lunes, 12 de julio de 2010

Los modales de la pasión: Adam Smith y la sociedad comercial I

Capítulo Uno: La Sociedad Pasional

El descubrimiento de América, en el XV, y las guerras de religión, en el XVI y XVII, cambiaron la percepción que Europa tenía de sí: nunca antes había sufrido el sentido común golpes que le crisparan tanto sobre sí mismo. La élite ilustrada se encontró sin un concepto compartido del bien al que apelar en caso de conflicto. Tras la polémica physis-nómos griega, quizás la surgida a finales del XVII y que se mantiene a lo largo del siglo siguiente haya sido la más virulenta y de alcance intelectual y social más amplio. Estas circunstancias hicieron que, si la noción de verdad constituyó el quicio del pensamiento del XVII, "naturaleza" —y con él, "cultura"— se destacara como el término clave del XVIII y desempeñara el papel más relevante en el esfuerzo ilustrado por liberar al hombre de sus prejui­cios.

Lo problemático de la conjugación de este par despunta en algunos momentos de la historia en forma de crisis, como una perplejidad hiriente: la propia identidad se constituye siempre referida a instituciones cifradas como naturales, como el modo humano de estar en el mundo; pero que, en ciertas ocasiones, comparecen bajo la sospecha de gratuidad o arbitrarie­dad. Entonces tiene lugar la reflexión sobre lo necesario y lo contingente, lo fundamental y lo accesorio en la vida humana, pares cuyos términos se relacionan, respectivamente, con "naturaleza" y "cultura".

En una obra ya clásica, Willey ha explicado la génesis de este concepto de naturaleza y su uso en la organización de los asuntos humanos partiendo de la conjunción de dos fenómenos: las guerras de religión y el nacimiento y consolidación de la ciencia moderna.

Los conflictos religiosos llevaron al surgimiento de la fe natural. Al establecer un disenso sobre la razonabilidad de la Escritura, los polemistas habían aniquilado la credibilidad de la revelación sobrenatural. A la postre los desacuerdos en la interpretación de los contenidos de la fe sólo podían solventarse acudiendo a la luz natural de la razón, capaz no sólo de alcanzar los preambula fidei, sino de constituirse en árbitro y juez de lo revelado. La naturaleza, que proclama su creación divina, aparece como el relevo ma­duro a lo sobrenatural."'Las obras de la naturaleza que existen por doquier evidencian suficientemente a la Deidad', dijo Locke; es decir, lo suficiente como para que seamos capaces de dispensarnos de una problemática y contro­vertida revelación". Pero la naturaleza no sólo ofrece un conocimiento de Dios a través de lo visible, sino a través de la ley moral interior, a través de la razón y de la naturaleza. A la pregunta "¿qué hay que hacer para salvarse?", la respuesta ahora es: obedece a la razón. El concepto de naturaleza asumía el pa­pel histórico de asegurar la concordia y la tolerancia, y de conducir a los hom­bres al progreso, en un discurso cuya plasmación más pura fue la Escuela Holandesa de Derecho natural.

El desarrollo de la ciencia moderna alumbró una doble consecuencia: por una parte, desplazó el recurso a fuerzas sobrenaturales o mágicas para ex­plicar los fenómenos naturales, de modo que el universo comenzó a ser consi­derado como un gran mecanismo sujeto a leyes materiales rígi­das y universales; por otra, llevó a considerar que el mundo era la otra forma de la Revelación. La ciencia es capaz de dar un fundamento racional a la fe al mostrar en todas partes el orden y la finalidad de la naturaleza. La gran maquinaria del mundo presuponía un Gran Arquitecto, ordenador de la realidad homogénea y mecánica que ha­bía descubierto Newton, de la que el mercado smithiano será el correlato económico. La ciencia empírica resultará ciencia de salvación[1].

La conjunción de un método (calcado de las ciencias naturales) y un propósito basado en una naturaleza humana homogénea e in­variable (el descubrimiento de los principios naturales del vivir social) forman el humus del que nacen las ciencias hu­manas, como explican Gusdorf, Lowie, Harris y muchos otros[2], tesis que ya forma parte del sentido común de antropólogos y filósofos sociales contempo­ráneos. En efecto, escribe Choza apoyándose en los autores antes re­señados, "la época ilustrada asiste a la constitución de las ciencias humanas: aparece la psicología asociacionista y mecanicista como primer enlace entre la psicología filosófica y la positiva, la ciencia económica y la ciencia del derecho, los primeros esbozos de la sociología y la ciencia política, la filosofía del lenguaje, la filosofía de la religión, de la cultura y de la historia"[3]. El cumplimiento de la naturaleza humana se confía a una razón científica que, tras haber logrado descubrir los principios rectores del cosmos y, por tanto, haber alcanzado cierto dominio sobre él, llegará a desempolvar los recovecos de la naturaleza humana, al modo que pretendieron Grocio, Hutcheson, Hume y Smith, entre otros. Este es el movimiento fundamental: una vez aclarada la naturaleza humana puede construirse según canon necesario la organización política natural, la socie­dad natural, etc.

Ahora bien: la búsqueda de las leyes fundamentales de la sociedad tomaría, de hecho, dos direcciones distintas, dependiendo de cómo se pensase la naturaleza humana: en primer lugar, resultaba posible apelar a la razón e intentar deducir los mandatos comunes a todos los hombres en cuanto que seres racionales. En segundo lugar, supuesto que las pasiones fueran el centro del ser humano y el único motivo de su acción, podía buscarse algo así como el "libre juego de las pasiones": ¿cuál es el modo en que pasiones e intereses privados contrapuestos vienen a confluir, pacífica o belicosamente, en la sociedad?

MacIntyre entiende que el segundo miembro de la alternativa caracterizaría a la sociedad y el pensamiento ingleses, en la medida que la obediencia política consistiría en la promoción de intereses, y estos constituirían la expresión colectiva de las pasiones e intereses individuales. Burke, aunque irlandés de nacimiento, sería ejemplo de tal postura[4].

El primer miembro de la alternativa sería netamente escocés[5]. La opinión de que los principios que deben regir la convivencia son anteriores a las pasiones e independientes de ellas ha de explicarse por referencia al hecho de que "los hábitos mentales en que se formaban [futuros maestros, abogados y pastores] eran hábitos propios de una cultura en que las tareas de la justificación racional en términos de principios con una autoridad independiente del orden social, eran centrales". Las instancias institucionales que alimentaban esta forma mentis —el sistema educativo, el legal y el teológico— requerían, en distintos niveles, el ejercicio de la justificación racional por parte de sus miembros. De hecho, explica MacIntyre, "en la Escocia de los siglos XVII y XVIII era un lugar intelectual casi común que los primeros principios a partir de los que podían justificarse racionalmente juicios subordinados por deducción, tenían la cualidad de la evidencia, que los convertía en verdades reconocibles por cualquier persona de inteligencia sana que entendiera los términos en que estaban expuestos y cuyo entendimiento no hubiera sido subvertido por doctrinas falsas"[6]. Esta es la convicción defendida en los ámbitos intelectuales escoceses de los siglos XVI y XVII por autores como Baillie y Stair[7]. Hutcheson comenzaría a producir el cambio que, según MacIntyre, puede describirse como un proceso de anglización fundado en la filosofía de Shaftesbury, y que culmina en Hume y Smith: la filosofía moral no puede descansar en principios derivados de la especulación[8]. Es necesario aplicar también en este campo el método experimental, entendido como un examen de los hechos que componen la naturaleza humana[9].

El primer lugar en que aparece clara esta postura hutchesoniana es su polémica con Clarke[10]. Hutcheson consideraba inconcebible adherirse al apriorismo respecto a la filosofía moral. Del mismo modo que no se puede estudiar a Dios únicamente a partir de nuestros conceptos, tampoco cabe hablar sobre los fines últimos del hombre sin tomar pie en la constitución empírica de la naturaleza humana: lo que resulta razonable para el hombre depende de su motivación; lo que la gente crea razonable sobre los fines últimos del hombre depende de lo que estimemos que es la naturaleza humana. Así, lo que viera razonable alguien para quien los seres humanos son capaces de perseguir únicamente los fines propuestos por el amor de sí sería distinto de lo que consideraría razonable alguien para quien los seres humanos fueran capaces de perseguir el bien común por sí mismo. De aquí concluye Hutcheson que el entendimiento en cuanto tal no puede proporcionarnos criterios de acción independientes de los contextos personales y sociales, es decir, de los modos y motivos propios de la naturaleza humana y que sólo se muestran a la observación.

Tales hechos llegaron a Hutcheson de dos fuentes. La primera es Shaftesbury, de quien aprendió, en primer lugar, que las acciones son expresiones de afectos o pasiones y están producidas por ellos; y, en segundo lugar, que ninguna pasión o afecto natural es malo por sí mismo. Cuando juzgamos virtuosa o viciosa una acción, la juzgamos como expresión y producto de cierta pasión; cuando hacemos un juicio moral sobre los afectos propios, lo hacemos en la medida que los juzgamos susceptibles de producir ciertos tipos de acción, y no otros. Vistas aparte de los afectos y pasiones, las acciones no tienen significación moral. La tarea del filósofo moral será encontrar una psicología introspectiva de las pasiones, a fin de juzgarlas más precisamente, y el principal hallazgo de tal filosofía es que hay dos pasiones o afectos principales que producen acción: el amor de sí y "un sentimiento social o sentido de camaradería con la humanidad". La naturaleza humana está, pues, polarizada en dos principios que compiten entre sí, uno egoísta y el otro altruista[11]. Lo segundo que Hutcheson debe a Shaftesbury, siguiendo con la rehabilitación de las pasiones, es el abandono del intelectualismo propio de algunas corrientes del XVII. Así, Hutcheson entraba en sintonía con el rechazo, por parte de los predicadores, del intelectualismo anterior: se estaba acuñando un nuevo lenguaje de afectos, sentimientos y pasiones.

El otro origen de las convicciones hutchesonianas sobre la naturaleza humana son los autores de lo que se ha venido a llamar "la vía de las ideas": Descartes, Malebranche, Arnauld, Locke, etc., quienes privilegian el punto de vista de la primera persona, en la medida que lo que es ha de ser construido, inferido o derivado por otros medios a partir de lo que se me presenta inmediatamente ante la consciencia.

Esta vía de la primera persona es aún más marcada en Hume, quien hizo uso no sólo de Shaftesbury y Locke, sino de Descartes, Berkeley, los escritores agustinistas de Port-Royal y la modernización de estos últimos en pluma de J. P. Crousaz. Aceptado su punto de vista, resulta inesquivable la pregunta por cómo es posible dar cuenta de la sociedad. El problema de Hume es pasar de la primera a la tercera persona, polos entre los que se teje la identidad personal, sobre la que se construyen los roles sociales. La solución, explica MacIntyre, pasa por la teoría de las pasiones. Estas son —de acuerdo con la célebre definición de Hume— impresiones secundarias que proceden de las primarias inmediatamente o por la interposición de su idea. "Sin embargo, las pasiones tienen una propiedad que las diferencia de las impresiones primarias. No son sólo estados y ocurrencias, que tienen causas como tales, sino que algunas de ellas también tienen una direccionalidad interna, una direccionalidad sobre objetos intencionales, que son ideas específicas a tipos particulares de pasión. Estas pasiones en las que una idea es componente esencial de las pasiones son las pasiones indirectas, y son ellas las que desempeñan un papel central en la generación de aquellas acciones que constituyen los intercambios y transacciones de la vida social"[12].

Entre las pasiones hay dos que desempeñan papeles fundamentales: el orgullo y la humildad, que tienen por objeto al yo. En efecto, las acciones de los demás, entendidas como signos o síntomas de sus caracteres, son las causas principales de que una persona sienta orgullo o humildad, pues el primero está estrechamente ligado al deseo de buena reputación. Y las cualidades de las que nos enorgullecemos son aquellas por las que buscamos la admiración de los demás (y ellos la nuestra). Lo que es más: las cualidades que en nosotros despiertan orgullo, halladas en los demás despiertan nuestro amor. Nuestras pasiones están, por tanto, ineludiblemente caracterizadas, al menos en parte, por respuestas ajenas, a las que, a nuestra vez, respondemos. Este es el modo en que un yo, a través de la reciprocidad de las pasiones, se concibe como parte de una comunidad, con una identidad adscrita por otros, y entra en el juego social.

La sociedad es descrita como un tapiz de reconocimientos articulados en torno a la propiedad privada, ocasión principal, a juicio de Hume, del surgimiento del amor y el orgullo. Además, las pasiones, como pensara Hutcheson, son la única fuente de acción: podemos razonar sobre comportamientos posibles, pero ningún razonamiento puede movernos a actuar. Las pasiones guardan con las acciones la misma relación que las causas no racionales con sus efectos[13]. El lugar que queda al razonamiento es identificar los medios idóneos para el fin propuesto por la pasión y ordenar las cosas de modo que el interés a largo plazo prevalezca sobre el interés a corto plazo. La "subversión anglizante" de Hutcheson y Hume está suficientemente cumplida: cabe pensar la sociedad como una red de transacciones establecidas en términos de pasión, lo que viene a ser equivalente, atendiendo a los presupuestos humeanos, a un engranaje de causas naturales. Y esto es anglizante, a juicio de MacIntyre, en la medida que se separa de la tradición escocesa de justificar racionalmente la propia cultura.

Hasta aquí el relato, en parte comentado y alterado, de MacIntyre. Es preciso, claro y útil. Ahora bien, si atendemos a criterios más específicos podemos contar la historia con mayor detalle: cabe pensar gran parte de la filosofía moral en los siglos XVII y XVIII como un debate cuyo argumento es teológico en origen y que acaba por marcar el pensamiento social ilustrado, al menos en Francia y Gran Bretaña. La tesis es la siguiente: la "dualidad en los principios regulativos de la naturaleza humana" de que habla Sidgwick, la oposición entre egoísmo y altruismo, es el patrón sobre el que se configuraron las opiniones más centrales de este período en torno a la sociedad. A la subversión anglizante consistente en privilegiar la pasión, puede añadirse otra, galizante: arranca de la doctrina rigorista de la depravación total del hombre y pone al amor de sí que llevó a nuestros primeros padres al pecado, como motivo fundamental de acción. En este capítulo se intentará forjar una narrativa que haga comprensible sobre todo esta "subversión galizante". El objetivo es hacerse cargo de los elementos conceptuales con que cuenta Smith para construir su teoría social.

Las divisiones de este capítulo no forman un razonamiento lineal, sino calas progresivas en el mismo tema, el auge de la dicotomía egoísmo-altruismo, conjugando distintos puntos de vista. El primer epígrafe, bastante más breve que el resto, presenta el empeño del XVIII por diseñar una sociedad en la que puedan armonizarse los intereses particulares. Esta sociedad sería un microcosmos, y la ciencia organizadora lo más parecido a una física social. La gran mayoría de los autores coinciden en emplear la dicotomía entre interés propio y ajeno para dar cuenta del funcionamiento de la sociedad, aunque difieran las interpretaciones sobre la calidad de ese amor de sí. La prevalencia de este amor vicioso, que muchos consideraban el motivo universal de acción, comenzó a afianzarse en círculos estrictamente filosóficos a raíz de la extensión, en salones y universidades, del rigorismo neoagustinista que entendía la naturaleza humana como radicalmente depravada. A esto ayudó el desprestigio de la razón y el consiguiente auge de la dinámica pasional, gestado en la Baja Edad Media y en los comienzos de la Moderna.

El segundo y tercer epígrafes dan una vuelta de tuerca sobre lo anterior, y se dedican a estudiar estas doctrinas, concluyendo con el realce del estatuto privilegiado que la pasión alcanzó sobre lo racional en la filosofía que Smith asimilaría, principalmente de Hutcheson y de los moralistas franceses: la única tarea de la razón es escoger el mejor camino para la realización de los fines escogidos por las pasiones. En el plano de la interacción social, puesto que esta está supuestamente causada de modo mecánico por las pasiones, lo fundamental será conseguir que las pasiones más perjudiciales sean contrapesadas por otras, menos dañinas o benignas. El epígrafe cuarto intenta dar una idea de la difusión y características de esta doctrina del contrapeso.

1. La confluencia de intereses

El establecimiento de los principios empíricos de la vida en común, la armonización de los intereses particulares, debería tener como resultado algo similar a la formulación de la ley de la gravedad, rectora del resto de elementos físicos. Así, se llegó a concebir "la esperanza de descubrir un principio análogo capaz de servir al establecimiento de una ciencia sintética de los fenómenos de la vida moral y social"[14]. Se pensaba que las ciencias sociales "estaban encontrando en el mundo de los hombres y en todas sus obras voluntarias indicaciones plenas de la posibilidad de un cosmos humano y social armonioso, y de las reformas necesarias para su realización"[15]. Este cosmos comprendería un mundo de individuos libres, que persiguieran racionalmente la satisfacción de sus deseos naturales, y, al hacerlo, actuaran siempre de maneras que casaran como partes apropiadas de un sistema ordenado de procesos sociales[16]. La comparación es la siguiente: de la misma manera que se ha descubierto una fuerza centrípeta, la gravedad, que contrapesa el trabajo centrífugo de los cuerpos, debe haber un impulso en la sociedad que tienda a la cohesión, que compense la búsqueda de intereses particulares, contrarios en su dirección a un hipotético centro común, imagen del núcleo social.

Una vez aceptada como marco conceptual la dicotomía entre intereses particulares e intereses públicos, cabe distinguir, con Halévy, al menos, tres propuestas de integración posibles[17]. En primer lugar, podría admitirse que la identificación del interés personal y el general se produce espontáneamente dentro de cada conciencia individual por medio del sentimiento de simpatía, que nos hace tomar interés de modo directo en la felicidad del prójimo; a esto se le podría llamar el principio de la fusión de los intereses.

Si se concede el predominio de motivos egoístas, hay dos vías interpretativas distintas del principio de utilidad, que dan lugar a las otras dos tesis. En primer (segundo) lugar: puesto que el motivo humano principal es el egoísmo y la raza humana sobrevive, debe admitirse que los egoísmos se armonizan por propio acuerdo y traen automáticamente el bien del todo. Es la tesis de la identidad natural de los intereses —propia de la economía política, a juicio de Halévy—. Si se argumenta que esta identificación es sólo paulatina, nace la teoría del progreso. También es posible negar, segunda (tercera) tesis, que esos intereses vayan a armonizar nunca, a no ser que el legislador se lo proponga. Es el principio de la identificación artificial de los intereses.

Atendiendo a esta clasificación, podría cartografiarse casi exhaustivamente el pensamiento moral y social británico de los siglos diecisiete y dieciocho, que tiene como eje la índole de la naturaleza humana, expuesta en términos de pasiones de signo egoísta y/o altruista: así, la regeneración smithiana de las pasiones proviene de Hume, por una parte, pero también puede verse como prosecución de la crítica a Hobbes y Mandeville comenzada por Shaftesbury y continuada por Hutcheson. Hobbes había hablado de una naturaleza humana que hace al sujeto perseguir destructivamente su propio interés[18]: tras la publicación del Leviathan se produjo una polémica encarnizada sobre la índole de la naturaleza humana. Para Hobbes no existe contrapeso natural a esa tendencia centrípeta, cualquier acción humana busca poseer a toda costa; si a esto se une que todos tienen derecho a todo, la consecuencia es la lucha universal. Shaftesbury fue un ejemplo típico de la defensa de un cosmos ordenado y armonioso, una de cuyas partes era la conducta humana. La belleza y la bondad son predicados reales de las acciones que, en la medida en que pueden resolverse en armonía, se incrustan en la armonía entendida como ley ontológica de constitución del universo. En tanto que la naturaleza, también humana, obedece a la ley de la armonía, nada realmente natural es malo, con lo que —contra toda forma de positivismo moral— la naturaleza es criterio de bondad. Shaftesbury se esfuerza por mostrar, por una parte, la socialidad natural del hombre, haciéndola depender de unos sentimientos que son intrínsecamente tan sociales como buenos, y, por otra, por probar, contra la ortodoxia reformada, la posibilidad de que el hombre lleve a cabo acciones naturalmente buenas. Esta es la razón de que subraye la posibilidad tanto del desinterés como de la benevolencia.

Shaftesbury, profundamente antimecanicista, insiste una vez y otra en la teleología natural, pero su postura se vio transformada —y también reforzada— posteriormente por la teoría newtoniana de que podía darse cuenta de la armonía del universo físico por medio de la acción amalgamante ejercida por la fuerza de la gravedad. Los conceptos de "sistema" y "mecanismo" penetraron el sentido común de la sociedad, haciendo que pareciese natural la búsqueda de las leyes del sistema cultural. De modo similar, como ya se ha dicho, se concibió la idea de que la armonía de la sociedad debería atribuirse a una especie de "gravedad" moral que contrarrestase las fuerzas egoístas. Estas imágenes son especialmente nítidas en la obra de Hutcheson, quien reaccionó no sólo contra las teorías originarias de Hobbes, sino también contra su reedición en pluma de Mandeville. Este, en su Fable of the Bees: or, Private vices, Publick Benefits; with... a Search into the Nature of Society, había reiterado la tesis de que la fuerza motora de las acciones humanas era el egoísmo. El sentimentalismo moral de Shaftesbury no tiene sentido, porque ninguna virtud puede contrapesar el propio interés. Hutcheson creía representar más adecuadamente la naturaleza humana al asignar a la benevolencia un lugar de privilegio: "Esta benevolencia universal hacia todos los hombres podría compararse a aquel principio de gravitación, [que], como el amor de benevolencia, se incrementa según disminuye la distancia, y es más fuerte cuando los cuerpos vienen a tocarse entre ellos"[19]. Y al mismo tiempo reconoció la relevancia del interés propio para el funcionamiento de la sociedad, puesto que "la benevolencia general no es, por sí sola, motivo suficientemente fuerte para la laboriosidad, para soportar el trabajo y la fatiga, y muchas otras dificultades a las que nos enfrentamos por el amor de nosotros mismos. Por tanto, para fortalecer nuestros motivos para la laboriosidad, tenemos las atracciones más fuertes de la sangre, de la gratitud, y los motivos adicionales del honor, e incluso del interés externo. El amor de sí es realmente tan necesario para el bien del todo como la benevolencia; en cuanto atracción que causa la cohesión de la parte es tan necesaria para el estado normal [regular] del todo como la gravitación"[20].

Las distintas posturas ante lo social difieren, por tanto, en el uso que hacen de la distinción entre interés egoísta e interés altruista, pero no plantean una clave de lectura distinta: puede pensarse que el egoísmo es el único resorte de la acción (Hobbes y Mandeville), que complementa a otras pasiones, como la benevolencia, o es contrapesado por ellas (Hutcheson), que no es el motivo universal (Hume) o que puede constituir un motivo laudable (Smith). Pero en ningún caso, al menos en los autores de conocimiento más común, se pone entre paréntesis la contraposición de intereses en términos de atracción y repulsión. En este capítulo se intentará continuar una línea de investigación muy reciente que busca acercar a Smith a la tradición de la filosofía moral europea —contrapesando el hincapié hecho por los estudios de economistas e historiadores—. El objetivo es mostrar el origen continental, en los "Tratados de las pasiones", de algunos conceptos fundamentales en Smith, algo que los estudiosos anglosajones, salvo excepciones como Lovejoy, dejan de lado o sólo tratan de pasada. Llevar esto a cabo es inserir a Smith en una narrativa cuyo tema principal es el auge y la caída de la doctrina de la total depravación humana, conocida como "neoagustinismo": desde que Adán puso el amor de sí por encima del amor a Dios, la naturaleza humana es incapaz de ejercer acciones virtuosas. La historia puede contarse como la lucha entre un amor radicalmente corrupto, motivo de acción del hombre natural, y otro, a Dios, nacido de la gracia. Este debate, inicialmente teológico y moral, se trasladó al ámbito social en forma de paradoja: ¿cómo es posible el orden de una sociedad cuyos miembros actúan movidos principalmente por el amor de sí, soberbio y avaricioso? Si se pudiera mostrar suficientemente la relevancia de este planteamiento para la obra smithiana, se obtendría una falsilla muy útil en su lectura y evaluación.

2. Neoagustinistas: la sociedad enferma

La fuente del optimismo victoriano acerca del hombre tiene su origen a finales del dieciocho, cuando la fe en la perfectibilidad del hombre y en el continuo progreso de la raza humana comenzaron a ganar el asentimiento general[21]. Una estatua representando a un estadista de la época victoriana tiene sobre su pedestal una inscripción típica de esos años: "creyendo en Dios, no le podía faltar la fe en el hombre". Pero esta convicción había sido precedida, como ya se ha indicado, por la opuesta: desde mediados del siglo dieciséis hasta principios del dieciocho existía la costumbre de caracterizar al hombre como perverso, y de satirizarle por su incapacidad para obrar intencionadamente en beneficio de los demás.

El fondo intelectual de esta idea es lo que se ha venido a llamar "dogmatismo reformado" o "escolasticismo reformado", y que dominó las distintas naciones europeas reformadas desde, más o menos, 1580 hasta comienzos del siglo dieciocho. Emergió a finales del período de la Reforma, y fue expuesto por teólogos cuyos nombres no nos resultan ahora familiares: Lambertus Danaeus, Jeronimus Zanchius, Marcus Friedrich Wendelin, Gisbertus Voetius, Franciscus Turrentinus y Benedictus Pictet. Estaba elaborado en lenguaje escolástico y didáctico, en respuesta al reavivamiento del tomismo por parte de los jesuitas del siglo dieciséis, y a distinción del aristotelismo luterano de autores como Johann Gerhard. Los reformados volvieron a una escolástica agustinista que encontraron en los escritos de Agustín de Hipona, Anselmo, Pedro Abelardo, Hugo de San Víctor y las Sentencias, de Pedro Lombardo. El origen en Agustín de Hipona es que la voluntad, determinante último de la acción, puede dirigirse a Dios o a nosotros mismos. Adán le impidió dirigirse al bien, y como el resto de las potencias humanas dependen de la voluntad, desde entonces carecemos de recursos para ser libres: elegimos mal porque nuestra voluntad le ha dado la espalda al bien. Sólo la gracia podría rescatar a la voluntad de tal condición. Así, Agustín de Hipona afirma tanto la necesidad de la gracia como la de que la voluntad le corresponda libremente. El vicio fundamental es la soberbia; la virtud fundamental, la humildad. De aquí que los "neoagustinistas" sostuvieran, entre otras tesis, que (1) el estado natural o condición de lo humano es el pecado; (2) que todos los hombres aspiran a la condición de la beatitud; (3) que algunos, pero no todos, están predestinados a la felicidad eterna; (4) que los signos o marcas de la elección divina están señalados en la observancia regular de la ley natural y divina; (5) que las sociedades están formadas para capacitar a los hombres a vivir de acuerdo con la ley de Dios y de la naturaleza, aun aquellos no regenerados, que carecen de la motivación para vivir de acuerdo con la ley[22]; y (6) que los gobernantes muestran signos de la predilección divina. El hombre, por tanto, sólo puede salvarse mediante la gracia, pues su naturaleza está completamente corrupta: ninguna acción proveniente de disposiciones naturales puede ser realmente virtuosa. Estas doctrinas, junto con muchas otras, fueron debatidas y codificadas en el sínodo de Dort, en la Westminster Confession y en la Formula Consensus Helveticae. Su establecimiento en las universidades escocesas tuvo lugar a finales de la última década del XVII[23], pero su núcleo ha de identificarse con anterioridad a tal momento, y situarse en los círculos reformados y en los jansenistas.

Así, por ejemplo, Daniel Dyke escribió antes de 1614 un grueso volumen titulado El misterio del autoengaño, en el que expone cómo los motivos reales de nuestras acciones nos son desfigurados por el orgullo. También en Malebranche puede encontrarse esta doctrina: las pasiones buscan justificarse a sí mismas y, actuando sobre la razón a través de la fantasía, representan las cosas según están relacionadas con ellas, no con la realidad[24]. El Abbé Jacques Esprit publicó también un tratado en 1678 sobre este tema, con el título De la Fausseté des vertus humaines, impreso en inglés en 1706, al que se añadieron las Reflections de La Rochefoucauld. La tesis central de esta obra era que los hombres siempre actúan por motivos indignos, y resulta interesante notar que es considerada ya como un lugar común: "todo el mundo admite que [los hombres] actúan comúnmente por interés o vanidad". Jacques Abbadie, teólogo protestante francés que emigró a Inglaterra en el XVII, escribe en su L´Art de se connoistre soy-meme que la capacidad inventiva de la mente humana para descubrir razones favorables a lo que desea es estimulada por el placer, mientras que el reconocimiento de razones contrarias es ralentizado por la "inatención voluntaria" del corazón. La razón sólo existe en la medida que nos capacita para percibir objetos[25]. Una gran parte de La Rochefoucauld y La Bruyère consiste simplemente en ilustraciones y variaciones sobre las ideas de los teólogos. Lo mismo sucede en Inglaterra con, por ejemplo, Lord Halifax y Soame Jenyns en el dieciocho.

Esta soberbia que dirige el obrar humano se presenta también como deseo de ser aprobado. La condición soberana de esta pasión —entendida como interés egoísta— fue tan grande que buena parte de los moralistas intentaron derivar el resto de afectos a partir de ella, práctica denunciada por Hume. Lord Halifax, por ejemplo, escribió en el último cuarto del diecisiete, en sus Miscellaneous Thoughts: "El deseo de tener hijos es tan efecto de la vanidad como de la buena naturaleza. Los hombres aman a sus hijos no porque son plantas prometedoras, sino porque son suyos... El orgullo en esto es a veces confundido con el amor"[26]. Ya fuera inconsciente (Abbadie) o conscientemente (La Bruyère), el hombre actúa siempre por vanidad. De hecho, podría pensarse que la principal distinción entre los animales y el hombre es la presencia en este del orgullo. Así, las pasiones quedarían divididas en dos grupos: el orgullo y el resto. "Puesto que el deseo del placer nos es común con los animales y se define principalmente en términos corpóreos, la virtud tiene que consistir en lo arduo, y los hombres son llevados a la consecución de la virtud por el deseo de gloria" (de Mariana, en De rege)[27]. La Placette subsume todos los deseos humanos en voluptuosidad y deseo de gloria y alabanza. Rousseau adoptaría también, aunque ni constante ni coherentemente, esta dicotomía. El amour de soi se divide en, por una parte, los afectos que surgen naturalmente y no hacen diferencia entre el yo y los demás; y, por otra, el amour-propre, que implica comparación y, por tanto, deseo de atención[28].

Ahora bien: la vanidad humana no sólo resulta compatible con acciones beneficiosas, sino que en ocasiones llega a ser sustituto de la verdadera bondad. Algunos griegos y romanos habían considerado ya el deseo de aprobación como una virtud, siempre que no se exagerase. Esta virtud es la megalopsychia. Cicerón escribió en De Finibus: "Los sabios, tomando la naturaleza como guía, hacen de la virtud su objetivo; por otra parte, los hombres que no son perfectos pero que están dotados de mentes excelentes, son a menudo incitados por la gloria, que tiene la apariencia y la semblanza de la honestas". Abbadie, por su parte, dirá que el deseo de ser aprobado es irreductible a todos los demás, y que se debe sólo a la bondad del Creador, quien, deseando el buen funcionamiento de la sociedad, lo proporcionó como sustituto de la razón y la virtud: la razón no es capaz de mover sin sentimientos, convicción heredada más tarde por Hutcheson, Hume y Smith. Abbadie, protestante francés exilado en Inglaterra, escribe que "el mundo racional es una sociedad de personas unidas por la estima"[29] (en otros lugares hablará despectivamente de la gloria, considerándola una subespecie del orgullo). Los ejemplos son numerosos: Sir Richard Blackmore (An Essay upon False Vertue, 1716), John Ray (Three Phsycho-Theological Treatises, 1692), Young (Love of Fame the Universal Passion) y otros. Wolff considera que la gloria suscita el resto de las pasiones. Vauvenargues, lo mismo. Pope también defenderá que el deseo de ser alabado fomenta la concordia en la sociedad. Mandeville, por su parte, afirmará que el paso del estado de naturaleza a la civilización se apoya en el orgullo de los hombres de pertenecer a una especie racional, lo que les lleva, guiados por los legisladores, a comportarse como seres racionales[30]. Hume observa que "Nada es más usual en filosofía, y aun en la vida corriente, que hablar del combate de las pasiones y la razón, y afirmar que los hombres son virtuosos sólo en la medida en que se atienen a los dictados de esta. La mayor parte de la filosofía moral parece fundarse en este método de pensamiento. A fin de mostrar la falacia de esta filosofía, intentaré probar, primero, que la razón por sí sola no puede nunca ser motivo de una acción de la voluntad; y, en segundo lugar, que no puede nunca oponerse a las pasiones en la dirección de esta"[31]. El sustituto de la virtud es el deseo de fama: "Un resorte de nuestra constitución, que añade una gran fuerza a los sentimientos morales, es el amor a la fama; que rige con autoridad tan exenta de control en todas las almas generosas, y es a menudo el gran objeto de nuestros proyectos y empresas. Por nuestra continua y honrada búsqueda de carácter, nombre y reputación en este mundo, pasamos revista a nuestro comportamiento y conducta, y consideramos cómo aparecen ante los ojos de los que se nos aproximan y contemplan. Este hábito constante de escrutarnos, por así decirlo, reflexivamente, mantiene vivos todos los sentimientos de corrección e incorrección, y genera en las naturalezas nobles una cierta reverencia por sí mismos y por los otros que es, con toda seguridad, el guardián más seguro de toda virtud (...)"[32]. En otro lugar dirá que el amor de la gloria de las gestas virtuosas es prueba segura del amor de la virtud"[33].

Otra razón para considerar el deseo de emulación como diferencia respecto a los animales es la capacidad de cambio de los modos de vida. Burke escribió en 1756: "Dios ha implantado en el hombre un sentido de ambición y satisfacción al contemplar que excede a sus congéneres en algo considerado valioso entre ellos. Esta pasión conduce a los hombres a todos los modos que emplean en señalarse"[34]. Rousseau unirá las dos concepciones de la diferencia del hombre, orgullo y progreso, en el Segundo Discurso, al ofrecer uno de los primeros intentos modernos de trazar el avance gradual de la humanidad[35]. Todas las artes y las ciencias deben su desarrollo al orgullo que, por otra parte, también es causante de la mayor parte de los males de la humanidad.

La fuerza motora de la sociedad es, por tanto, el propio interés, vicioso y corrupto, pero capaz de desempeñar la función de la virtud. Lo que llama la atención en este planteamiento general es el cambio de la decisión y la voluntad, como elementos conceptuales, por lo pasional. Se puede hacer esto si tiene uno buenas razones. Pero si aceptamos la causalidad de las pasiones sobre la acción, sin tomar en cuenta otras instancias, parece quedar en el aire la libertad del actor social: ¿Soy yo el que actúa o, por así decirlo, hay fuerzas que pasan a mi través y se manifiestan en acciones, de modo que mi único estatuto es el de observador?[36]

Algunos autores han empleado conceptos como "voluntad" o "yo en acción" para designar el acto de poner en que consistiría la acción social. Parece que dejarlos de lado no es una ganancia, a menos que se proponga algo mejor, porque entonces se desdibuja la diferencia entre lo que me pasa y lo que hago, entre la aportación de la libertad del actor y el acontecimiento natural. La sociedad se aproxima entonces a la imagen del sistema homeostático en que se contrapesan fuerzas, y que responde puramente a las leyes de la física. Los saltos en las conexiones causales deberán ser interpretados como una incapacidad por nuestra parte para identificar el proceso causal relevante. Cualquier teoría de la acción se convierte en mecánica pasional, y la ciencia social en física. Esto es, a grandes rasgos, lo que sucede en los planteamientos del dieciocho británico, incluido el smithiano; y ese proceso en el que se reducen las instancias de acción a lo pasional y deseante tiene como argumento principal la sustitución del apetito racional por la dicotomía entre interés propio y ajeno, y los modos inventados para integrar estos en una sociedad armoniosa.

En efecto, puede leerse parte de la psicología racional y de la teología moral entre los siglos trece y dieciocho como un proceso en que razón y voluntad pasan a operar por separado, lo que conduce a problemas conceptuales. En primer lugar, la racionalidad deja de ser criterio de la acción, de forma que esta viene a ser juzgada por cierta proporción entre las pasiones o por el amor, egoísta o altruista, que es su motivo, lo que plantea un problema: en caso de que algunas pasiones entren en conflicto, ¿cuál es la instancia desde la que se dirime la disputa? La única solución posible, si lo racional es impotente ante las pasiones, es que estas se contrapesen entre sí. En segundo lugar, la voluntad, al no ejercer la razón causalidad formal y final sobre la razón, pasa a ser mera espontaneidad, con lo que se confunde con los apetitos sensibles, con los sentimientos y pasiones. Pasa a ser una pieza inservible en la teoría de la acción (y sin repuesto).

El peso de estas consideraciones para evaluar el planteamiento de Smith es mucho: una teoría de la sociedad depende de una teoría de la acción. No es indiferente qué elementos se empleen en su desarrollo. Así, no se piensa lo mismo sobre la sociedad si uno cree que la acción es causada nomológicamente que si opina que es libre. Podrá construirse sólo un cierto espectro de discursos sobre la interacción social si uno desdibuja la diferencia entre lo que hace y lo que le pasa, si renuncia a distinguir entre lo que algunos han llamado "voluntad", el centro de decisión, y las pasiones, cuyo control despótico no está en mi mano. El siguiente epígrafe trata de hacer ver las raíces del planteamiento de Smith. Se trata ahora de determinar la doctrina que Smith articula respecto a las instancias de decisión. Para llevar a cabo esta tarea será necesario traer a discusión autores que no suelen aparecer en las historias del pensamiento social. La pertinencia de su inclusión en esta exposición habrá de justificarse desde ellos mismos.

3. El privilegio de la pasión

La historiografía más reciente subraya la importancia de la discusiones en psicología moral, especialmente de los moralistas franceses, para esclarecer el contexto intelectual en que nacen las ciencias sociales. La recientemente aparecida monografía de Heilbron resulta muy significativa de esta tendencia[37]. Sin embargo, quizá haya sido Levi[38] quien en el seno de la tradición británica ha dado mejor cuenta de la historia del conflicto entre la razón y las pasiones desde los planteamientos del siglo trece hasta la psicología moral omnipresente del dieciocho. Esto permite hacerse cargo con un mínimo de conciencia histórica de los supuestos fundamentales presentes en el nacimiento ilustrado de las ciencias sociales. Sólo así, a la vista de un largo y tortuoso proceso histórico, cabe comprender por qué la teoría de las pasiones se convierte en el punto de partida del análisis de la interacción social y, por tanto, en el enfoque desde el que se consideran los fenómenos sociales.

El desdibujamiento entre el apetito racional y el sensible, con la subsunción del primero en el segundo, y el arrinconamiento consiguiente de la voluntad, por una parte; y la oposición directa de una razón meramente especulativa con las pasiones[39], por otra, son los dos acontecimientos que propiciaron la polémica casi universal, en los siglos diecisiete y dieciocho, sobre egoísmo y altruismo, que pasaría a caracterizar gran parte de las doctrinas sobre la sociedad. El contexto de su génesis es teológico, y tiene a Agustín de Hipona como punto de referencia. De hecho, en ninguno de los debates del diecisiete, ni en el referente a las congregaciones de auxiliis (sobre las relaciones entre voluntad libre y gracia) ni en la controversia sobre la depravación del hombre, se dudó de su autoridad.

Precisamente en el decimocuarto libro de De civitate Dei, defiende Agustín de Hipona un criterio moral distinto a la racionalidad, al admitir la posibilidad de una tristeza virtuosa. Así, los afectos virtuosos se distinguirían de los viciosos no por el criterio de racionalidad, sino por la cualidad moral del amor que gobierna a la voluntad. Los contornos de este planteamiento se aprecian mejor al contrastarlos con la postura alternativa de Tomás de Aquino, para quien no hay mal o bien moral hasta que la voluntad acepta el objeto del apetito sensible, con lo que puede preservar la racionalidad como criterio para la bondad o maldad de un acto sin que por ello sean malas las pasiones. Donde falta tal distinción de apetitos, como en los neoestoicos o neoplatónicos, no parece haber base para distinguir el acto de la pasión del acto de consentimiento, con el corolario de que, entonces, la racionalidad exige la ausencia de pasiones.

Vives, siguiendo a Agustín de Hipona afirma que la voluntad es "domina et imperatrix", pero también ciega, por lo que tiene que ser iluminada por la inteligencia. Así, la libertad recae completamente del lado de la voluntad, que es independiente de toda influencia intelectual. Inteligencia y voluntad se escinden en su operar. Tenemos una voluntad que, ciertamente, necesita la guía de la inteligencia, pero que es esencialmente espontánea en su libertad de escoger, y sobre la que el bien percibido racionalmente no ejerce ya su causalidad final. Resulta difícil ver cómo un acto puede ser racional y libre.

Además de por los agustinistas, este divorcio entre las facultades racionales fue fomentado por algunos neoestoicos, que confiaron en la razón hasta el punto de excluir la voluntad. Pocos moralistas del siglo diecisiete refirieron explícitamente la recta razón a la armonía con el principio inmanente del mundo que constituía la ley moral para los estoicos. Pero, por analogía, la palabra "razón", aun en su uso más escolástico, fue investida de una función ajena a ese uso. La hegemonía de la razón en el alma era invocada para establecer la moralidad de los actos de la voluntad, aunque en el sistema moral escolástico la probidad dependía no de la hegemonía de la razón, sino de la relación afirmada en los actos especulativos de la razón práctica entre los objetos propuestos a la voluntad y el último fin del hombre. Donde había recta razón no podía haber, para los estoicos, pasiones. La apatía equivalía a racionalidad.

La conocida distinción "real" tomista de intelecto y voluntad —por traer a la discusión al autor a quien se refirieron casi todos los escolásticos y gran parte de los moralistas posteriores— no equivale a la distinción de substancias a la manera estoica: las facultades no pueden operar independientemente una de la otra, y, en efecto, la voluntad es, en cierto sentido, el dinamismo del intelecto, pues le induce a hacer juicios al desear la percepción de la verdad como un bien. Sin el apetito de la voluntad, el intelecto no podría funcionar. Pero la voluntad, a su vez, es dependiente de la operación del intelecto, puesto que su objeto, el "bonum intellectum", y sus actos dependen de la causalidad formal y final del bien, que puede ser percibido sólo por el intelecto. El intelecto y la voluntad son mutuamente dependientes. Puesto que el intelecto mueve la voluntad al presentarle ese "bonum intellectum", se dice que el entendimiento mueve a la voluntad con respecto a la determinación o especificación del acto. Puesto que lo verdadero no sólo es el objeto, sino también la perfección del intelecto, es un aspecto particular del bien y, por tanto, la voluntad mueve al intelecto en el ejercicio del acto.

La razón es, por tanto, para Tomás de Aquino, norma de moralidad de una manera distinta a los estoicos: en sus obras más tempranas, Tomás de Aquino se inclinaba a hablar de la norma moral en términos de la conformidad de un acto con el fin último del hombre. Con posterioridad, al comentar la Etica de Aristóteles, habla de la concordancia con la recta razón. Pero ambos criterios son de hecho el mismo, puesto que un acto es concorde a la razón sólo si está dirigido al fin último del hombre[40]. Y por "recta razón" Tomás de Aquino entiende el juicio del intelecto práctico, que enjuicia la conformidad de un objeto con el fin último del hombre. Lo contrario es la "ratio errans". Estamos tratando aquí de dos categorías distintas de juicios de la razón práctica. El juicio que trata de la conformidad del objeto propuesto con el fin último del hombre, también conocido como juicio de conciencia o "razón recta", es referido por los escolásticos tardíos a la razón "especulativa-práctica". Este juicio ha de ser distinguido del acto de elección con el que siempre concurre el acto de la voluntad, y que es referido a la razón "último-práctica". Puesto que es función de la razón práctica ordenar los fines particulares con miras al fin último del hombre, proporciona el criterio de la moralidad de actos subsiguientes de la voluntad descubriendo la relación de un bien particular a este fin en el juicio especulativo-práctico. Este "dictamen" de la razón práctica es el juicio de conciencia, e influye a la voluntad sin determinarla. El acto de la voluntad que corresponde al último juicio del intelecto práctico, el juicio último-práctico, puede, por tanto, diferir del acto de conciencia, como sucede en el pecado. Este juicio último-práctico ha sido fuente de controversias sin fin, y es la pieza clave de la concepción que un autor tenga de la libertad: si la voluntad tiene que elegir en un último acto y, de suyo, no es una instancia cognoscitiva, ¿ha de seguir necesariamente el juicio que le propone la razón? Entonces no sería libre. Si, por otro lado, no es cognoscitiva y, sin embargo, elige, es irracional. Este es el dilema al que conduce la separación de las facultades. Para Tomás de Aquino, el acto de elección es libre precisamente porque es racional, y en esa medida, natural, porque es de la naturaleza humana ser racional.

Unos años más tarde, Escoto consideraría las categorías de "libre" y "natural" como mutuamente excluyentes, negando que la voluntad, siendo libre, pudiera ser también natural. El dieciséis tendió a aceptar el dilema: Cayetano dice que la voluntad es natural y que la libertad proviene del juicio del intelecto. Báñez le seguirá. Suárez negará que la voluntad sea natural, y afirmará que se determina con independencia del juicio de la razón práctica. Molina niega el poder de la voluntad para determinar al intelecto aun "ad exercitium", y discrepa de la opinión tomista de que la moralidad de un acto de la voluntad dependa únicamente del objeto. Esta es una mala interpretación de la teoría de Tomás de Aquino de la causalidad formal del entendimiento, pero también priva de sentido a la descripción "apetito racional" referida a la voluntad. La voluntad es causada eficientemente por el intelecto. Ya no se puede distinguir los actos de la voluntad de los movimientos del apetito sensible. Suárez dirá que la voluntad es espontánea e independiente de cualquier juicio preferencial de la razón. En este caso, si todo el acto se atribuye a la voluntad, resulta más fácil mantener la oposición razón-pasión. Los moralistas del dieciséis y diecisiete, que considerarán intelecto y voluntad bajo la luz de estoicos y neoplatónicos respectivamente, contribuirán a la separación de las dos facultades.

Este es el caso de los neoestoicos Du Vair y Charron. Este cita por extenso al primero, y el uso que hace de la imaginación le permite dar cuenta de la suscitación de las pasiones en el alma sin tener que recurrir a un dualismo exagerado, a fin de preservar la esencial integridad de la razón como norma ética. Así, se salva el estatuto estoico de la razón aun cuando esta se ha convertido en una mera facultad especulativa paralela a una voluntad apetitiva. La importancia del papel de la imaginación resulta considerable, como posteriormente en Hume y Smith. Como el asiento del error que es implicado por la pasión o constitutivo de ella, la imaginación preserva a la razón de las pasiones.

Para los escolásticos, por su parte, los actos del apetito sensible, o pasiones, habían sido evocados por la imaginación, que actuaba sobre el conocimiento derivado de los sentidos. Pero toda la doctrina de los sentidos internos deja claro que los actos del apetito sensible no estaban restringidos a los objetos puramente materiales de los que deriva el conocimiento sensible. Los neoestoicos, bajo la influencia platónica dualista (proveniente de Marsiglio Ficino), interpretaron el apetito sensible, cuyos actos eran las pasiones, como dirigidos exclusivamente a los objetos sensibles de los sentidos. Du Vair, por ejemplo, igualando el "bonum sensibile" con un bien material, considera el objeto de la pasión como un bien aparente o ilusorio. Justus Lipsius también aísla las pasiones del alma o la razón.

Si la teoría ética neoestoica evolucionó gradualmente, hasta salirse de las influencias neoplatónicas florentinas, su versión específicamente epictetiana, ejemplificada en Du Vair, puede distinguirse de la anterior sólo con grandes dificultades. A esta se liga San Francisco de Sales, quien intenta volver a la ética de Agustín de Hipona, basada en los dos amores, y unirla con la norma ética de la racionalidad y con la doctrina de Epícteto.

En el primer capítulo de su Traité, San Francisco defiende la supremacía de la voluntad sobre el resto de las facultades humanas. También sigue a Agustín de Hipona en considerar el valor moral de las pasiones de acuerdo con el amor que hay en la voluntad: no distingue entre apetito sensible y apetito racional. Para Tomás de Aquino la distinción entre sensible y racional disolvía los problemas, pues distinguía el amor que era pasión del que era un acto de la voluntad: el amor no tenía por qué estar siempre en nuestras manos; pero la voluntad sí. Los problemas vienen, para San Francisco, cuando quiere traer la doctrina de Agustín de Hipona después de que Tomás de Aquino hubiera definido los términos del problema. San Francisco reduce la voluntad a un apetito dependiente de la razón, el único que puede tener por objeto algo que no se percibe sensorialmente. Para Tomás de Aquino la voluntad puede ser llevada a objetos materiales o inmateriales en la medida que se presenten como buenos. Y se presentan como tales por el efecto de las pasiones en la imaginación, aunque la voluntad pueda negar el consentimiento.

La reacción neoplatónica contra el renacimiento estoico se debió a un error: a un mal entendimiento de qué significaba que el hombre sabio no tenía pasiones. En vez de señalar que las pasiones no podían identificarse con juicios prácticos falsos, los moralistas antiestoicos, neoplatónicos que tomaban sobre todo de los comentarios de Ficino al Banquete de Platón, se contentaron con asumir que, tanto para los estoicos como para los escolásticos, las pasiones pertenecían a un apetito no racional, y con acusar a los estoicos de inhumanos y orgullosos. Y, sin embargo, sí aceptaron algunos la racionalidad florentina neoplatónica. Lo que une o separa a los moralistas del dieciséis y diecisiete es el modo de considerar la hegemonía de la razón o la voluntad y el modo en que la gracia reforzaba o sustituía esa hegemonía. Ficino, por ejemplo, no distingue bien el plano natural y el sobrenatural, sino que todo son grados. El criterio diferenciador de los dos amores no es según razón o según gracia: uno es deseo de contemplar y otro de generar. Aquí prefigura un amor que es virtuoso y otro que no. Después se quiso aplicar a eso el criterio de racionalidad, y el amor intelectual resultó convertirse en amor-estima. Justus Lipsius hace una dicotomía entre razón en el alma y opinión en el cuerpo. Aparece también, pues, la distinción entre el amor espiritual y el corpóreo en un estoico. Por otra parte, la asociación de la opinión con la pasión en casi todos los autores neoestoicos contribuyó poderosamente a la interpretación de "racional" como un juicio extrínseco de la tradicional facultad especulativa. Du Vair hace esto. Para Charron también la norma racional se reduce a los juicios extrínsecos de la facultad especulativa. Todas las actitudes de esta época deben algo a la terminología establecida por los neoestoicos. Es aquí central Jansenio y el grupo de moralistas asociados a Port-Royal, que reaccionaron contra ellos.

La publicación, en 1640, de Agustinus debe verse en el contexto de las disputas en Lovaina entre la universidad y la facultad de los Jesuitas que siguieron a las congregaciones "de auxiliis", al final del dieciséis. La relevancia de la psicología del Agustinus para la teoría de las pasiones tiene que ver con los conceptos de delectación y la psicología de la voluntad humana que parece ser parte neoplatónica y de inspiración florentina. Jansenio emplea la palabra "delectación" de tal manera que se hace difícil ver cómo la voluntad puede caracterizarse como "apetito racional". Jansenio basa su psicología en el texto de Agustín de Hipona: "Quod amplius nos delectat, secundum id operemur necesse est". Para Agustín de Hipona, el acto de delectación referido era la espontaneidad misma de la voluntad, no una cualidad añadida a sus actos. Sólo está subrayando que cualquier acto de la voluntad requiere cierta motivación. Para Jansenio, la delectación de la voluntad es algo externo a esta, que la determina. La gracia es la "delectatio victrix"; el acto es libre porque es voluntario. El elemento de deliberación en el acto de la voluntad es subsiguiente a su especificación, dirá Jansenio apoyándose en Escoto. La voluntad no es un apetito racional y no puede distinguirse, por tanto, de los sensibles. Los movimientos no deliberados de ira, miedo, etc., se distinguen de los deliberados por una gradación de la voluntad. ¿Y qué es, entonces, la delectación racional de la voluntad? Los autores de Port-Royal acabaron identificándola con el sentimiento. Así, por ejemplo, Pierre Nicole, que equipara la sequedad con la ausencia de gracia. La deliberación que la ortodoxia requería en un acto libre es relegada cronológicamente tras la especificación del acto.

Así, pues, la ascensión florentina desde el amor mediado por los sentidos al amor de Dios, al modo del Banquete de Platón, no distinguía entre apetito sensible y apetito racional. El amor de Dios difería del dirigido a otra persona sólo en que no estaba mediado por los sentidos. San Francisco de Sales también hace gradación en el alma y considera la bondad de los movimientos en la parte baja según la cualidad moral del acto en la parte superior del que proceden. El término "amor propio" tomará su connotación negativa al oponerse al amor de Dios, es decir, como es el caso en Sebond, al impedir el neoplatónico ascenso del alma hacia Dios. De este modo, mientras que para los escritores ascéticos el amour-propre podía ser equivalente de soberbia, para los escolásticos podía constituir un motivo sano de acción, pues odiarse a sí mismo es la fuente de todas las miserias. Pero el uso de amour-propre de comienzos del diecisiete también estuvo determinado por la teoría de los dos amores de Agustín de Hipona, pues Jansenio lo hizo equivalente al pecado. Se opone al amor de Dios porque el pecado se opone a la justificación, contraposición que llegará a los moralistas posteriores a través de Senault. Los moralistas de Port-Royal, sustituyendo la ética de la gloria por el agustinismo, atacaron la gloria, valor ético medieval y renacentista, indentificándola con el amour-propre en este sentido estricto, equivalente a "soberbia".

En líneas generales, el haz de procesos descrito conduce a una separación de intelecto y voluntad, de modo que queda, por una parte, una razón meramente especulativa, desprovista de apetito, contra la opinión de algunos neoestoicos; y por otra, una voluntad que se encuentra en la encrucijada: si sigue el bien conocido, no es libre; si no, es irracional, la libertad se reduce a espontaneidad. La separación de las facultades implicada por la libertad de la voluntad para determinarse con entera independencia de la razón y el consiguiente abandono de la causalidad formal o final ejercida sobre la voluntad por el bonum intellectum significan que la voluntad ya no es un apetito. Una vez separadas razón y voluntad se hizo imposible concebir un apetito del bien conocido. O bien se priva a la voluntad de apetito, creando el amor puro, o el amor se convierte en un acto irracional, producido por una voluntad determinada por su propio apetito. Hasta los escolásticos, por reducir los objetos de los apetitos sensibles a objetos materiales, dividieron el alma en una parte superior y otra inferior, olvidando el criterio de racionalidad y discriminando las acciones, como haría Agustín de Hipona, por la calidad del amor que informa la intención del agente. Por influencia de los neoagustinistas, el amor de sí aparece como traducción real de casi todo motivo.

La pregunta es, entonces: ¿de qué manera queda compuesta la sociedad? Quedan las pasiones a su aire, especialmente, como se ha visto, el amor propio. Al contraponer el interés propio y el ajeno se promoverá el reemplazo de la decisión política de la mayoría por la transacción económica, entendida como resolución de conflictos de intereses opuestos radicalmente. De algún modo, la invasión de lo político por parte de lo económico es el mismo fenómeno que la transferencia del privilegio de lo discursivo como foco de lo común a lo deseante: como aprenderán Hutcheson, Hume y Smith, la razón es incapaz de luchar contra las pasiones. El remedio es sencillo: que los deseos luchen entre sí, de modo que los dañinos dispongan de la menor efectividad posible. El mismo Gran Mecánico —la metáfora es de Voltaire, gran amigo de Smith— parece haber dispuesto todo así.

4. El contrapeso: una mecánica de las pasiones

En importantes monografías, tanto Hirschman como, más recientemente, Kors y Korshin, y Hutchinson han mostrado cómo los moralistas que proclamaban la corrupción total de la naturaleza humana no podían negar que los hombres parecen comportarse correctamente y que la sociedad mantiene su orden[41]. La pregunta, obedeciendo a incitaciones distintas, es la de Parsons: ¿cómo es posible el orden de la sociedad? De aquí que se buscasen los elementos bonificadores de la acción social. Es precisamente la corrupción del "corazón" del hombre lo que estos teólogos mantienen, no la de su conducta social. Nos encontramos con que el amor de sí resulta ser un "remedio incomprensible" con que Dios ha dotado a los hombres para la preservación de la sociedad. Así lo declara Jean Domat en su introducción a Lois civiles dans leur ordre naturel: la caída del hombre habría aumentado la necesidad del trabajo y del comercio, y de los vínculos humanos; pues la diversidad de necesidades implica a los hombres en un número infinito de vínculos, sin los que no podrían vivir. Este estado de la humanidad induciría a aquellos gobernados únicamente por el principio del amor de sí a someterse al trabajo, al comercio y a los vínculos que sus necesidades hacen necesarios. Esto les obligaría, mirando al propio interés, a observar en todas esas relaciones integridad, fidelidad y sinceridad. De modo que el amor de sí se acomoda a todo, a fin de cosechar ventajas de todas las cosas. Y sabe adaptar tan bien los pasos a todas sus miras, que cumpliría todos los deberes, y aun simularía las virtudes. "Vemos, pues, en el amor de sí, que este principio de todos los males es, en el presente estado de la sociedad, una causa de la que esta deriva un número infinito de efectos buenos, que, siendo en su naturaleza bienes verdaderos y reales, deberían tener un principio mejor. Y así, podríamos considerar este veneno de la sociedad como un remedio del que Dios hace uso para soportarla, viendo que, aunque produce en aquellas personas a que anima sólo frutos corruptos, sin embargo imparte todas estas ventajas a la sociedad"[42]. Otra variante, bastante alambicada, es la de John Gay: todas las acciones voluntarias se inician por el beneficio del agente. Sin embargo, ha de aceptarse la tesis de Hutcheson de que en ocasiones el bien de los otros puede ser motivo de acción. La solución de la paradoja es que la idea de ayudar a otros va ligada a cierta compensación. De este modo, al ayudar a los demás estamos pensando en nuestro bien. Tucker, abogado del libre comercio y predecesor de Smith, escribió: "Lo principal a lo que se debe apuntar no es a extinguir ni a debilitar el amor de sí, sino a darle una dirección, de modo que promueva el interés público persiguiendo el propio"[43].

De modo que los moralistas del diecisiete y del dieciocho tomaron el deseo de ser aprobado y el "orgullo" como sustitutos de la virtud y de la razón para que la sociedad se sostuviese, supuesto que estaban ahí por la bondad divina. La Placette en su Traité de l'orgueil: "es cierto que la causa de nuestro amor por todas estas cosas [posesiones, vestidos, mobiliario fino] no es tanto la utilidad o el placer que encontramos en ellos, como la gloria que de ellos proviene. Hay muy pocos de ellos que no tengan inconveniencias anexas, de los que uno se desharía si no fuera por esta consideración (...) Sin ella, ¿iría alguien a pasar tantos líos como los que pasamos por la limpieza y las ropas distinguidas. ¿Vestiríamos del modo que vestimos si sólo buscásemos comodidad y protección contra el calor y el frío?"[44]. A Burke, aparentemente a Mandeville, a Voltaire en algunas ocasiones, y a otros, les parecían muy bien los efectos del orgullo: aumento en las artes y las ciencias y en los refinamientos.

Un tratamiento similar de la paradoja de que acciones benevolentes pueden provenir de pasiones viciosas[45] aparece en "Sobre la caridad y el amor de sí", un ensayo escrito a finales del diecisiete por Nicole, quien se dio cuenta de lo agustinista que resultaba la doctrina de la motivación egoísta de Hobbes. Pero, a su juicio, a este le faltaba ver todas las implicaciones que su teoría del amor de sí llevaba consigo. No acababa de ver que, gracias a la providencia benevolente, el amor de sí se asimila a la caridad que proviene de la gracia, de manera que no podemos distinguir cuándo una acción proviene del amor de sí y cuándo de la caridad, aun respecto de la conducta propia. Así, resulta que "aunque nada se opone más a la caridad que refiere todo a Dios que el amor de sí que gira en torno al yo, sin embargo no hay nada más similar a los efectos de la caridad que los del amor de sí. Sigue tan de cerca los mismos caminos que apenas se podría hacer mejor en marcar aquellos a los que debería conducirnos la caridad que descubrir los realmente tomados por un amor de sí ilustrado"[46].

Nicole admite que la cupiditas está detrás de la mayor parte del comercio, pero señala que "a través de este comercio se cubren de alguna manera todas las necesidades, sin que la caridad desempeñe papel en absoluto". En consecuencia, "en estados donde no tiene lugar porque la religión verdadera se ha desvanecido, uno vive con la misma paz, seguridad y comodidad que si estuviera en una república de santos"[47].

Otro modo que adopta el amor de sí es el de deseo de ser estimado, respetado y, sobre todo, admirado. Este es su disfraz más efectivo, según Nicole, pues le permite adoptar todas las formas de la caridad. Y no sólo es difícil distinguir la caridad del amor propio desde fuera, sino también desde dentro, introspectivamente.

Es más: la mayor parte de las pasiones, según se decía, podían reducirse a una u otra forma de orgullo, el deseo no racional y firmemente asentado de recibir admiración. El orgullo era la base del deseo de ser aprobado y del miedo a ser reprobado. Pero esto era lo más parecido a la virtud que se podía conseguir, ya que, como se advirtió antes, la razón es incapaz de dominar los sentimientos. A esto se le podía dar una interpretación religiosa o cínica. La primera está bien representada en The Art of Self-Knowledge, de Jacques Abbadie. A su modo de ver, Dios implantó el deseo de ser alabado para contrarrestar el hecho de que los hombres estén motivados por pasiones, no por la razón: "Plugo a la sabiduría del Creador darnos, para juzgar nuestras acciones, no sólo nuestra razón, que se presta a ser corrompida por el placer, sino la razón de otros hombres, que no es seducida con tanta facilidad, ... [puesto que] no son tan parciales con nosotros como nosotros mismos. Es este deseo de ser estimados lo que nos hace corteses y considerados, agradecidos y decentes, y desear el decoro y los modales galantes en la relación social"[48].

Mandeville es el cínico: la tarea del legislador no es reprimir los impulsos egoístas, sino proporcionar los canales institucionales necesarios para que resulten en el bien de la sociedad. Vicios privados, virtudes públicas: no se trata sólo de que el amor corrupto se diluya en acciones beneficiosas, sino que los resultados de estas acciones, al confluir con otras en la arena pública, llegan a contrapesar los malos efectos de estas. Esta imagen tiene también una racionalización teológica: aunque los filósofos del diecisiete y dieciocho a menudo tomaron como axiomático que el Creador cumplía sus fines con el menor número posible de los medios más directos, también tendieron a presumir que a veces se veía obligado a emplear el método del contrapeso, es decir, a conseguir resultados deseables haciendo que dos elementos dañinos se anulasen mutuamente. El símil físico era, obviamente, el sistema planetario según lo había concebido Newton. Voltaire se propuso enmendar el dictum de Descartes en que Dios era visto como el geómetra eterno: habría de pasar a ser mecánico (machiniste); las pasiones serían las ruedas que ponen en funcionamiento a tales máquinas.

Este género era conocido desde antiguo: la imagen del alma del hombre como campo de batalla de pasiones contrapuestas era conocida como psicomaquia. El mismo Agustín de Hipona había concedido la posibilidad de que una pasión contrapesase a otra; por ejemplo, el deseo de ser alabado lo hace con el de poder. Dos ejemplos más recientes son Bacon y Espinosa. El primero critica a los filósofos morales por haber actuado "como si un hombre que profesara enseñar a escribir se limitara a enseñar copias fieles del alfabeto y de las letras, sin dar preceptos o instrucciones sobre el movimiento de la mano y el perfilamiento de las letras"[49]. En cambio, poetas e historiadores han mostrado cómo funcionan los afectos, han desvelado el modo de fortalecerlos o debilitarlos, "de disponer afecto contra afecto, y así dominar uno con el otro... Porque, al igual que en el gobierno de los estados a veces es necesario embridar una facción con otra, así en el gobierno de nuestro interior"[50]. Una pasión sólo puede ser dominada por otra. Espinosa escribe: "un afecto no puede ser reprimido ni desarraigado a menos que exista un afecto opuesto y más fuerte"[51]. También: "Ningún afecto puede ser reprimido por medio del conocimiento verdadero del bien y del mal en la medida que es verdadero, sino en la medida que se le considere un afecto"[52]. Es muy conocida la frase humeana de que "la razón debería ser la esclava de las pasiones". Y también: "nada puede oponerse al impulso de una pasión o retardarlo, salvo un impulso contrario"[53]. Al tratar la emergencia de la justicia, Hume declara que el deseo de conseguir bienes y posesiones es tan fuerte que el único modo de contrapesarlo es redirigiéndolo contra sí mismo: "No hay, por tanto, pasión capaz de controlar el afecto interesado, sino el afecto mismo, mediante una alteración de su dirección"[54]. Otra formulación clara está en D´Holbach: "Las pasiones son los verdaderos contrapesos de las pasiones; en absoluto debemos intentar destruirlas, sino redirigirlas: anulemos las que son dañinas con aquellas útiles para la sociedad. La razón... no es sino el acto de escoger aquellas pasiones que debemos seguir por mor de nuestra felicidad"[55].

El lugar de la teoría del contrapeso en la dinámica de la naturaleza humana había sido expresado por Pascal antes de 1660: "No nos sostenemos a nosotros mismos en el estado de virtud por fuerza propia, sino por la contraposición de dos faltas opuestas, del mismo modo que permanecemos de pie entre dos vientos contrarios; quita una de estas faltas y caeremos en la otra"[56]. La Rochefoucauld empleó un símil parecido: "los vicios entran en la composición de las virtudes como los venenos en la composición de los remedios. La prudencia los ensambla y atempera y los hace servir contra los males de la vida"[57]. En su Laws of Ecclesiastical Polity, el pensador político Hooker escribe que el hombre, depravado y cruel, necesita unas estructuras políticas y sociales que impidan a sus tendencias dañar el bien común.

En el Essay on man, de Pope, también se encuentra el método de contrapeso, con un énfasis especial en la soberanía de las pasiones sobre la razón: "On life´s vast ocean diversely we sail, // Reason's the card, but Passion is the gale"[58]. Hay siempre en los hombres una pasión dominante que es la "enfermedad de la mente": "Reason itself but gives it edge and pow'r, // As Heaven's blest beam turns vinegar more sour"[59]. Pero estas pasiones pueden ser contrapuestas de forma que resulten provechosas para la humanidad: "Passions, like elements, tho' born to fight, // Yet, mix'd and soften'd, in His work unite (...)"[60]. De este modo, la tarea del estadista es ajustar las partes a fin de que el todo resulte armonioso, que los sentimientos "of themselves create // The according music of the well-mixed state". Vauvenargues y Helvétius son también claros ejemplos[61].

Cumberland, Shaftesbury y Butler defendieron que el propio interés sirve al bien público. Para Shaftesbury, lo relevante consiste en saber si el amor propio se persigue de la manera adecuada o no[62]. Si el interés revierte en el bien de la sociedad, es justo. De hecho, el interés es un motivo innato en el hombre: "sabemos que toda criatura tiene un bien privado y un interés propios, que la Naturaleza le ha compelido a buscar"[63]. Pero el hombre tiene en su constitución un principio tan natural como este: la captación del bien común. "Si comer y beber son naturales, agruparse también lo es. Si cualquier apetito o sentido es natural, el sentido de la semejanza [fellowship] también"[64]. Los intereses públicos y privados derivan su control de "un equilibrio y contraposición debidos en sus afectos"[65]. Esta disposición de los afectos se asemeja a la de las distintas cuerdas de un instrumento musical: una "armonización de las pasiones"[66].

En los Enquiries, Hume defiende la imposibilidad de reducir toda la motivación humana a interés, y afirma que quienes operan tal reducción "hacen uso de un lenguaje muy distinto al de sus compatriotas, y no llaman a las cosas por los nombres adecuados"[67]. Esta confusión de significados a la que se refiere Hume hace que se pida, por parte de los rigoristas, el desinterés del hombre como condición del comportamiento virtuoso, cuando en realidad se está demandando la falta de referencia de las acciones al sí mismo. En otras palabras: siempre puede encontrarse un interés en las acciones de cualquier ser consciente, puesto que decidir tomar un curso de acción es "elegirse para hacer algo". En la medida que hay conciencia, hay interés. Lo que estaban haciendo los moralistas del dieciséis al dieciocho era explorar al sujeto humano desde la perspectiva de la primera persona, es decir, del actor en cuanto que consciente[68]. Por eso adquiere tal preponderancia el orgullo, la referencia del sujeto al sí mismo. Estos moralistas acercaron demasiado la conciencia a la soberbia, el propio interés a la injusticia.

La inserción de Smith en el debate sobre egoísmo y altruismo era ineludible para cualquier pensador de su época y contexto. No podía ser de otra forma, teniendo en cuenta lo unánime de los temas de debate. Como se leía en el Journal de Trévoux (1726), "en Inglaterra, así como en Francia, la moda es introducir el amour-propre en todas partes, y convertirlo en el primer motivo, el único principio de conducta del corazón". Además, lo que había aprendido de Hutcheson tenía que ver directamente con los autores que entraban en la formación de los alumnos de Glasgow en época de este: Arnauld, Nicole, Malebranche, Du Vair y Pufendorf, entre otros; todos agustinistas. Aparte de sus lecturas de Pascal, Nicole, etc., Smith recibe otras influencias continentales a través de David Hume[69]. Basta leer el comienzo mismo de su Teoría de los sentimientos morales: "por egoísta que se suponga al hombre, hay evidentemente algunos principios en su naturaleza que le hacen tener interés en la fortuna de los demás, y vuelven la felicidad de estos necesaria para él, aunque no derive de ella más que el placer de contemplarla"[70]. La tesis parece ser la misma que la de su maestro, Hutcheson, de quien se ha dicho que tuvo como máximo empeño mostrar que no todas las acciones humanas son interesadas. Hutcheson fue uno de los primeros escoceses en ponerse en movimiento para contrarrestar la influencia rigorista[71], al afirmar, contra calvinistas y jansenistas, que pasiones, instintos y afectos podían dar lugar a acciones virtuosas. Hasta tal punto esto es así, que cabe entender la obra de Hutcheson como una réplica a las posiciones neoagustinistas de la época[72].

Smith prosigue la misma línea al afirmar: “nada nos complace más que observar en otros hombres un sentimiento semejante a las emociones de nuestro pecho; y nada nos choca más que la apariencia de su contrario. Aquellos que gustan de deducir todos nuestros sentimientos a partir de ciertos refinamientos de nuestro amor a nosotros mismos no dudan en dar cuenta, según sus propios principios, de este placer y este dolor. El hombre, dicen, consciente de sus propias debilidades y de la necesidad de la ayuda ajena, se goza cuandoquiera que observa que los demás adoptan sus pasiones, porque entonces se encuentra seguro de su asistencia; y se apena al observar lo contrario, porque entonces está seguro de su oposición. Pero tanto ese placer como ese dolor son sentidos siempre con tal instantaneidad, y a menudo en ocasiones de tan poca monta, que parece evidente que ninguno de los dos puede derivarse de ninguna consideración del propio interés"[73]. Puede que el interés propio, o amor de sí, sea lógicamente previo al amor a los demás, como, por ejemplo, opina Aristóteles; pero en este texto no se trata de esto, sino que se intenta dirimir la cuestión de si el interés propio es temática y necesariamente constitutivo del placer que acompaña a la recepción de la simpatía ajena. La respuesta es negativa: la comunicación con los demás, por medio de la simpatía, es amada por sí misma, especialmente cuando se trata del dolor, pues el sufriente parece aliviarse de una carga compartiéndola. Además, el amor de sí no es necesariamente vicioso. Así: "la consideración de nuestra felicidad privada y nuestro propio interés (...) parecen ser, en muchas ocasiones, principios de acción muy laudables"[74]. Pero avanza otro paso al reconocer que el mayor mérito de Hutcheson había sido mostrar que la fuente de los juicios morales no era la razón ni el amor de sí, sino los sentimientos y pasiones[75]. En esto quizá siguiera a Hume, para quien el mayor descubrimiento hutchesoniano sería que la virtud fluye de "afectos y pasiones", como se lee en el Inquiry. El conocimiento y la virtud no podían ser lo mismo, como habían pensado los antiguos humanistas, que desilusionaron al joven autor. La consistencia y normatividad sociales nacen de los sentimientos morales humanos. Un ejemplo claro es la discusión smithiana en torno al derecho de propiedad, al comienzo de LJ(A): Para Smith, del mismo modo que para Hume, cualquier teoría de la propiedad debería contener un catálogo de las pasiones que dieran lugar al nacimiento de una comunidad política que reconociese mi título sobre algo. Smith basa el derecho de propiedad en una "simpatía o concurrencia" del espectador imparcial con el poseedor, de forma que este forma la razonable expectativa de usar su posesión de la manera que desee. Estos dos polos, pasiones y espectador imparcial, constituyen el núcleo duro en torno al cual se articula el análisis smithiano, que acaba por proponer un tipo de sociedad, la comercial, que constituye el mejor lugar del cumplimiento humano, por razones expuestas en el cuarto capítulo. En las restantes páginas se intentará mostrar la estructura de lo social según Smith, en una tarea que debe consistir en el desentrañamiento de las pasiones que componen la reciprocidad interactuante de los actores sociales en un contexto tejido de pasiones.




[1] Cfr. B. Willey, The Seventeenth-Century Background, Londres: Routledge, 1986. Del mismo autor, The Eighteenth Century Background. Studies on the Idea of Nature in the Thought of the Period, Londres: Chatto & Windus, 1940.

[2] Cfr. G. Gusdorf, L'avenement des sciences humaines au siècle del lumières, París: Payot, 1973. También M. Harris, El desarrollo de la teoría antropológica, Madrid: Siglo XXI, 1978; El materialismo cultural, Madrid: Alianza, 1981; Introducción a la antropología general, Madrid: Alianza, 1981. De Lowie, cfr. Historia de la etnología, Ciudad de México: F. C. E., 1946.

[3] Choza, J., Antropologías positivas y antropología filosófica, Tafalla: Cenlit, 1985, p. 130.

[4] Cfr. A. MacIntyre, Whose Justice? Which Rationality?, Notre Dame, Indiana: University of Notre Dame Press, 1988, pp. 217-20.

[5] Cfr. el capítulo XII, "The Augustinian and Aristotelian Background to Scottish Enlightenment", del libro de MacIntyre.

[6] Ibid., p. 223. El uso práctico que Carmichael hizo de la disciplina iusnaturalista no riñe con este modo de pensar, como se desprende del siguiente pasaje: "Pero la necesidad de una fundamentación y práctica completas en la ciencia moral deberían ser suficientemente evidentes cuando uno considera los innumerables engaños que tienden a introducirse en cuestiones de esta índole y que todos los días dividen a las personas en bandos, no sin gran alteración de la paz pública. Uno podría afirmar que el espíritu perverso y maligno que insta a los malos ciudadanos que se encuentran entre nosotros a estropear la felicidad pública... y que agita a esos mismos individuos a iniciar rebeliones interminables a favor del pretendiente papal al trono no tienen otra fuente (en la misma medida que esta fuente se impute más a las opiniones que a las malas pasiones) que la ignorancia de los verdaderos principios de la ley natural" Cfr. Moore y Silverthone, Political Writings of Gershom Carmichael, (inédito), citado por Th. A. Horne, Property rights and Poverty. Political Argument in Britain, 1605-1834, Chapel Hill: North Carolina Press, 1990, p. 74.

[7] La primera sistematización del derecho fue llevada a tér­mino por Lord Stair, y supuso la base sobre la que trabajarían las genera­ciones posteriores de juristas.

Stair publicó su obra fundamental en 1681, con el título de Ins­titutions, en la que proponía que el derecho pa­sara de ser una mera compilación de autoridades a constituir una ciencia racional, con principios fundamentales desde los que deducir conclusiones. En este sentido, la coinciden­cia con la tradi­ción continental es marcada. Así, Grocio mantiene que la ley es "el dictado de la razón que determina a todo ser racional a aquello que es congruente y conveniente para su naturaleza y condición" (Grocio, Dedication I.I. 1). Pero Stair dife­ría de los autores conti­nentales en dos aspectos relevantes. En primer lugar, la ley no era independiente de Dios: se basa en su voluntad, si bien esta es racional. La ley estaría escrita en el cora­zón del hombre, y la razón no sería sino un instrumento subsidiario, con el que deducir máximas para momentos determina­dos. En segundo lugar, Stair se distancia de los continentales en su opo­sición al abandono completo de la autoridad: las leyes más ajustadas son las que han sido desarrolladas durante un largo pe­ríodo de tiempo, como fruto de numerosos debates sobre asuntos particulares (Cfr. Dedi­cation I.I. 15).

La concepción de Stair todavía dominaba cuando Erskine escribió su Institute of the Law of Scotland, en 1773, cuya primera parte sigue el esquema de Stair y que, sin embargo, se distancia de este al declarar que "la ley positiva no es, como la natural, inmuta­ble, sino que po­dría ser alterada o abrogada, y a veces lo es, según los cambios que el tiempo trae sobre las riquezas, el comer­cio y las maneras [manners] de la gente" (I.I. 20). Aquí la in­fluencia de Montesquieu es palpable: la publicación en inglés de su Esprit des Lois significó el punto de inflexión entre la idea de la ley como razón y la idea de que la ley tiene su origen en las circunstancias de la sociedad, lo que resultaba impen­sable hasta entonces. Según la terminología de MacIntyre, esto también sería anglizante.

[8] Esta sería la postura más extendida con el paso de los años. Véase lo que afirma la Encyclopaedia Britannica (primera edición, Edimburgo: 1771, vol. III, p. 270): la filosofía moral "investiga cómo está constituido el hombre, no cómo podría haberlo estado: no en qué principios o disposiciones podrían resolverse ingeniosamente sus acciones; sino a partir de qué principios o disposiciones fluyen realmente; no aquello que podría llegar a ser o hacer por medio de la educación, hábito o influencia externa; sino lo que, por naturaleza o principios originarios constituyentes está formado a hacer (...). Así pues, para descubrir las obligaciones [offices], deberes o destinación del hombre; o, en otras palabras, cuál es su cometido, o qué conducta ha de seguir, debemos investigar su constitución, tomar cada una de las piezas, examinar sus relaciones mutuas y el esfuerzo común o tendencia del todo”.

[9] Existe una tensión en el concepto hutchesoniano de naturaleza humana: mientras que en algunas ocasiones parece identificarla con los resortes psicológicos, en otras declara que sigue a Shaftesbury y su concepción de una naturaleza teleológica.

[10] Para esta exposición de Hutcheson y la siguiente, de Hume, seguimos los capítulos XIV, XV y XVI del libro antes citado de MacIntyre.

[11] MacIntyre recuerda (p. 268) que Sidgwick declaró esta "dualidad de los principios regulativos de la naturaleza humana" como "la diferencia más fundamental entre el pensamiento ético de la Inglaterra moderna y el del antiguo mundo grecorromano", y atribuye la primera formulación de tal dualidad a Butler. Como se verá más adelante, esta atribución es incorrecta.

[12] MacIntyre, op. cit., pp. 291-2.

[13] Cfr. MacIntyre, op. cit., p. 304.

[14] Cfr. E. Halévy, The Growth of Philosophical Radicalism, Londres: Faber and Faber, 1928, p. 3. También resulta de interés consultar E. Gómez Arboleya, Historia de la estructura y del pensamiento social, Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1957, especialmente pp. 256-77. Sobre la confluencia entre intereses y consecuencias no queridas, cfr. E. Lamo de Espinosa, La sociedad reflexiva, Madrid: CIS, 1990, pp. 31-8.

[15] Taylor, O. H., A History of Economic Thought, New York: McGraw-Hill, 1960, p. 2.

[16] Ibid.

[17] Cfr. Halévy, op. cit., pp. 7-17.

[18] Cfr. A. Oakley, Classical Economic man. Human Agency and Methodology in the Political Economy of Adam Smith and J. S. Mill, Hants: Edward Elgar: 1994, pp. 8-9.

[19] También Hume, hablando de las asociaciones de ideas, se refiere a "una clase de atracción, que encontraremos tan extraordinariamente efectiva en el mundo mental como en el natural, y que se muestra en formas tan numerosas y variadas como en este" (Treatise, 13).

[20] Inquiry, pp. 284-5.

[21] Cfr. A. O. Lovejoy, Reflections on Human Nature, Baltimore: The John Hopkins Press, 1961, esp. p. 7 y ss.

[22] Sin embargo, un agustinista como el Papa Gregorio VII creía que el origen de las instituciones políticas estaba tanto en el pecado como en Dios.

[23] Cfr. J. Moore, "The two systems of Francis Hutcheson", en M. A. Stewart (ed.), Studies in the Philosophy of the Scottish Enlightenment, Oxford: Clarendon Press, 1990, p. 39 y ss.

[24] Recherche de la Verité, VI.8, p. 562 (citado por Lovejoy, p. 26).

[25] Art, p. 220.

[26] Cfr. A. O. Lovejoy, op. cit., p. 142.

[27] Cit. por Lovejoy, p. 145.

[28] Hay ocasiones en que, según Rousseau, el amour de soi se convierte en su contrario.

[29] Op. cit., p. 417 (Lovejoy, p. 163).

[30] Cfr. Lovejoy, op. cit., pp. 170-8.

[31] Treatise I.iii.3.

[32] Enquiry concerning the principles of morals (citado por Lovejoy, op. cit., pp. 183-4).

[33] Cfr. Lovejoy, op. cit., p. 186.

[34] Essay on the Sublime and Beautiful, Pt. I, p. 17 (citado por Lovejoy, pp. 148-9).

[35] Lovejoy sugiere que probablemente esta idea fuera tomada del Essay on Man, de Pope, quien escribe que en el estado de naturaleza "Pride then was not, nor arts that pride to aid; // Man walk'd with beast, joint tenant of the shade" (III, 151-2. Cfr. Lovejoy, op. cit.,p. 149).

[36] En nuestros días, la pertinencia de la recuperación del sentido de fondo de estas discusiones es grande en el propio seno de los debates teóricos de la sociología, donde la obra de Parsons sigue siendo un punto de referencia central, siendo en esta, como se sabe, los del actor libre (la agency ) y el orden social los focos centrales de la propuesta teórica. Una esclarecedora revisión crítica de la tradición teórica de la sociología articulada en torno a dichos puntos nodales puede encontarse en J. C. Alexander, Theoretical Logic in Sociology, Berkeley: University of California Press, 1982-3, 4 volúmenes. (Vol. I: Positivism, Presuppositions and Current Controversies, 1982; Vol. II: The Antinomies of Classical Thought: Marx and Durkheim, 1982; Vol. III: The Classical Attempt at Synthesis: Max Weber, 1983; Vol. IV: The Modern Reconstruction of Classical Thought: Talcott Parsons., 1983). Del mismo autor cebe también consultar “Action and its Environments”, en J. C. Alexander et alii (eds.), The micro-macro link, Berkeley: The University of California Press, 1987, pp. 289-318; Las teorías sociológicas desde la segunda guerra mundial, Barcelona: Gedisa, 1990.(V. O.: Twenty Lectures. Sociological Theory Since World War II, Nueva York: Columbia University Press, 1987). En lo que respecta a la propia obra de Parsons, cfr., La estructura de la acción social, I-II, Madrid: Guadarrama, 1968 (The Structure of Social Action, Nueva York: McGraw Hill, 1937); El sistema social, Madrid: Alianza, 1988. (The social System, Nueva York: The Free Press, 1951) y Social Systems and the Evolution of Action Theory, Nueva York: The Free Press, 1977. La brillante exposición del pensamiento de Parsons realizada por Bourricaud está también articulada expresamente en torno al dilema teórico al que nos estamos refiriendo. Cfr. F. Bourricaud, L´individualisme institutionnel. Essai sur la sociologie de Talcott Parsons, París: Presses Universitaires de France, 1977. Una de las exposiciones más completas del pensamiento de Parsons es la de J. Almaraz: La teoría sociológica de Talcott Parsons, Madrid: Centro de Investigaciones Sociológicas, 1981. En línea con la teoría de la acción del pragmatismo norteamericano, Hans Joas ha abordado tentativamente esta cuestión en su reciente libro Kreativität des Handelns, Frankfurt a. M.: Suhrkamp, 1993.

[37] Cfr. J. Heilbron, The rise of social theory, Minneapolis: University of Minesota Press, 1995.

[38] A. Levi, French Moralists: The Theory of the Passions, 1585 to 1649, Oxford: Clarendon Press, 1964.

[39] Esto lo aprendería Smith de Hutcheson. El lugar relevante en la obra de este último es A System of Moral Philosophy I.iii.1.

[40] "Si [actus] non sit ad debitum finem ordinatus, ex hoc ipso repugnat rationi" (Ia IIae, q. 18, a. 9. Cfr. tb. q. 90, a.2)

[41] Para este tema, cfr. A. Hirschman, The Passions and the Interests: Political Arguments for Capitalism before its Triumph, Princeton: Princeton University Press, 1977; A. C. Kors y P. J. Korshin (eds.), Anticipations of the Enlightenment in England, France and Germany, Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 1987 y T. Hutchison, Before Adam Smith: The Emergence of Political Economy, 1662-1776, Oxford: Blackwell, 1988, de quienes se toman gran parte de las citas de este epígrafe.

[42] p. XX, citado por Hutchinson, que emplea la traducción al inglés de W. Straham, 1722.

[43] Citado por Hutchison, p. 230.

[44] p. 41.

[45] Es clara la influencia de Pedro Abelardo, quien, siguiendo a San Agustín, había defendido que las acciones son por sí mismas indiferentes, y que han de llamarse buenas o malas en virtud de que la intención del agente se conforme o no a la ley divina.

[46] Citado por C. Kors y P. J. Korshin (eds.), Op. cit. La cita de Nicole corresponde a Essais de Morale 3: 103.

[47] Ibid., 3: 107-8, 113 (citado por Van Kley, p. 75).

[48] Citado por Lovejoy, p. 42.

[49] Bacon, The Advancement of Learning, en Works, Londres: 1859, vol. III, p. 418.

[50] Ibid., 438.

[51] Espinosa, Ética, parte IV, prop. 7.

[52] Ética, parte IV, prop. 14.

[53] Treatise II.III.iii.

[54] Id. III.II.ii.

[55] Système de la nature, Hildesheim: Georg Olms, 1966, pp. 424-5.

[56] Pensées, nº 359.

[57] Maximes, 182.

[58] Epistle II, 107-8.

[59] Epistle II, 147-8.

[60] Epistle II, 111.

[61] Téngase en cuenta que, como advierte Lovejoy, al hablar de "pasiones" no nos estamos refiriendo a los pathémata de los griegos, a estados pasivos de sensación o emoción, sino a los estados afectivos en general, en cuanto son principios de acción, resortes que influyen o determinan más o menos las acciones humanas. Al igual que para algunos de sus contemporáneos, el término "pasión" significa para Smith todo lo que se refiere a la dinámica tendencial-volitiva humana. Así, por ejemplo, S. Grean explica, refiriéndose a Shaftesbury, que el término "afección" es usado para cubrir todo el espectro de los deseos e impulsos. En sentido amplio significa, por una parte, toda inclinación, disposición o tendencia y, por otra, toda emoción o sentimiento en cuanto que opuesto a la razón. En sentido más restringido suele usarlo para designar los impulsos básicos en su sentido antropológico actual o incluso para referirse al amor en su especificidad. Como es sabido, en Hutcheson, Hume y Smith pasión tiende a designar todo origen real de la acción humana, pues su intento fundamental estriba en mostrar que el puro conocimiento teórico no es principio inmediato del actuar. La pasión aparece como "lo otro que" la razón y, por consiguiente, carece de un significado muy determinado. Cfr. Grean, S., Shaftesbury's Philosophy of Religion and Ethics. A study in enthusiasm, Ohio: Ohio University Press, 1967. Para una buena clasificación de las pasiones en Smith, cfr. J. A. Farrer, Adam Smith, Altrincham: J. Martin Stafford, 1988, pp. 39-45.

[62] Cfr. Shaftesbury, Characteristics of Men, Manners, Opinions, Times, Indianapolis & New York: Bobbs-Merrill, 1964, 2:4-5.

[63] Id. I:243.

[64] Id., I:74.

[65] I:314.

[66] I:291.

[67] Cfr. "Of the dignity or Meanness of Human Nature", en Essays: Moral, Political and Literary, p. 85. Para nuestro propósito no resultaba relevante la contraposición que Hirschmann establece entre intereses y pasiones, teniendo en cuenta que ambos son interpretados como referencia egoísta en la acción. Cfr. Hirschmann, op. cit., pp. 34 y ss.

[68] La inflación de la interioridad operada principalmente por los reformadores es uno de los hilos fundamentales en la obra de Ch. Taylor, Sources of the Self, Cambridge: Cambridge University Press, 1989.

[69] Un estudio de las influencias francesas en Hume puede encontrarse en P. Jones, Hume´s Sentiments: Their Ciceronian and French Context, Edimburgo: Edinburgh University Press, 1982. También resulta útil consultar H. Mizuta, Adam Smith´s Library: A Supplement to Bonar´s Catalogue, with a checklist of the Whole Library, Cambridge: Cambridge University Press, 1967.

[70] TMS I.i.

[71] Hutcheson se uniría a los llamados por los puritanos "partido moderado" o "latitudarianistas", defensores de la autonomía de lo humano.

[72] En los tratados de los años veinte, Hutcheson pretendió demostrar, contra el agustinismo cartesiano de Crousaz, que nuestras ideas de la belleza y la virtud y nuestras afecciones bondadosas son ideas reales, percibidas por sentidos internos cuyos sensibilia son distintos de las sensaciones externas y contingentes. El segundo de los tratados de Hutcheson, An Inquiry concerning the origin of our ideas of moral good estaba dirigida contra otra especie de agustinismo, el más notorio de su época: Mandeville. Defiende que nuestras ideas de lo bueno y lo malo no son fabricaciones para detentar poder por medio del engaño, sino realidades. El tercer frente contra los agustinistas es el Essay on the nature and conduct of the passions e Illustrations upon the moral sense, donde revisa la psicología agustinista de Malebranche. Cfr. Moore, op. cit. Habríamos de incluir también a Carmichael, maestro de Hutcheson, quien escribe: "pero como esta meta, en el presente estado de depravación de la raza humana, no puede conseguirse sin la ayuda especial de la deidad (...) y esta persuasión en los hombres corruptos sólo puede apoyarse en un fundamento suficientemente firme por medio de una especial revelación de la voluntad divina, es obvio que todo individuo está obligado, por preceptos de derecho natural, a buscar tal revelación (...)". Agustinista, por tanto, igual que Pufendorf (sin ley no puede haber comportamiento moral sano), si bien más moderado, pues afirma que el cuidado de uno mismo está subordinado a la sociabilidad. De otra manera, si no cuidara cada uno de sí mismo, se seguiría el desastre más absoluto. También defiende el uso de una racionalidad de tipo estoico: "todos los ataques de disposiciones inmoderadas deben ser sometidos por el control de la razón, por el juicio recto". Cfr. Carmichael, G., Gershom Carmichael on Samuel Pufendorf´s "De officio hominis et civis juxta legem naturalem libri duo", Cleveland: Lenhart, 1985, par. XII, XIII y XVI.

[73] TMS I.i.2.1-2.

[74] TMS VIII.ii.3.6. Cfr. también TMS VII.ii.I.46, donde reprueba la perfecta apatía estoica respecto a todos los "afectos privados, parciales y egoístas". Y aquí "egoístas" debe entenderse como "que hacen referencia al actor".

[75] Cfr. TMS VII.iii.2.9.

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