diversas pasiones interesadas son obligadas a ajustarse de tal manera que concurran en un cierto sistema de conducta y comportamiento. Este sistema resulta, por tanto, ventajoso para el público, aunque no hubiera sido pensado para tal propósito por sus inventores: estos tenían a la vista únicamente su propio interés. La justicia es, por tanto, la consecuencia no buscada de acciones humanas individuales.

En este sentido, la justicia puede verse como instancia de un tipo de entidades: las instituciones culturales son los efectos no buscados de las (inter)acciones humanas. En este momento debe abordarse, tomando pie en la teoría de la justicia humeana, la relación que reconoce entre naturaleza y cultura.

b) Lo natural y lo artificial

Una vez argumentada la artificialidad de la justicia, Hume intenta explicar cuál es el sentido en que interpreta esta afirmación, y traza una distinción entre lo natural y lo artificial que resulta máximamente relevante: "debo observar aquí que, cuando niego que la justicia sea una virtud natural, hago uso de la palabra natural sólo como opuesta a artificial. En otro sentido de la palabra, puesto que ningún principio de la mente humana es más natural que la percepción de la justicia, ninguna virtud es más natural que la justicia. La humanidad es una especie inventiva; y donde la invención es obvia y totalmente necesaria, bien se podría decir que lo inventado es tan natural como cualquier cosa que proceda inmediatamente de principios originarios sin que intervenga pensamiento o reflexión. Aunque las reglas de la justicia sean artificiales, no por ello son arbitrarias. Ni es impropio denominarlas con la expresión Leyes de la Naturaleza, si por natural entendemos aquello que es común a cualquier especie, o incluso si confinamos la palabra a la significación de lo que es ‘inseparable de la especie’" (las comillas no están en el original)[21]. Este fragmento ha de leerse a la luz de uno precedente: "La naturaleza bien podría oponerse al artificio, así como a lo que es raro e inusual; y en este sentido podría discutirse si la noción de virtud es natural o no. Olvidamos demasiado pronto que los designios, proyectos y miras de los hombres son principios tan ne­cesarios en su funcionamiento como el calor o el frío, la humedad y la sequedad. Pero, tomándolos como libres y enteramente propios, es usual tomarlos como opuestos al resto de los principios de la naturaleza"[22].

Como en el caso de cualesquiera términos opuestos, el significado de 'natural' o 'artificial' dependerá, en gran medida, del significado del concepto que se le enfrente. Hume tiene esto ante sus ojos, y deja claro que, cuando mantiene que la justicia no es una virtud natural, sólo está afirmando que su fuente no ha de ser buscada entre principios originarios como, por ejemplo, la fuente del fruto ha de buscarse en el árbol: el 'natural' que emplea en "la justicia no es una virtud natural" está opuesto al 'artificial' que significa "algo que no surge inmediatamente de la operación de las potencias naturales del hombre". Hume da un ejemplo de esto en su escrito A Letter from a Gentleman to His Friend in Edinburgh: "En el mismo sentido, mamar es una acción natural al hombre, y el discurso es artificial". En este sentido, la justicia es artificial.

Tomando 'natural' en otro sentido, se puede decir que la justicia es natural, puesto que la naturaleza humana, encarnada en un mundo como el nuestro, no puede dejar de producir las reglas de la justicia. Esta es, por consiguiente, un fenómeno necesario en un sentido metafísico: no es que exista siempre —como se vio arriba, la regla de la justicia sólo surge, por decirlo así, poco a poco, al paso de las (inter)acciones humanas— sino que no puede dejar de ser real en algún momento: esto es lo que le permite a Hume afirmar que la justicia no es arbitraria, sino que "surge necesariamente, pero no de modo arbitrario, de la educación, y de las convenciones humanas". En este sentido, la justicia es natural. Esta distinción de significados no plantea ningún problema, puesto que los dos elementos del par están en el mismo nivel[23].

Conviene, para perfilar mejor la postura humeana, contrastarla con algunos planteamientos diferentes, a fin de resaltar su especificidad. Como ya se ha aludido a las tesis de Shaftesbury y Addison sobre la continuidad entre arte y naturaleza, interesa comparar a Hume con algún pensador medieval. Su distinción es paralela a la que traza Tomás de Aquino, quien opinaba que 'natural' podía tomarse en dos sentidos: es natural, en primer lugar, lo que surge a partir de principios naturales. El acuerdo entre Tomás de Aquino y Hume en esta acepción es, pues, bastante claro. En su segundo sentido, es natural lo que no procede inmediatamente de principios naturales, pero que puede ser visto como su continuación. De acuerdo con este, la cultura es natural, en la misma medida que continúa y prolonga lo natural tomado en el sentido anterior.

En este último punto, Hume está defendiendo también una tesis similar a la de Tomás de Aquino: la justicia es natural en la medida que continúa la naturaleza. Existe, sin embargo, una diferencia: a juicio del medieval, la cultura es un producto de las acciones libres de los hombres; mientras que la justicia, en la concepción humeana, es un fenómeno metafísicamente necesario, como se vio arriba. El concepto de cultura de Hume es mucho más naturalista que el de Tomás de Aquino, por lo que la especificidad del orden cultural queda mejor salvada en el planteamiento del primero que en el del segundo. Mientras que Hume tiende a considerar la producción de cultura apelando a parámetros del mismo tipo que la causalidad natural, y además interpretados nomológicamente, Tomás de Aquino enfoca la creación cultural desde la causalidad libre que, por otra parte, no es tomada como nomológica[24]. Con todo, la diferencia no es como de la noche al día: quizás se puedan acercar las dos doctrinas, mos­trando algunas similitudes.

Para Tomás de Aquino, cada entidad cultural es un constructo intencional y, por tanto, libre; pero la existencia de algún sistema cultural tiene una cierta necesidad: no absoluta, sino ex supposito, esto es, una necesidad que se deriva de una premisa anterior, que en este caso es la existencia del hombre: la humanidad no puede existir sin cultura. En este sentido, la cultura es necesaria. Hume no es tan claro en este tema, como puede colegirse del último fragmento citado. El mayor problema, por lo que se refiere a la interpretación de Hume, arranca de allí, puesto que dos clasificaciones que están en niveles lógicamente distintos son tratadas de tal forma que acaban por solaparse y cancelarse mutuamente, como se va a intentar demostrar ahora.

Según el primer pasaje, la justicia ha de ser considerada natural en cierto sentido y artificial en otro. El siguiente fragmento, previo en el orden del Treatise, plantea el problema: la acción humana ha de ser explicada en términos de causas naturales (entendiendo "natural" como "físico"), puesto que la razón y el resto de las capacidades humanas son "tan necesarias en su ejercicio como el calor y el frío, la humedad y la sequedad"; y, acto seguido, viene lo que parece ser un paso en la dirección opuesta: "Pero, tomándolos como libres y enteramente nuestros, es usual tomarlos como opuestos al resto de principios de la naturaleza"[25]. La colisión, y este es el estadio final del problema planteado arriba, es que Hume quiere defender dos planteamientos que, puestos en un mismo nivel, resultan lógicamente incompatibles: está primero la distinción entre 'natural' en el sentido de "aquello que surge de principios originarios", y 'natural' como "aquello que surge necesariamente, si bien de modo convencional, a partir de premisas naturales". Pero esto no puede casar con la afirmación de que los principios humanos son tan naturales en su funcionamiento como todas las causas físicas, ya que el resultado de fundir lo primero y lo segundo es que lo segundo disuelve lo primero: la segunda tesis pierde su significado, puesto que 'natural' y 'artificial' son recogidas en la misma canasta: la de otro sentido de 'natural'. El mundo de Hume está formado tan sólo por hechos naturales.

Este razonamiento humeano nos presenta, por tanto, o así lo parece, dos niveles distintos en su pensamiento: el primero, más básico, el del análisis filosófico "empírico" en el distingue entre los dos sentidos según los cuales la justicia puede considerarse natural o artificial. El segundo nivel sería el de los metaconceptos, en virtud de los cuales Hume se ciñe a la afirmación general de que el mundo sólo deja espacio para hechos naturales. Esta convicción queda fuera de su crítica. Así, el Escocés no deja de sorprender como un sutil y fino analista que no está dispuesto a cambiar sus prejuicios.

Por todo lo dicho, parece claro que la distinción natural-artificial es para Hume un mero souvenir filosófico: "la palabra natural se toma, por lo común, en tantos sentidos y es de una significación tan vaga, que parece vano disputar sobre si la justicia es natural o no"[26]. Pero sólo lo parece, a pesar de lo dicho arriba: Hume también caracteriza los artificios desde el punto de vista de sus características una vez que han sido creados, y llega a la conclusión de que esas marcas son demasiadas como para que la justicia sea algo natural: "aquellas reglas por las que se determinan propiedad, derecho y obligación no tienen en sí marca alguna de un origen natural, sino muchas de artificio y designio. Y son demasiado numerosas para haber procedido de la naturaleza: son mutables por las leyes humanas: y todas tienen una tendencia directa y evidente al bien común y al sostenimiento de la sociedad. Esta última circunstancia es digna de comentario (...), porque seguirían siendo artificiales aun en el caso de que la causa del establecimiento de estas leyes hubiera sido la consideración del bien común, en cuanto que el bien común es su tendencia natural, ya que estarían dirigidas a propósito hacia un cierto fin"[27]. En este fragmento, Hume está llevando su doctrina sobre lo natural y lo artificial a un punto sin retorno: distingue entre "tendencia natural", en primer lugar, y "destinación a fines", en segundo, que es el carácter específico de los entes artificiales pero no fundamenta tal distinción: ¿cómo habremos de discriminar los entes artificiales de los naturales? Lo que es más, estas explicaciones en términos de tendencias parecen no ajustarse a su metaconcepto de que el mundo ha de explicarse únicamente por recurso a causas eficientes: al escribir esto, Hume está metiéndose a sí mismo y a su intérprete en un laberinto del que no parece encontrar salida.

Por otra parte, al tiempo que se desorienta respecto a la distinción entre lo natural y lo artificial, Hume está proponiendo una tesis realmente interesante sobre el dinamismo de las entidades culturales, a saber, que surgen, en la mayoría de los casos, como consecuencias no buscadas por los actores[28], al modo en que la justicia es aceptada por la sociedad: el sistema cultural, tomado como un todo, dota a las entidades culturales de un dinamismo que no tienen por ellas mismas, consideradas aisladamente. Tomando pie en esto, y siguiendo el adaggio clásico de que la cultura es una segunda naturaleza, puede pensarse con verdad que el sistema cultural, contemplado no desde el punto de vista de la enculturación del individuo, sino desde el exterior objetivo, es decir, el de las interacciones de las entidades culturales, es también una segunda naturaleza, en la medida que tiene, en términos aristotélicos, un principio de cambio y reposo propio, independiente en gran parte de las acciones individuales de los hombres[29]. La cultura, por así decirlo, se escapa de las manos de sus creadores, y adquiere una legalidad propia, enraizada en el operar sinérgico de los actores, pero que no puede explicarse totalmente por referencia a él. De la misma manera que la justicia humeana, algunos elementos cultu­rales crecen sin que exista una intención colectiva detrás de ellos, es decir, sin que hayan sido planeados racionalmente en ninguno de los estadios de su desarrollo.

Aun teniendo en cuenta que algunos de sus razonamientos sobre la distinción natural-artificial son iluminadores en muchos aspectos, la doctrina de Hume sobre el tema no está, como se ha visto, clara: su análisis filosófico de los hechos no cuadra con su metaconcepto de naturalidad, y prefiere sacrificar lo primero por mor de lo segundo que viceversa. Según él, por tanto, la justicia ha de ser entendida en términos de causas puramente eficientes: es un producto lateral de las potencias humanas, que resultan ser tales y cuales, y estar encarnadas en un mundo como el nuestro. En efecto, nuestras potencias están tan determinadas como el tiempo que tomará la caída de un objeto X desde una altura Y en unas circunstancias determinadas.

Una vez mostrada la cesura existente en la filosofía humeana entre sus metaconceptos sobre la constitución del mundo y la naturalidad y artificialidad de la justicia, el objetivo es examinar si Adam Smith comparte esta forma mentis y, si la respuesta es afirmativa, si tenía elementos para distanciarse de ella.

2. Adam Smith: gusto y libertad

Si bien Haakonssen está en lo cierto al afirmar que Smith "nunca se metió a discutir la distinción entre lo natural y lo artificial"[30], no es menos verdadero que su opinión en este tema puede ser deducida de sus escritos, examinando el modo de causalidad que Smith atribuye a las potencias humanas: la tesis que aquí se defenderá es que Smith mejora el análisis humeano de las facultades implicadas en la creatividad cultural, dándole un matiz nuevo al papel de la imaginación[31], y recogiendo algunas afirmaciones sobre el estatuto e índole de lo cultural.

Como se vio en el primer capítulo, Smith opina que lo que establece la diferencia entre los hombres y los animales es "una cierta delicadeza o gusto, por lo que se refiere tanto al cuerpo como a la mente"[32]: mientras que los animales están inmediatamente vertidos a los objetos de sus tendencias, el hombre está, por así decirlo, a una cierta distancia de ellos, puesto que el gusto media entre sus necesidades y los objetos que las apagarían. En este aspecto, puede desarrollarse una comparación entre Smith y cierta tesis aristotélica.

Para Aristóteles, la libertad es hecha posible por el intelecto, que puede aprehender el concepto general de la bondad, no agotable por ningún objeto particular. La infinitud y universalidad formal de la voluntad permiten que nada la determine necesariamente: siempre queda un grado de indeterminación del libre arbitrio con respecto a cualquier bien particular que se le pueda ofrecer. El intelecto puede conocer sus juicios mediante la reflexión y, mediante un acto de comparación, puede relacionar estos juicios con la noción universal de bondad; es decir, el intelecto conoce los objetos de los juicios como buenos y, por consiguiente, como fines: cosas a perseguir. Por otra parte, ninguno de estos bienes agota la noción común de bondad, ya que carecen de ella en algún respecto. La voluntad, por tanto, decide a partir de sí misma, por medio de la deliberación, cuál de entre las cosas que aparecen como buenas habrá de ser el fin de la acción. Aristóteles cree también que la apertura e indeterminación de intelecto y voluntad tienen correlato físico, a saber, las manos: del mismo modo que el intelecto puede hacerse todas las cosas, la mano puede adaptarse a todo tipo de actividades; resulta útil para casi todo porque no está estructurada inmediatamente para nada en concreto.

Smith no legó una filosofía de la acción, como sí hizo Aristóteles, pero mantiene que el hombre, como ya vimos, está dotado de un gusto delicado, en virtud del cual "ningún objeto es producido a su agrado"[33]: tiene que elaborar las cosas, a fin de hacerlas aptas para él. Y por medio de esta elaboración puede ingerir una gama de alimentos mucho más amplia que cualquier animal. Este gusto, peculiar al hombre, es el elemento que desempeña en la doctrina de Smith el mismo papel que el intelecto y la voluntad en la de Aristóteles: hacer posible la indeterminación del hombre con respecto a los impulsos naturales. Para ser más exactos habría de afirmarse que la delicadeza del gusto es el modo en que las facultades superiores del intelecto y la voluntad —en el caso de Smith, la imaginación— redundan en las facultades sensibles. También cree, a la par que el Griego, que el cuerpo es de la misma delicadeza que el alma, de la misma indeterminación[34].

Smith tiene elementos a la mano con los que emanciparse de su filiación humeana, pues le permitirían defender que el hombre goza de libertad de indiferencia: gracias a la generalidad propiciada por la imaginación, el hombre es capaz de separarse de sí mismo y de los objetos particulares[35]. En la misma medida que esa delicadeza lleva al hombre a transformar los objetos que saciarían sus tendencias, y que tal transformación puede tener lugar de maneras muy diversas, el gusto, según Smith, hace espacio para una verdadera independencia de la capacidad de obrar humana respecto de los condicionamientos externos. De esta manera, siendo verdad que la concepción smithiana de la fantasía y el intelecto son inconfundiblemente humeanas, se separa del Edimburgués al subrayar la libertad de indiferencia del hombre, apelando al uso estético de su imaginación: la cultura no tiene por qué ser el producto mecánico del ejercicio de las capacidades humanas, sino el resultado de su acción libre.

Que la cultura sea el producto de acciones libres no equivale, no obstante, a decir que sea el resultado previsto y rectamente querido de acciones intencionales: en lo relativo a este punto, Smith es un buen discípulo de Hume, y comparte su opinión de que las consecuencias finales de las acciones humanas en interacción emergen, por así decirlo, de modo imprevisto. Este tema tiene un aroma especial en Smith, ya que puede se­pararse en dos áreas: una, particular, la concerniente al par interés propio-bien público; otra, más amplia, y la relevante en este momento, que hace referencia al modo en que los hombres dan lugar a la cultura: cuando se trató específicamente de la simpatía, se expuso cómo su ejercicio recíproco creaba los vínculos necesarios para el buen orden de la fábrica social: el esfuerzo del espectador por hacer que sus sentimientos concordaran con los del agente, y viceversa, da lugar a los criterios sociales de evaluación; el resultado, el mantenimiento de la sociedad, no era el objetivo ni del primero ni del segundo. Y, con todo, este carácter de imprevisión no priva a la cultura de su carácter normativo: el caso, por poner un ejemplo, de las reglas morales generales, conformadas a partir de instancias particulares, es paradigmático, puesto que Smith mantiene que son capaces de dirigir nuestro comporta­miento moral. La simpatía mutua, por tanto, es la causa eficiente que crea el orden social, pero no de una forma intencional.

En cualquier caso, aparte las consideraciones arriba consignadas, es preciso distinguir entre las doctrinas expresamente manifestadas por un autor y aquellas a las que podría haber dado luz, de haber proseguido ciertos ramales de su pensamiento en direcciones determinadas. Por una parte, que puedan identificarse ele­mentos en la filosofía smithiana que no riman con el manifiesto naturalista heredado de Hume, no significa que Smith fuera cons­ciente de una contradicción en su sistema: su doctrina sobre el gusto, como se acaba de ver, rompe la concepción compatibilista humeana sobre la libertad[36], pero no descarta que Adam Smith opinase expresamente que las potencias humanas funcionan a la manera de las potencias del mundo físico

Por otra parte, la existencia de esos elementos distorsionantes debería suscitar cautelas ante la construcción de interpretaciones generales: el análisis del contenido objetivo de un sistema de pensamiento no puede hacerse al margen de lo que el autor piensa que este es. Y no hace falta profesar ningún tipo de determinismo psicológico para encontrar parte de verdad en esta afirmación: si es cierto que en ocasiones hay una cesura entre la interpretación que el autor hace de sus afirmaciones y estas, no es menos claro que esas interpretaciones se convertirán en criterio mediante el cual el mismo escritor seleccionará los fenómenos relevantes y valorará las consecuencias de sus razonamientos.

La labor hermenéutica debe tener en cuenta los dos niveles de discurso y elucidar si, en un caso determinado, por ejemplo, el autor ha sacrificado la conclusión a que le llevaban naturalmente sus razonamientos por mor de un prejuicio; o si hay doctrinas sobre temas diversos que, al contrastarse en el espacio en que se solapan, aparecen como incoherentes, etc. Smith no parece ser consciente de la disparidad de elementos que busca sintetizar: un programa naturalista férreo, que consentiría sólo explicaciones en términos de causas eficientes, se conjuga con un análisis que, como se ha afirmado en el capítulo segundo, tiene como goznes deseos, expectativas, decisiones, etc. Y las facultades de las que estos surgen, si bien parte de nuestra dotación biológica, están despegadas de sus objetos por mediación del gusto, que desbroza el ca­mino a la libertad de indiferencia, ausente en Hume.

La naturaleza no es, por tanto, una externalidad pura, sino, como se ha expuesto antes, lo que surge sólo por medio de la educación. Para el hombre la naturaleza tiene siempre una forma cultural, determinada, pues la intersubjetividad es constitutiva de la subjetividad. Puede entenderse así el profundo significado de la tesis de G. Clarck: los hombres adquieren su humanidad al ser culturizados, y regulan su conducta no por patrones genéricos, sino por pautas culturalmente determinadas. "Los hombres —concluye el catedrático de antropología de Cambridge— no alcanzaron la dignidad humana a través de la participación en una conducta generalizada, ni consiguieron sus máximos logros accediendo al estatus abstracto de seres civilizados. Al contrario, alcanzaron su humanidad en virtud de su participación en culturas específicas y civilizaciones concretas"[37].

Como la teoría del espectador imparcial de A. Smith permite vislumbrar, el hombre —como el ser de Aristóteles— se dice de muchas maneras: tantas cuantas culturas existen. No se es hombre en general, sino miembro de una cultura concreta; y cada cultura determina un ámbito de realización posible del ser humano. Así se deben entender las afirmaciones de Geertz, en su trabajo ya citado: "llegar a ser humano es llegar a ser un individuo, y llegamos a ser individuos guiados por esquemas culturales, por sistemas de significación históricamente creados en virtud de los cuales formamos, ordenamos, sustentamos y dirigimos nuestras vidas. Y los esquemas culturales no son generales, sino específicos (...). El hombre no puede ser definido solamente por sus aptitudes innatas, como pretendía la Ilustración, ni solamente por sus modos de conducta efectivos, como tratan de hacer en buena parte las ciencias sociales contemporáneas, sino que ha de definirse por el vínculo entre ambas esferas, por la manera en que la primera se transforma en la segunda, por la manera en que las potencialidades genéricas humanas se concentran en sus acciones específicas"[38].

Si el ser humano sólo se realiza en la cultura y esta es siempre una entre otras, si no se puede ser hombre en general, sino que sólo cabe acceder a lo específicamente humano y a lo universal desde una cultura, quizás Dilthey tuviera razón al afirmar que la última palabra de la conciencia histórica "no es la relatividad de toda concepción del mundo, sino la soberanía del espíritu frente a cada una de ellas, y, al mismo tiempo, la conciencia positiva de cómo en los diversos modos de actitud del espíritu se nos da la realidad única del mundo"[39].



[1] Sigo libremente en la exposición de Hume algunas de las indicaciones contenidas en el libro ya mencionado de Haakonssen:The Science of a Legislator.

[2] Haakonssen ataca la idea de que existe un amplio golfo entre los planteamientos filosóficos del Treatise y del Enquiry: no es cierto que el primero esté planteado desde la psicología, mientras que el segundo ignore la teoría de las pasiones, centro de esa ciencia. Para una exposición de sus razones, véase la página cinco de su obra.

[3] Op. cit, p. 6.

[4] Cfr. el cuarto epígrafe del primer capítulo.

[5] Treatise, 483. A partir de ahora, "T".

[6] T. 484.

[7] Enquiry. 183-4. A partir de ahora, "E".

[8] E. 187.

[9] T. 495; cfr. E. 188.

[10] E. 195; T. 492.

[11] T. 489.

[12] T. 492.

[13] T. 489.

[14] T. 490; cfr. E. 306.

[15] T. 490; cfr. 498 y E. 306.

[16] Haakonssen examina una alternativa en la interpretación de esta doctrina de Hume: según la primera interpretación, si la justicia ha de ser una regla general, que no deje lugar a excepciones, ha de constituir un solo acontecimiento; de acuerdo con la segunda interpretación, por contra, la justicia sólo puede surgir, como se mostró arriba, trozo a trozo, por así decirlo: en la misma medida que los hombres se abstienen de las posesiones de los demás. La primera interpretación es denominada "racionalista"; la segunda, "evolucionista". Para los propósitos presentes, sólo es necesario exponer la segunda, que será la que Haakonssen acabe defendiendo.

[17] T. 490.

[18] T. 493.

[19] Se trata del mismo proceso por medio del cual, según Smith, conformamos las reglas generales de moralidad, que, como se vio en el primer capítulo, representaban la única guía para el grueso de la humanidad.

[20] Cfr. T 528-9, del que el texto de arriba es un comentario casi literal. Se cita más abajo.

[21] T. 484. Huelga decir que "lo común a cualquier especie" no puede hacerse equivalente a "lo natural", pues ese rasgo común podría ser contingentemente común. De todos modos, esto no distorsiona el desarrollo posterior que hace Hume.

[22] T. 474.

[23] Para una comparación de estos dos sentidos humeanos de lo natural con la doctrina de Pufendorf, cfr. S. Buckle, Natural Law and the Theory of Property, Oxford: Clarendon Press, 1991, pp. 88-90.

[24] Sobre la imposibilidad de interpretar nomológicamente la causalidad libre tomista pueden verse los trabajos de A. Kenny, Will, Freedom and Power, Oxford: Blackwell, 1975; Aquinas on Mind, Londres: Routledge and Kegan Paul, 1993, pp. 83-8 y J. V. Arregui, "Actos de voluntad y acciones voluntarias", en Anales Salmantinos de Filosofía 18 (1991), pp. 51-64.

[25] Esto parece generar una contradicción -y puede que lo haga-, pero quizá pueda solventarse teniendo en cuenta que Hume considera al hombre como un ser libre, en el sentido de que actúa de acuerdo con sus preferencias, pero que no es libre respecto de ellas. Se trata, en definitiva, de la tesis humeana compatibilista entre libertad y necesidad que ha generado una interminable polémica. En términos escolásticos, para Hume los seres humanos poseerían la libertad de acción, pero no la de indiferencia. Sea de ello lo que fuere, este fragmento no es una contradicción, en términos humeanos, pero sí, con toda seguridad, en los de cualquier otro.

[26] T. 474 y E. 307.

[27] T. 528-9.

[28] Como es sabido, esta doctrina es hoy tópico sociológico, y ha sido resaltada especialmente por Merton en el seno de la posición teórica del funcionalismo estructural. En este momento su proponente más característico es probablemente Raymond Boudon. En La sociedad reflexiva, (Madrid: CIS, 1990), Lamo de Espinosa la convierte en eje de aclaración del objeto de la sociología. Cfr. R. K. Merton, Teoría y Estructura Sociales, Ciudad de México: FCE, 1980 y R. Merton, "Structural Analysis in Sociology", en P. M. Blau, Approaches to the Study of Social Structure, New York: The Free Press, 1975.

[29] Mientras que en el caso de la doctrina clásica la cultura es llamada "segunda naturaleza" con respecto a la naturaleza humana, ahora se llama a la cultura "segunda naturaleza" con respecto al mundo natural. De la misma manera que esa naturaleza conforma al individuo, también conforma el mundo que el hombre habita. De esta forma la polémica physis-nomos, que impulsó el pensar metafísico y antropológico en el mundo antiguo, está ahora, reeditada a propósito del carácter de la justicia, impulsando el pensamiento sociológico.

[30] op. cit., p. 79.

[31] Aun si la imaginación es, quizás, para Hume la facultad de mayor relevancia, él no apela a su faceta estética para explicar la creación de las reglas que son normativas en una sociedad. Este es un giro que Smith ejecutó a la perfección.

[32] LJ(A), vi, 7-13; LJ(B), 205-9. Quesnay defiende una tesis similar en el escrito que, según parece, alumbró como consecuencia de su entrevista con Mirabeau, en 1757: La sociedad rural (el texto pertenece al octavo capítulo y está incluido en Precursors of Adam Smith, p. 107.): "Comúnmente se cree que la necesidad es el principio del impulso que llamamos deseo. Pero mantener esta opinión es confundir a los hombres con las bestias. El único deseo de la bestia es satisfacer sus apetitos presentes, pero el hombre tiene perspectivas de bienestar de mayor alcance, y la satisfacción de sus apetitos es sólo, por así decirlo, una desviación respecto a su propensión dominante, que es desear el disfrute de la felicidad completa y continua, aun si no hace una distinción muy clara entre el objeto de su deseo y el objetivo de su disfrute. Esta es la característica superior y distintiva de la especie humana. Aquellos que buscan satisfacer este deseo por medio de refinamientos en sus apetitos se denigran a sí mismos deliberada e infructuosamente hasta el nivel de la granja". También Pufendorf, en su De iure naturae et gentium libri octo II.1.6, afirma que, mientras que las necesidades animales son homogéneas en el espacio y el tiempo, las del hombre han de ser transformadas. Hay tanta diversidad en los gustos como en las maneras distintas de vivir. Cfr. I. Hont, "The language of sociability and commerce: Samuel Pufendorf and the theoretical foundations of the 'Four-Stages Theory", en A. Pagden (ed.), The Languages of Political Theory in Early-Modern Europe, Cambridge: Cambridge University Press, 1987, p. 263.

[33] LJ(B), 206.

[34] La consecuencia de esta plasticidad de la naturaleza humana, aprendida de Pufendorf, es que el hombre, en palabras de este último, está sujeto a una degeneración y corrupción prodigiosas"; pero también que es más capaz "de una cultura fructífera y de una mejora útil" que cualquier otro animal.

[35] No se está defendiendo, claro está, que la doctrina de Smith sobre el gusto sea semánticamente la misma que la aristotélica sobre el intelecto; sólo se está defendiendo que desempeña el mismo papel sintáctico.

[36] Una defensa reciente del compatibilismo puede encontrarse en los escritos ya citados de A. Kenny, y su crítica en P. Inwagen, An Essay on Free Will, Oxford: Clarendon Press, 1986.

[37] Clarck, G., La identidad del hombre vista por un arqueólogo, Buenos Aires: Paidós, 1985, p. 207.

[38] Op. cit., p. 57.

[39] Cfr. Dilthey, W., Gesammelte Schriften, ed. de B. G. Teubner y Van Hoeck, Stuttgart-Gottinga: Ruprecht, 1973-82, 19 vols., vol. V, p. 406.