lunes, 12 de julio de 2010

Los modales de la pasión: Adam Smith y la sociedad comercial IV, 2

2. Shaftesbury, Hume y Smith: el humanismo comercial. Modales y libertad

Un recentísmo trabajo de Lawrence Klein, escrito en la línea de los trabajos iniciados por Pocock, permite establecer la postura de Shaftesbury en la polémica entre Whigs y Tories. Su tesis cobra especial interés por el punto de inflexión que supone y sobre todo porque conforma el telón de fondo respecto del que se recortan las aportaciones más específicas de Smith. Su filosofía política y cultural se convierte en un importante eslabón en la cadena que media entre la sociedad cortesana —descrita tan brillantemente por Elias— y el nuevo humanismo comercial.

Para Klein, las inquietudes estéticas, éticas y religiosas de Shaftesbury se enmarcan en un ambicioso proyecto político: la legitimación desde el punto de vista cultural de los planteamientos políticos y el régimen Whig nacidos de la revolución de 1688. De manera que Shaftesbury se muestra ante todo como un Whig que, frente a los clásicos compromisos de los Tories, intenta reducir el poder de la corte y de la iglesia, promocionando una cultura civil centrada en los gentlemen[1]. Ahora bien, no pretende sustituir una corte y una iglesia tories por una corte y una iglesia whig sino más bien, de modo similar a Addison y Steele, disolver la preponderancia de ambas en la conformación y el modelo de la vida social.

Como el núcleo de su nueva filosofía de la cultura y de su correspondiente filosofía política queda determinado por la noción de politeness, Shaftesbury se inscribe en la tradición del "humanismo cívico", en la que ya desde el catorce italiano se comienza a sustituir una cultura arcaica y comunal por una "sociedad civil más problemática", y se empieza a transformar un vocabulario basado en los ideales corteses y en la fidelidad en un lenguaje menos heroico de civilidad. A finales del XVII y durante el XVIII, la noción de politeness llegó a ser capital, y fue identificada desde el principio con la caballerosidad, en la medida en que se aplicaba al mundo social de caballeros y damas con un claro sentido normativo: la politeness es el criterio de la conducta correcta, propia de la gente elegante y educada, de lo que hoy suele denominarse gente "con clase".

La politeness, a la vez que encarna el ideal de plenitud humana al que puede aspirar una subjetividad individual resulta ser, para Shaftesbury, una excelencia intrínsecamente social, pues conforma el ámbito de las relaciones interhumanas. Porque, por una parte, se caracteriza ante todo por la capacidad de ser agradables en las conversaciones —o, como la definió Boyer en 1702, "el diestro manejo de nuestras palabras y acciones mediante el que conseguimos que los demás tengan mejor opinión de nosotros mismos y de ellos"—, y, por otra, gobierna el cómo de las relaciones sociales. Por eso, como advierte el propio Klein, no se identifica simplemente con la socialidad —que es la materia que formaliza con propiedad— sino que consiste en una sociabilidad trabajada y refinada, en la que se incluyen las cuestiones éticas y estéticas. La politeness es el arte de ser agradables en las relaciones sociales y tiene como campo propio la conversación.

Con todo, esta conversación polite se caracteriza tanto por propiedades formales (hay que evitar la presunción, el dogmatismo, la taciturnidad, la incontinencia verbal) como por ciertos temas (en una conversación polite se habla de unas cosas y no de otras), de manera que sus asuntos fundamentales terminan por ser cuestiones generales, principalmente de política, literatura, arte y moral. En la medida en que el dominio de estos temas es lo que da aire de mundo a una persona y la convierte en polite y elegante, el ideal de conversación refinada converge con el de la filosofía en su sentido cosmopolita[2]. Como paradigma ideal de la conversación galante, la politeness conforma desde el modelo conversacional todo el ámbito de las relaciones sociales, con lo que —según la lúcida advertencia de Klein— se convierte en un auténtico modelo de la acción cultural.

Al ofrecer un nuevo patrón configurador de las relaciones sociales construido a partir del modelo de la conversación polite, Shaftesbury bosqueja un ideal cultural postreligioso y postcortesano, pero todavía precomercial y preprofesional: el centro de la vida social no es ni la iglesia ni la corte, sino la ciudad. Pero como todavía no ha nacido el ideal profesional, la vida ciudadana se centra en la conversación elegante entre caballeros en salones, jardines, clubes y cafés nutrida de las recientes periódicos y publicaciones culturales[3].

La postura de Smith en la peculiar Querelle británica ha sido bien presentada por Dugald Stewart: "La rama de la legislación que el Sr. Smith ha escogido como objeto de su trabajo me conduce naturalmente a comentar un contraste muy marcado entre el espíritu de la política antigua y la moderna, con respecto a La Riqueza de las Naciones. El gran objeto de la primera era contrarrestar el amor al dinero y el gusto por el lujo mediante instituciones positivas; y mantener el gran cuerpo de la gente, los hábitos de frugalidad y la severidad de los modos sociales. El declinar de los estados se adscribe uniformemente, por parte de filósofos e historiadores, tanto de Grecia como de Roma, a la influencia de las riquezas en el carácter nacional; y las leyes de Licurgo, que durante el curso de unos años hicieron desvanecerse los metales preciosos de Esparta, son propuestas por muchos de ellos como el modelo más perfecto de legislación derivada de la sabiduría humana— ¡Cuán opuesta resulta la doctrina de los políticos modernos! Lejos de considerar la pobreza como una ventaja para el estado, su gran mira es abrir nuevas fuentes de riqueza nacional y animar la actividad de todas las clases de gente mediante el gusto por las comodidades y lo conveniente de la vida"[4]. Los antiguos creían que una afluencia masiva y repentina de riqueza proveniente de una república extranjera suponía un principio firme de corrupción, que alarmaba a los ciudadanos, temerosos de su libertad y moralidad. En los estados modernos la situación es completamente otra, pues el objetivo de los gobernantes es promover la riqueza entre todas las capas de la sociedad, lle­gando incluso a las más bajas. De hecho, piensa Stewart, la difusión de la riqueza entre estas fue lo que primero dio luz al espíritu de independencia en la Europa moderna, y que ha producido en algunos gobiernos, especialmente el inglés y escocés, una difusión más homogénea de la libertad y la felicidad que en cualquiera de las celebradas repúblicas antiguas.

Lo que es más: sin esta difusión de riqueza entre las clases menos favorecidas, la invención de la imprenta habría sido de muy poca utilidad, ya que resulta necesario un cierto grado de desahogo e independencia para inspirar en los hombres el deseo de saber y para dotarles del espacio vital que es requisito para adquirir aquel. Así, la propagación creciente de la luz y el refinamiento que nacen de la prensa, socorridos por el espíritu del comercio, parecen ser el remedio que la naturaleza ha previsto contra la idiocia provocada por la división del trabajo.

Según Hume, "la política de los antiguos era violenta y contraria al curso natural de las cosas"[5], ya que, a juicio de Stewart, los clásicos miraban demasiado a modificar, por medio de instituciones positivas, el orden de la sociedad, de acuerdo con alguna idea preconcebida de eficacia; sin confiar suficientemente en los principios de la constitución humana, que, dejados a su alcance natural, no sólo conducen a los hombres a la felicidad, sino que sientan el fundamento de una mejora progresiva en su condición y carácter. Las ventajas de la política de los modernos sobre los antiguos nacen principalmente de esta conformidad, en algunos de los artículos más importantes de economía política, a un orden de cosas recomendado por la naturaleza; y no resultaría demasiado complicado mostrar, cuando esa política se demora en un estado imperfecto, que sus errores pueden atribuirse a los constreñimientos impuestos sobre el curso natural de los acontecimientos. Efectivamente, en esos constreñimientos podrían descubrirse, latentes, las semillas de muchos de los prejuicios y neceda­des que infectan los modos modernos, y que han sido contestados desde hace tanto tiempo por los razonamientos de los filósofos y el ridículo de los satiristas.

La divisa de los modernos ha de ser dejar que la naturaleza se desenvuelva sin constreñimientos; y aquí debe incluirse, por supuesto, el crecimiento económico, en torno al cual florecen todos los tipos de artes. Como escribe Hume: "otra ventaja de la industria y los refinamientos en las artes mecánicas es que, por lo común, producen algún refinamiento en las liberales; y unas no pueden llevarse a la perfección sin estar acompañadas en algún grado por las otras. La misma época que produce grandes filósofos y políticos, generales y poetas renombrados, usualmente rebosa también hábiles tejedores y constructores navales... El espíritu de la época afecta a todas las artes; y las mentes de los hombres, una vez despertadas de su letargo y puestas a fermentar, se vuelven hacia todas partes, llevando mejoras a todas las artes y ciencias"[6]. El espíritu del antiguo, por tanto, está sumido en un sueño, no dogmático, sino político, que consiste en la incapacidad de inventar y mejorar el tejido social. Efectivamente, piensa Smith, prolongando la argumentación anterior: es necesaria la introducción de la actividad comercial para poner en movimiento el resto de instancias culturales. Así, escribe en sus Lectures on Jurisprudence, "la geometría, la aritmética y la escritura han sido inventadas para guardar registro e iluminar las distintas transacciones del mercader y del hombre de negocios, y la geometría se ha inventado originalmente (ya sea para medir la tierra o para dividirla entre sus habitantes) para asistir al trabajador en la conformación de las piezas artificiales que requieren una medida más ajustada". Y cabe pensar que la mayor parte de las leyes y regulaciones tienden a la promoción de estas artes, que proporcionan aquellas cosas que consideramos objeto sólo del vulgo. Lo que es más, aun la ley y el gobierno tienen estos como su fin y objetivo último. Dan a los habitantes del país libertad y seguridad para cultivar la tierra que poseen, y su benigna influencia da lugar y oportunidad para la mejora de las diversas artes y ciencias. Mantienen al rico en la posesión de su riqueza, contra la violencia y rapiña de los pobres, y por ese medio preservan la útil desigualdad en las fortunas de los hombres, que surge natural y necesariamente de los distintos grados de capacidad, laboriosidad e inteligencia de los diferentes individuos. Protegen del peligro de enemigos extranjeros que quieren interferir en sus asuntos, y proveen a los hombres del desahogo necesario para cultivar las artes, así como para buscar lo que se llama "lo conve­niente para la vida". "Aun la sabiduría y la virtud derivan en todas sus ramas su lustre y belleza, en lo que respecta a la utilidad, meramente de su tendencia a proporcionar la seguridad de los hombres en estas cosas convenientes"[7].

El carácter extremo de estas opiniones no puede escaparse a nadie: el gobierno, la sabiduría y la virtud tienen sentido en la medida que contribuyen a la seguridad de los individuos y, por tanto, al progreso de la división del trabajo. "Lo que importa —piensa Forbes—, el verdadero fin del gobierno, es la libertad, pero la libertad en el sentido de los Civilians y el de Grocio, y el de los exponentes autorizados de la ley natural: la libertad personal y la seguridad de los individuos garantizada por la ley, equivalente a justicia, paz, orden, protección de la pro­piedad y santidad de los contratos. (...) Hume declara expresamente que las monarquías ab­solutas de Europa, a efectos prácticos, también realizaban los fines para los que había sido instituido el gobierno; también ellas eran 'un gobierno de leyes, no de hombres'"[8]. Está aquí, pues, la distinción, si bien implícita, entre dos libertades, política y civil, que ni se implican ni se excluyen: las monarquías absolutas, ajenas a la primera, son capaces de dejar lugar para la segunda, siempre que, como pensara Hume, constituyeran un gobierno de leyes, y no de hombres. Otros autores habían visto también la posibilidad de la existencia separada de ambas libertades: Montesquieu, por ejemplo, consideraba la República Romana como régimen libre en el que la libertad política, la del ciudadano, tenía un obstáculo en, por poner un ejemplo, la figura del cabeza de familia, en virtud de la cual el marido podía disponer de la vida de la mujer, si esta era encontrada culpable de adulterio.

Smith comparte esta separación entre la libertad del estado y la del individuo, y declara expresamente lo que en Hume y Locke estaba menos perfilado: puesto que el fin del gobierno es la justicia, poner la propiedad a salvo de la "injusticia" de aquellos que la allanan[9], la libertad verdadera sobrevendrá cuando el individuo se sienta seguro bajo el amparo de la ley y pueda desarrollar sin trabas la actividad social, cultural y económica, que es su modo de cumplimiento: si la forma de vida republicana, austera y ruda, instaura una era de barbarie, la edad del comercio ha de significar el establecimiento universal de los modales, del refinamiento, del respeto y la "amistosidad". Así, la independencia de los ciudadanos de los rangos inferiores respecto de los señores feudales, ganada mediante el comercio, es fuente de mejora en los modales (manners). Y estos son el elemento central en la calidad de la civilización de una comunidad. En esto coinciden Montesquieu y Smith: el primero opina que el comercio es fuente de buenas ma­neras y, por tanto, favorece la paz entre las naciones[10]; el segundo escribe: "nada tiende más a corromper a la humanidad que la dependencia, mientras que la independencia aun incrementa la honestidad de la gente"[11]. En último término, el progreso de la ciencia política, como escribe rotundamente Dugald Stewart, ha sido suficiente para mostrar que la felicidad de la humanidad "no depende de la participación que la gente tenga, directa o indirectamente, en la aplicación de las leyes, sino en la justicia y equidad de las leyes que son aplicadas". Mientras que participar en la aplicación de las leyes interesa sólo a una minoría que desea alcanzar importancia política, "la equidad y la eficacia resultan interesantes a todos los miembros de la comunidad, especialmente a quienes su insignificancia personal no les proporciona más consuelo que el que derivan del espíritu general del gobierno bajo el que vi­ven"[12].

El cambio es claro: a lo político (political) se contrapone lo educado (polished), término que, a mediados del siglo XVIII, ya se había ligado a un conjunto de características comportamentales conocidas, a los modales, definidos por Mirabeau como "la dulcificación de las costumbres, la urbanidad y la amabilidad, de forma que se respeten las delicadezas"[13]. Esta sustitución de la austera virtud republicana por los modales modernos puede verse en Hume como una verdadera tarea moral: "se había supuesto desde antiguo que el lujo o el refinamiento de los placeres y cosas convenientes para la vida eran fuente de toda corrupción en el gobierno y la causa inmediata de la facción, sedición, guerras civiles y la pérdida total de libertad. Era objeto de declamación para todo satirista y moralista serio. Aquellos que prueban, o intentan probar, que tales refinamientos tienden a incrementar la laboriosidad, la civilidad y las artes regulan originariamente nuestros senti­mientos tanto morales como políticos, y representan como laudable o inocente lo que antes se había considerado pernicioso y reprobable"[14].

Y no habrá de extrañar que el paradigma de refinamiento haya de ser el comerciante[15], el que tiene trato con muchas personas, el hombre de mundo: si es verdad que, en la metáfora musical de Smith, el sujeto rebaja el tono de sus pasiones hasta el punto en que resulten armónicas con las de los espectadores reales y las del imparcial, entonces aquella persona que entre en relaciones numerosas y diversas con un abanico amplio de semejantes, por fuerza habrá de tener una personalidad más, por así decirlo, polifónica, rica y articulada. El hombre que defienden los republicanos es estridentemente salvaje, primitivo, simple, apasionado hasta el extremo, pues sólo tiene como punto de referencia lo político, se niega los bienes particulares, el lujo, el desahogo necesario para dar paso a las finuras de la vida y, con ellas, el progreso de las artes y las ciencias.

Sin embargo, la interpretación del humanismo comercial no deja de presentar problemas de los que Shaftesbury parece haber tenido aguda consciencia. Los manuscritos inéditos de Shaftesbury —estudiados detenidamente por Klein[16]— recogen lo que ha dado en llamarse "experiencia romántica", la vivencia del desajuste, la conciencia dolorosa de que —al final— la intimidad subjetiva y el espacio público no terminan de encajar, de que la propia vida no se desarrolla en el mundo sin fricciones. Porque Shaftesbury, que había defendido la polite philosophy entendida como amalgama entre filosofía y sabiduría moral de la vida en perfecta continuidad con la buena crianza[17], comienza a dudar de que su proyecto de realización de la propia interioridad se aloje precisamente en el ámbito de las relaciones interpersonales cuyo paradigma es la conversación elegante.

Si en el Inquiry resultaba aproblemática la posibilidad de articular la sociabilidad y la realización en el mundo y en la vida social, por una parte, con el cultivo de la propia interioridad y la autonomía, por otra, la experiencia posterior recogida en sus diarios le conduce a dudar de la viabilidad de sus pretensiones, reflejando con viva agudeza el conflicto entre exterioridad e intimidad, entre un yo social volcado hacia fuera que sólo puede realizarse en la vida pública y un yo intimista que se siente amenazado por la dispersión y disipación en esa misma vida social. Shaftesbury vive así un prolongado e intenso conflicto entre la plasticidad y la autonomía del yo. Porque, como explica Klein, concebir el yo como autónomo implica que el yo posee una identidad firme e irreductible, que es capaz de controlar soberanamente su propia conducta estableciendo desde sí sus relaciones con el mundo; y, por contra, admitir su plasticidad implica reconocer que la identidad del yo queda siempre en cuestión y sólo se constituye en sus relaciones con el mundo, sin que haya un núcleo interior estable y firme. Para Shaftesbury la amenaza real del yo nuclear por parte del yo social proviene fundamentalmente de la necesidad que el segundo experimenta de obtener el reconocimiento ajeno, lo que, obviamente, hace peligrar la autonomía del yo.

Shaftesbury acabará por resolver el conflicto subrayando, por una parte, lo arduo de la tarea de la autoformación moral —que él comprende como un cultivo de las modales, un adiestramiento en los modos correctos de actuar[18]—, y, por otra, el carácter lingüístico de la propia subjetividad, pues sólo se constituye en un diálogo interno. Reconoce así que, aun habiendo desgarrones y rupturas, la subjetividad sólo puede conformarse en el seno social e intersubjetivo. Pues, como explica Klein, para Shaftesbury, "'caracter' expresa a la vez el impulso hacia una interioridad bien modelada y el reconocimiento de que el yo es necesariamente una entidad social". En la autoformación del carácter, configurar un yo externo es tan importante como construir uno interno: sólo si el yo social refleja y revela públicamente la propia interioridad, puede el yo nuclear constituirse realmente. "La esencia de la filosofía podía ser —resume Klein— el autoconocimiento y el autogobierno, pero tenía que rebasar los límites de lo personal, convirtiéndose en una actividad pública que configura algo más que la conciencia individual. El filósofo estaba suspendido entre la autonomía —tanto más segura cuanto más aislado— y la necesidad de configurar que le pone en contacto con otros y, por tanto, en riesgo"[19].

Aunque sin pasar —al menos aparentemente— por la misma problemática existencial, la postura de Hume y Smith confluye con la tesis madura de Shaftesbury. La compañía y la conversación son, por tanto, los remedios más poderosos para restaurar la tranquilidad del espíritu, así como los mejores garantes de un temperamento ecuánime y feliz, tan necesario para la propia satisfacción y gozo. Los hombres retirados y especulativos, inclinados a sentarse y meditar en casa sobre sus penas y resentimientos, aunque poseen a menudo más humanidad, más generosidad y un sentido del humor más sutil, rara vez gozan de la ecuanimidad de temperamento que es tan común entre los hombres de mundo. Un carácter educado y pulido es alum­brado sólo en quien tiene relación con muchos extraños, con los que debe estar constantemente atemperando las pasiones[20]. Una sociedad verdaderamente refinada es el ideal al que conduce el comercio: la gente humana y pulida (polished), que tiene más sensibilidad para las pasiones de los demás, puede entrar más rápidamente en un comportamiento animado y apasionado, y puede perdonar más rápidamente algún pequeño exceso. Y, de la misma manera, las reglas del decoro entre las naciones civilizadas admiten un comportamiento más animado de lo que podría ser aprobado por los bárbaros. Los primeros conversan con la franqueza de amigos; los segundos, con la reserva de los extraños[21]. La desconfianza y la sequedad son marcas de una sociedad retrasada, sin pulir. Y aquí parece destacarse un sentido relevante de lo natural: "la gente pulida [polished], acostumbrada a dar rienda suelta, en cierta medida, a los movimientos de la naturaleza, se hace franca, abierta y sincera. Los bárbaros, por el contrario, obligados a sofocar y velar la aparición de cualquier pasión, adquieren necesa­riamente los hábitos de la falsedad y el disimulo" (las cursivas no están en el original)[22]. En este punto, Smith está en el polo opuesto a Rousseau y más cerca de, por poner un ejemplo, Aristóteles, Shaftesbury y Hume: lo verdaderamente humano es lo que surge a través de la educación, es decir, de la enculturación. Lo natural no está tanto en el inicio como en el término. Si Shaftesbury había criticado duramente el concepto de estado de naturaleza de Hobbes, las críticas de Smith a Rousseau en su Carta a la Revista de Edinburgo de 1755 pueden tomarse como una de las falsillas sobre las que escribe el resto de sus obras: no existe un estado primero de naturaleza, sino que el hombre es esencialmente social, cultural[23]. Este punto aparece con especial claridad en un texto ya citado previamente: "si fuera posible que una criatura humana pudiera llegar a su madurez en algún lugar solitario, sin comunicación con su especie, no tendría más posibilidad de juzgar su propio carácter, la propiedad o demérito de sus sentimientos y conducta, la belleza o deformidad de su propia mente, que la belleza o deformidad de su propio rostro"[24]. Un individuo al margen de la sociedad es una quimera de filósofos, un impossibile per impossibilem, pues la conciencia se forma sobre la interiorización del juicio que los demás hacen de nosotros, según se explicó en el primer capítulo: "nuestras primeras ideas de la belleza y deformidad personales están tomadas de la figura y apariencia de los demás, no de las nuestras"[25]. Rousseau está equivocado de parte a parte, ya que la naturaleza humana de­jada a su marcha es muda; posee una legalidad interna, independiente de nuestras voliciones, sí, pero tenemos que nombrarla, organizarla, para adquirir rostro humano. Así, respecto a la naturaleza de lo social, cuando Smith habla, en su Riqueza de las Naciones, del "Progreso natural de la Opulencia", se está refiriendo al paso que la sociedad toma de suyo, supuesto que el hombre siga los sentimientos ínsitos en su naturaleza —emulación de los ricos y poderosos, deseo de mejorar la propia condición, etc.— y deje a esta seguir su curso: lo natural es la conjunción de un mundo y una acción del hombre no constreñidas. Smith escribió que el amor de sí puede suscitar un gran número de virtudes, incuyendo "la economía, la laboriosidad, discreción, atención y aplicación del pensamiento", así como "prudencia, vigilancia, circunspección, templanza, constancia, firmeza"[26]. Estas son las virtudes que la sociedad comercial tiene más tendencia a producir. De lo que se trata es de encontrar instituciones que consigan que este amor de sí lleve al autodominio, prerrequisito de todo comportamiento moral y cifra del carácter social humano.

La filosofía de Smith es una defensa de lo civilizado, una narración de por qué la Europa de su tiempo —sobre todo, claro está, Gran Bretaña— está tan por encima de cualquier otro pueblo lejano en el espacio o el tiempo. Se hacía posible, por tanto, tomando como unidad básica la sociedad, una ciencia de la cultura, del progreso de las ciencias y de las artes, de los modos distintos de estar el hombre en el mundo. Pocock lo expresa a su manera: "en lugar de la rigurosa identificación de propiedad y personalidad, [Ferguson, Smith y Millar] establecieron un esquema histórico de modos de producción (...), por el cual la humanidad se movía de acuerdo con la ley de una creciente especialización y división del trabajo. Lo que es más, fueron capaces de relacionar la historización de la propiedad con la historización de la personalidad social; al tiempo que el hombre se movía por las distintas fases de relación con su entorno, sus necesidades y aptitudes sociales, políticas y culturales, y con ellas sus capacidades intelectuales e imaginativas, cambiaban también. Ahora parecía posible una ciencia histórica de la cultura (...)"[27].

Aparte la insuficiencia de la caracterización de Pocock, es verdad que la economía política de los escoceses propone una teoría de la cultura. Y muy especialmente la de Smith, que, como se mantuvo en el capítulo anterior, podría verse como un vasto intento de trazar la historia de la mente humana. Resta ahora centrarse en este sentido de lo natural y cultural que se ha propuesto como central en Smith y rubricarlo con más apoyo textual o rechazarlo.

Para el último capítulo de este trabajo queda, pues, el examen de este sentido de lo natural en Smith, que, según se verá, proviene de Hume. A esto se añadirá un análisis del concepto smithiano de gusto, piedra clave con la que Smith parece destacarse de su maestro, abriendo la vía a la libertad de indiferencia. Si esto fuera así, la relación entre naturaleza y cultura no tendría por qué adoptar, como parece ser el caso en Hume, una índole tan mecanicista como algunos textos del propio Smith parecen sugerir.




[1] Cfr. L. E. Klein, Shaftesbury and the culture of politeness. Moral Discourse and Cultural Politics in Early Eigteenth-century England, Cambridge: Cambridge University Press, 1994. Véase, además del estudio introductorio a Los moralistas, J. Rykwert, The first Moderns: the Architects of the Eighteenth Century, Cambridge Mass.: The MIT Press, 1980.

[2] Cfr. Klein, op. cit., especialmente pp. 4-7 y 21-2. Véase también el estudio introductorio a Los moralistas. Sobre el ideal shaftesburiano de conversación polite puede consultarse también el trabajo de Prostko, J., "'Natural conversation set in view': Shaftesbury and moral speech", en Eighteenth Century Studies 23 (1989-90), pp. 42-61, donde matiza alguna de las afirmaciones contenidas en trabajos previos de Klein.

[3] Para la crítica de Shaftesbury al comercio y su correspondiente insistencia en que la propiedad agrícola es el único fundamento firme de la libertad, la virtud y la participación, véase Solkin, D., "Rewriting Shaftesbury. The 'Air Pump' and the limits of commercial humanism" en J. Brewer y S. Staves, Early modern conceptions of property, Londres: Routledge and Kegan Paul, 1995, pp. 234-53.

[4] Ibid.

[5] Cfr. Essays Moral, Political and Literary, ed. Green and Grose, 1882, i.291.

[6] David Hume, Essays Moral, Political and Literary, editado por T. H. Green y T. H. Grose, Londres: 1882, i. p. 301 (citado por Campbell). Los ensayos en que Hume trata la conexión entre comercio y li­bertad son, principalmente, "Of Commerce", "Of Luxury", "Of the Rise and Progress of the Arts and the Sciences" y "Of Civil Li­berty", todos recogidos en Essays Moral, Political and Lite­rary, ya citado. En esos escritos compara Hume los modos de proceder an­tiguos con las sociedades comerciales modernas y llega a la con­clusión de que el comercio y el lujo contribuyen al mantenimiento de la estabilidad (al contrario que en las repúblicas, donde la estabilidad viene del ejercicio de la virtud y el equilibrio de gobierno), el poder y la in­dependencia, puesto que la grandeza de un estado y la felicidad de sus miembros son insepara­bles por lo que respecta al comercio: en la misma medida que los hombres reciben más seguridad en la posesión y gestión de sus po­sesiones gracias al amparo de lo público, y, por tanto, ganan en poder; en esa misma medida, lo público se hace más rico. Esta re­lación no ha de entenderse toscamente: cuanto más espacio deja el es­tado, más porciones quedan para los ciudadanos; la relación no es tan simple, puesto que, argumenta Hume, un país en que el lujo inocente es impedido, habrá de subyugar a sus individuos con la falta de incen­tivo, mientras que una comunidad en la que las fuer­zas se empleen en el desarrollo de las artes devendrá más viva y hábil.

Por otra parte, "el comercio incrementa la laboriosidad [industry], transmitiéndola de inmediato de uno a otro miembro del estado, y evitando que ninguno de ellos perezca o resulte inútil. Incrementa la frugalidad, dando ocupación a los hombres, y empleándolos en el arte de la ganancia, que rápidamente suscita su estima, y aleja toda inclinación al placer y el gasto. Es una consecuencia infalible de todas las profesiones industriosas generar la frugalidad y hacer que la estima a la ganancia prevalezca sobre la estima al placer (...) Los mercaderes generan la laboriosidad, sirviendo como canales para distribuirla por todos los rincones del estado: y, al mismo tiempo, por medio de su frugalidad, adquieren gran poder sobre esa laboriosidad y amasan una vasta propiedad en el trabajo y los bienes de cuya producción son los principales instrumentos" ("Of Interest"). Contrariamente a los modos de pensar de la tradición harringtoniana, ese pueblo que favorece el desarrollo mate­rial no baja la guardia de su integridad moral, como se acaba de de­cir, ni aun física, puesto que el espíritu marcial es animado junta­mente con el resto de capacidades, ya que la clase media de comerciantes que nace con las nuevas condiciones económicas está menos dispuesta a someterse a tiranos que sus antecesores, pues tienen posesiones que defender. (En este punto, Smith discrepará. Cfr. D. Winch, Adam Smith's Politics: An Essay in Historiographic Revision, Cambridge: Cambridge University Press, 1978, pp. 110-1). Véanse también los textos de Hume a los que aluden los editores de las Lectures on Jurisprudence de la Glasgow Edition en la página 412, nota al pie. Cfr. también M. Elósegui, "Utilidad, arte, virtud y riqueza en la Ilustración escocesa", Telos I/2 (1992), pp. 51-9.

[7] Cfr. LJ(A) vi.18-20. Al hablar de cómo los núcleos urbanos ayudaron a la mejora del campo, Smith refiere una lista de razones, entre las que se encuentra esta: "En tercer, y último, lugar, el comercio y las manufacturas introdujeron gradualmente el orden y el buen gobierno, y, con ellos, la libertad y la seguridad de los individuos, entre los habitantes del campo, que antes habían vivido casi en un estado de guerra continuo con sus vecinos, y de dependencia servil respecto a sus superiores. (...) Hasta ahora, el Sr. Hume parece ser, por lo que sé, el único escritor que se ha dado cuenta de ello" (WN III.iv.4).

[8] Forbes, D., "Sceptical Whiggism, Commerce, and Liberty", en A. S. Skinner y T. Wilson (eds.), Essays on Adam Smith, Oxford: Clarendon Press, 1976, p. 184.

[9] Cfr. WN V.i.b.2 y LJ(B) 210. Lo que es más: el gobierno de las leyes permite la expansión y ocupamiento homogéneo del país: en las sociedades comerciales, puesto que la ley protege a todos los que están bajo ellas, las familias pueden dispersarse, sin tener que vivir juntos por mor de la protección (TMS VI.ii.1.13).

[10] Cfr. The Spirit of the Laws, Hafner Edition, pp. 316-9. Este modo de pensar estaba ya en las primeras obras de Smith. Por ejemplo, en su "History of Astronomy": "La humanidad, en las primeras eras de la sociedad, antes del establecimiento de la ley, el orden y la seguridad, tiene poca curiosidad por descubrir las cadenas ocultas de acontecimientos que unen los fenómenos, aparentemente ocultos, de la naturaleza" (III.1). Sin paz no hay ciencia, libertad, refinamiento, etc., "pero, cuando la ley ha establecido el orden y la seguridad, y la subsistencia deja de ser precaria, la curiosidad de la humanidad se incrementa, y sus miedos disminuyen" (III.3).

[11] LJ(B) p. 155.

[12] Cfr. Stewart, op. cit., IV.4.

[13] Cfr. J. Starobinski, "Le mot civilisation", Temps de la réflexion 4 (1983), pp. 13-51. (Citado por Pagden). Burke llegó a declarar: "los modales tienen mayor importancia que las leyes... asisten a la moral, la proporcionan o la destruyen completamente" Edmund Burke, Letters on a Regicide Peace, 1796 (The Works of the Right Honorable Edmund Burke, Londres: 1826, vol. VIII, p. 172). Una lista de libros y artículos en los que cotejar estas afirmacio­nes puede encontrarse en la nota número uno de la página 73 del libro Adam Smith's Politics, de Donald Winch.

[14] Enquiry 181. Otro pasaje de Hume sobre el mismo tema es el siguiente: "cuanto más avanzan es­tas artes refinadas, más sociales se hacen los hombres; y no es posi­ble que, enriquecidos con el saber y un acervo de conversa­ción, se contenten con permanecer en soledad, o vivir con sus co­nciudadanos en la manera distante que es peculiar a las naciones bárbaras e ignoran­tes. Se reúnen en ciudades; aman recibir y comu­nicar conocimiento, mostrar su ingenio y buena educación, su gusto en la conversación o el vivir, en el vestido y el mobiliario. La curiosidad impele a los sa­bios; la vanidad, a los necios; y el pla­cer a ambos. Se fundan clubes y asociaciones particulares por do­quier, personas de ambos sexos se co­nocen de una manera sociable y fluida, y el temperamento de cada uno, así como su comportamiento, se refinan uno de la mano del otro. De modo que, aparte de las me­joras que reciben del saber y de las artes liberales, no puede sino sentirse que del hábito mismo de conversar juntos y de pro­curarse unos a otros placer y entretenimiento proviene un incre­mento en la humanidad" (citado por Macfie en The individual in Society: Papers on Adam Smith, Londres: Allen & Unwin, 1967, p. 27).

Que el comercio civiliza era una tesis ya defendida en el siglo anterior en algunos ámbitos franceses. Uno de los primeros ejemplos es el edicto francés de 1669 sobre el comercio marítimo: "Mientras que el comercio es la fértil fuente que trae la abundancia a los estados y la esparce entre sus súbditos... ; y mientras que ningún modo de adquirir riqueza es más inocente y más legítimo... ". O en el libro de Jacques Savary Le parfait négociant, libro de texto de los hombres de negocios durante buena parte del XVII: [la divina Providencia] no ha deseado que todo lo necesario para la vida se encuentre en el mismo lugar. Dispersó sus dones de manera que los hombres hubieran de mercar y que la necesidad mutua que tienen de sostenerse estableciera lazos de amistad entre ellos. Este continuo intercambio de lo que hace confortable la vida constituye el comercio, y este comercio constituye toda la dulzura de la vida". Ambas citas están tomadas de Hirschmann, op. cit., pp. 59 y 60.

[15] Comenzaron a aparecer las enciclopedias de artes y ciencias, y los periódicos incluían columnas de proyectos utilísimos. Fue este el escenario en el que apareció el hombre de negocios en el papel de benefactor público —en la literatura, los comerciantes y mercaderes de Defoe y personajes de periódicos y obras como Sir Andrew Freeport (The Spectator), Mr. Mr. Charwell (The Guardian), Mr. Sealand (Conscious Lovers, de Steele) y Thorowgood (London Merchant, de Lillo). El mercader rudo y avaro no iba a ser timado por el golfo impúdico (situación típica en las comedias de la Restauración): se convierte en una figura de honor, mostrando la "industria infatigable, razón sólida y gran experiencia" de un Sir Andrew Freeport, que defiende el comercio como un propósito liberal. Esta condición no resulta ahora incompatible con la de gentleman, como defiende Defoe en The Complete English Tradesman, pues la riqueza del comercio mantiene los lugares privilegiados y la distinción". Así, "el gran asunto de los negocios", en frase de Defoe, no era sólo, como siempre había sido, la principal ocupación de la vida: advino de manera acusada al primer plano de la atención consciente, en gran medida porque las antiguas convenciones de la economía limitada fueron desplazadas progresivamente por nuevas oportunidades que el desarrollo técnico y la expansión del comercio permitieron. "No suficiencia para las necesidades de la vida cotidiana —se había dicho—, sino expansión ilimitada llegó a ser el propósito de los esfuerzos del cristiano" (R. H. Tawney, Religion and the Rise of Capitalism, 1933, p. 248).

[16] Véanse los capítulos tres, cuatro y cinco de su obra ya citada, Shaftesbury and the Culture of Politeness, cuya exégesis va a seguirse.

[17] "To philosophize, in a just signification, is to carry good-breeding a step higher". Cfr. A. A. C. Shaftesbury, Miscellaneous reflections, III, i (cit. por L. E. Klein, op. cit., p. 34).

[18] Así, en el Soliloquio, escribe: "La filosofía se dirige a enseñarnos a nosotros mismos, a salvaguardarnos como las mismas personas y a regular tanto las inclinaciones, pasiones y humores que nos gobiernan, que lleguemos a ser comprensibles para nosotros mismos y reconocibles por características diferentes del la mero aspecto" (Cfr.Soliloquio, III, i). Y en las Miscellaneous reflections: "la filosofía es el adiestramiento en la vida y en las manners" (III, i).

[19] Klein, L. E., Op. cit,. p. 92.

[20] Un reflejo de este cambio provocado por el advenimiento de una sociedad comercial en la conciencia social es la revista The Spectator, publicada por Addison desde 1711 a 1716, que procura proveer a sus lectores de consejos con los que orientarse y llevar una vida virtuosa y feliz en un ambiente extraño. Al igual que otras gacetas, presentaba el ideal de hombres libres de necesidad, provenientes de todas las clases sociales, que se cultivaban en cafés, clubes y salones por medio de la conversación galante. Era el reino de las "manners". Para una exposición de la participación de Smith en algunos clubes británicos, véase el artículo de John F. Bell, "Adam Smith, Clubman", Scottish Journal of Political Economy 7 (1960), pp. 108-16.

[21] Cfr. TMS V.2.10.

[22] Ibid. V.2.11. Cfr. también el siguiente texto: "... reprimir las pasiones egoístas y dejar fluir los afectos benevolentes constituye la perfección de la naturaleza humana" (ibid., I.i.5.5).

[23] Smith desarrolla tres clases de argumentos contra la existencia del estado de naturaleza:

a) uno teorético, concerniente a la naturaleza de la razón: esta es pasiva, y no nos puede proporcionar los vínculos sociales, tarea que corresponde a los sentimientos.

b) El segundo es una reductio ad absurdum, y trata de la manera en que explicaciones contradictorias del estado de naturaleza tranquilizan la imaginación. Smith desarrolla esto en su Letter to the Edinburgh Review, de 1755. Allí se refiere al reciente Discurso sobre el origen y fundamento de la desigualdad, de Rousseau ("Letter to the Edinburgh Review", en Essays on Philosophical Subjects, editado por I. S. Ross, Oxford: Clarendon Press, 1980, p. 250), y lo pone al lado de Mandeville, a fin de evaluar sus posiciones.

Comienza su examen notando que ambos hacen lugar a un estado primitivo de la naturaleza, con la diferencia de que, mientras que Mandeville lo representa como una "bellum omnium contra omnes", Rousseau lo ve como el estado más feliz y conveniente. Ambos, sin embargo, dan por sentado que el hombre es un ser individualista que se une a los demás impulsado por las circunstancias externas, es decir, ambos autores "suponen el mismo lento progreso y desarrollo gradual de todos los talentos, hábitos y artes que proporcionan al hombre la capacidad de vivir en comunidad" (p. 251), de tal forma que el surgimiento de la sociedad es un acontecimiento histórico, fechable (Smith no considera la posibilidad de que constituya una hipótesis).

De acuerdo con Smith, esto es un mero desideratum, una patraña imaginaria, crítica que se prueba por el hecho de que descripciones contrarias del estado de naturaleza sean igualmente placenteras para la imaginación: las vidas de los individuos que sufren o gozan tal estado pueden verse como indolentes o llenas de aventuras. Cualquier imagen de esa vida primigenia gusta en la misma medida. A los ojos de Smith, Rousseau es una especie de prestidigitador de la palabra. Refiriéndose a su estilo, escribe que es elaborado y elegante, pero lo suficientemente nervioso, patético o sublime, según los casos. Y aun llega a afirmar que toda su obra "consiste casi enteramente de retórica y descripción" (loc. cit.).

c) En tercer lugar encontramos un haz de argumentos empíricos, presentes en sus Lectures on Jurisprudence, y son bastante llanos: hablando sobre el contrato original, Smith mantiene que sólo unos pocos han oído hablar de él y que "no obstante, tienen la misma noción de la obediencia debida al poder soberano, que no puede proceder de ninguna noción de contrato. De modo similar, si los primeros miembros de la sociedad hubieran suscrito tal vínculo con ciertas personas, a quienes hubieran confiado el poder soberano, su obediencia hubiera descansado en tal contrato, pero esto no puede repetirse con sus descendientes, que no han firmado nada. (...) Uno no está vinculado a los servicios personales que prometieron sus antepasados (...)." (LJ (A), V. 115-6. Cfr. Hume, "Of the Original Contract", Essays, I. 447). No hay lugar ni para el supuesto consentimiento tácito que constituiría el permanecer en el mismo país, puesto que nadie ha escogido nunca dónde quiere nacer, y la mayor parte de la gente no es capaz de dejar su país sin los inconvenientes más perturbadores. Un argumento adicional es que dejar el país no implica la pérdida del deber de someterse al gobernante. Los mismos argumentos pueden encontrarse en LJ(B) 15-8.

[24] TMS II.i.3.

[25] TMS II.1.4.

[26] TMS VII.ii.3.15-6.

[27] Cfr. The Machiavellian Moment, p. 102. Analista tan fino y erudito en todos los aspectos, Pocock, sin embargo, parece reducir el alcance de la doctrina de Smith, pues prima unilateralmente los modos de producción como virtudes configuradoras de lo social, olvidando la importancia de otros órdenes. Baste el siguiente pasaje de las Lectures on Rhetoric and Belles Lettres: "esta separación de la provincia de la distribución de la justicia entre los hombres, de la de conducir los asuntos públicos y la de guiar el ejército es la gran ventaja que los tiempos modernos tienen sobre los antiguos, y el fundamento de la mayor seguridad que ahora disfrutamos, tanto respecto a la libertad como a la propiedad y la vida. Fue introducida sólo por azar, y para aliviar al magistrado supremo de las partes más trabajosas y menos gloriosas de su poder, y no ha tenido nunca lugar hasta que el incremento del refinamiento y el crecimiento de la sociedad se multiplicaron inmensamente" (LRBL ii.203). Aparte de esto, toda la Lección XXIX está dedicada a mostrar la superior justicia de Roma respecto a Grecia, circunstancia que alimentó la pervivencia del poder latino durante siglos.

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