jueves, 1 de julio de 2010

Essays in political philosophy

R. G. Collingwood, editado e introducido por D. Boucher, Clarendon Press, Oxford 1995, 237 págs.

Se reedita esta colección de ensayos que apareció por primera vez en 1989. Es mérito de David Boucher haber dado a la luz pública una parte de los manuscritos del catedrático de metafísica de Oxford que murió en 1943 vaticinando el final de la civilización europea ante la amenza nazi. El obvio interés histórico de estos ensayos, algunos inacabados o simplemente esbozados en forma esquemática, artículos perdidos o prólogos a ediciones de sus libros que nunca se editarían, no eclipsa la actualidad del pensamiento político de Collingwood; en especial si se tiene en cuenta que están escritos en pleno fervor positivista y en la confusión de las instituciones y el poder político de una Europa desalentada. La primera parte en que ha dividido Boucher los escritos reúne algunos ensayos en los que Collingwood describe su teoría sobre las formas de la razón práctica (dibujada muy por encima en su autobiografía). Collingwood propone una rectificación a todo el pensamiento político del pasado: el estudio de la razón política no puede centrarse en los atributos estáticos de la sociedad sino sobre la acción práctica, una de cuyas formas es la organización política. Es conocida la teoría collingwoodiana de los tres estados de la razón práctica según quede definida por la utilidad, la rectitud o el deber. Cada una de ellas funda un tipo de racionalidad en la que nunca desaparece el interés o el capricho, ni su dependencia con la imagen del mundo socio-históricamente configurada: la económica, la política y la ética. Lo que dice Collingwood puede parecer algo muy manido y perteneciente ya a nuestro sentido común. Pero es de mucha valentía intelectual en su tiempo afirmar que la racionalidad política se basa en unas reglas cuyo poder no se asiente en la razón o en la naturaleza sino en la genialidad -de por sí arbitraria- que busca institucionalizarse. La facticidad de ese poder encuentra sus límites en la obediencia a las reglas que prescribe. Lo cual pone en entredicho cualquier estudio sobre las reglas de gobierno que no tenga en cuenta la posibilidad y los límites de su seguimiento. En este sentido el colectivo de los gobernados posee el verdadero cetro del poder. Todo pensamiento político, según el autor, debe tener en cuenta, por tanto, qué significa conformidad a una regla, qué está implicando la regla para el que la debe seguir, y qué es obedecer a una ley. Las reglas del juego de gobierno están condicionadas históricamente hasta tal punto que no puede existir una justificación absolutamente racional de una forma de gobierno. Pero sí puede decirse que la conformidad a la regla y el castigo es algo universal de toda forma política. Un gobierno queda justificado gracias a su poder retórico de convicción. Por eso Collingwood afirma taxativamente que el auténtico poder de coacción de una forma política no es físico, sino emocional. La superioridad de la clase dirigente se funda en la genialidad institucionalida de los que han sabido abrir un nuevo camino, y han sabido ser reconocidos. Todo poder es otorgado por el afán de imitación. Collingwood se inscribe en esta primera parte en la corriente liberal tal como es entendida por él mismo: que el "Estado" no es el monopolio del poder y del gobierno. Hoy día sería encasillado entre los individualistas y en contra de los comunitaristas, en tanto que para Collingwood cuando la racionalidad política trata de invadir la racionalidad ética (el deber), se convierte en ideología fascista o nacional-socialista. La garantía del progreso moral del individuo sólo puede ser prevista desde el poder político "por defecto". Según Collingwood esta es la forma más pura de "Europa".

El segundo grupo de ensayos resultará familiar a quien conozca la última obra de Collingwood The New Leviathan. Bajo el título La civilización y sus enemigos se enmarcan algunos escritos inéditos que van desde la defensa de la filosofía en la actualidad hasta unos consejos morales (Las reglas de la vida) que el autor dió en una lección inaugural del curso oxoniense. El antiguo imperátivo socráctico "conócete a ti mismo" es una labor que requiere un esfuerzo sobrehumano en una civilización fragmentada y sin líderes. El mundo en que vivió Collingwood se caracteriza por el desencanto en el poder de la razón para solucionar los conflictos sociales. Si en el siglo XVI la filosofía se hizo cargo de dar cuenta de una imagen del mundo que exigía la inteligibilidad de la naturaleza, en el siglo XX la filosofía deberá poseer un sesgo humanista; esto es, debería hacer convincente que los problemas humanos son solucionables y apoyar a las ciencias humanas para que su aplicación esté al servicio de la libertad. En cualquier caso el "Professor" de Oxford admite que el problema de la civilización occidental no es intelectual. El cristianismo, responsable de hacer creer a Occidente en una forma de vida (la dignidad de todos los hombres), ha perdido poder persuasivo. Sin la convicción religiosa el valor absoluto de esa forma de vida pierde vigencia y se tambalean los pilares del mundo que inauguró la filosofía en Grecia. El cristianismo ha sufrido un doble destino: por un lado ha construido un código de presuposiciones que sostienen la ciencia y la historia, la práctica liberal económica, la democracia y el derecho. Pero por otro un producto suyo, el movimiento ilustrado, trató de formalizar estas premisas tachando de irracional lo que no es susceptible de formulación lógica: la emoción religiosa, la convicción, la pasión, la fe, el ritual y el culto, la magia como institución (encargada de mantener en forma regulativa esa emoción). La civilización no puede sobrevivir sin ayuda emocional. Esa es la razón, según Collingwood, de que los fascismos hayan tenido tanto éxito: han rellenado el hueco que articulaba la vida emocional y retórica. El grito agónico ante la panorámica que muestra la filosofía sólo es mitigado por una débil esperanza depositada en lo imprevisto: la aparición de genios.

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