lunes, 12 de julio de 2010

Los modales de la pasión: Adam Smith y la sociedad comercial II

Capítulo Dos: La Fundamentación natural de la Cultura

En este capítulo, el objetivo será, como se adelantó arriba, inquirir cuáles son, para Smith, las características constantes de la naturaleza humana que dan soporte a ciertos elementos del sistema cultural, especialmente del orden social: los rasgos de los seres humanos, tomados individualmente, que constituyen los radicales de la sociabilidad. Lo que se buscará es una clasificación de las tendencias más básicas y de los fenómenos culturales a que estas dan lugar. Al final, se llegará a la conclusión de que el deseo de ser aprobado y la simpatía son las dos piedras angulares de la, por así llamarla, psicología social de Smith.

Ya se han analizado en el capítulo anterior las razones que llevaron a la Ilustración escocesa a abordar desde la psicología los fenómenos sociales: si nos remitimos a los antecedentes más próximos, debe recordarse que Shaftesbury, seguido por Hutcheson, había defendido, contra Hobbes, no sólo que los seres humanos eran sociables por naturaleza, sino que esta sociabilidad surgía, en primera instancia, de los afectos mismos. Y esta convicción había abierto la posibilidad de establecer una fenomenología de la afectividad que permitiera dar cuenta tanto de los elementos del sistema sociocultural como de las leyes de su dinámica.

Puede advertirse bien la vigencia real de este tipo de planteamientos en el ambiente británico al considerar, por ejemplo, los planteamientos de Burke en su Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo bello y de lo sublime. Precisamente porque, al no tratarse de un libro de filosofía social, moral o política, sino de estética, recoge lo que consideraba aproblemático, fuera de discusión. Además, como su primera edición es inmediatamente anterior a la Teoría de los sentimientos morales, permite dibujar el trasfondo sobre el que se recortan las aportaciones más características de Smith, y posibilita apreciar, en consecuencia, la originalidad de este.

Burke consagra la parte primera de su tratado a exponer su teoría de las pasiones. El pla­cer y el dolor son ideas simples y positivas, y habría que distinguir entre placer positivo y remoción del dolor, por una parte, y remoción del placer y dolor positivo, por otra. Como "todas las pasiones capaces de causar una poderosa im­presión en la mente, ya sean de dolor o placer simplemente, o las modifica­ciones de estos" provienen de dos fuentes, la autoconservación y la socie­dad, ha de emprenderse el esclarecimiento por separado de ambos grupos de pasiones: las concernientes a la autoconservación se ligan fundamen­talmente al dolor y al peligro, y son las pasiones más poderosas de todas; las que pertenecen a la sociedad se relacionan con el placer, y son de dos tipos: las referidas a las relaciones entre los sexos y las que versan sobre la sociedad en general.

Las que nacen de la sociedad entre los sexos se ligan a su placer propio, que obedece a un incentivo para la reproducción. Para Burke, la pasión que pertenece a la mera generación es la lascivia, como aparece en los animales, pero se cuida de marcar ya en este punto la diferencia entre estos y el hombre, en la misma línea en que Smith subraya la importancia antropológica del gusto: "pero el hombre —escribe Burke—, que es una criatura adaptada a una mayor variedad y complejidad de relaciones, asocia la pasión general con la idea de algunas cualidades sociales, que dirigen y elevan el apetito que tiene en común con todos los demás animales; y como no está hecho, como ellos, para vivir de un lado a otro, lo propio es que tenga algo para crear una preferencia y fijar su elección; y esta en general debe ser una cualidad sensi­ble, ya que ninguna otra puede producir su efecto tan de prisa, con tanta se­guridad y tan poderosamente. Por consiguiente, el objeto de esta pasión mixta que denominamos amor es la belleza del sexo. Los hombres, en gene­ral, tienden al sexo por el sexo mismo, y por la ley común de la naturaleza, pero se unen entre sí por la belleza personal"[1]. A continuación, Burke subraya con acierto que la belleza es una cualidad social en la medida que, al producir placer y alegría e inspirarnos sentimientos de ternura y afecto hacia lo bello, tendemos a establecer relación con lo que nos resulta bello[2]. Burke deriva así la belleza del atractivo sexual al tiempo que explica su socialidad por la tendencia a mantener relación con los hombres y mu­jeres bellas. Los sentimientos sociales se constituyen partiendo del atrac­tivo sexual.

Al analizar las pasiones referidas a la sociedad en general, comienza por afirmar que la sociedad no contiene placer positivo alguno, pero que, como la absoluta soledad se nos presenta como el máximo dolor, cualquier goce social particular es mejor que el malestar causado por su falta. De modo que "las sensaciones más fuertes relativas a los hábitos de la sociedad particular son sensaciones de placer", de las que menciona tres (la buena compañía, una conversación animada y la amistad)[3].

La unión entre las pasiones referidas a la sociedad de los sexos y las que aluden a la sociedad queda determinada por la belleza, que es, como se ha indicado, una cualidad social: la pasión de la sociedad entre los sexos, que es el amor ante la belleza de las mujeres, contiene todavía una mezcla de lascivia, mientras que el amor como pasión de la sociedad en general se ha depurado ya, y su objeto es la belleza sin adherentes[4].

A tenor de la Investigación de Burke, las pasiones sociales se complican y ramifican según los fines que han de cumplir en la cadena de la sociedad, cuyos tres eslabones fundamentales son la simpatía, la imitación y la ambición[5]. La pasión social de la simpatía es "una especie de sustitución por la que se nos coloca en el lugar de otro hombre, y nos vemos afectados en muchos as­pectos igual que él", colocándola explícitamente tanto entre las pasiones refe­ridas a la autoconservación como entre las sociales. Como el enfoque de su investigación es estético, Burke acomete la vieja cuestión de cómo pueden causarnos placer las tragedias afirmando explícitamente —frente a la idea habitual de que el placer de la representación del dolor nace de su carácter ficticio— que nos agradan los dolores de los demás. Con lo cual, como la simpatía frente al dolor ajeno nos resulta placentera, la simpatía crece de suyo. "En la medida, escribe, en que estamos formados por la naturaleza para alguna acción, la pasión que nos mueve hacia ella va acompañada de deleite, o de alguna especie de placer, sea cual sea el asunto de que se trate. Y como el Creador ha determinado que deberíamos unirnos mediante el vínculo de la simpatía, ha fortalecido este vínculo mediante un deleite proporcional; y allí donde más se requiere nuestra simpatía —en las miserias de los otros—. Si esta pasión fuera simplemente dolorosa, evitaríamos con el mayor cui­dado todas las personas y lugares que pudieran excitar tal pasión (...) El de­leite que experimentamos en semejantes cosas nos impide huir de las esce­nas miserables; y el dolor que sentimos nos incita a consolarnos a nosotros mismos, consolando a aquellos que sufren; y todo esto antes de cualquier ra­zonamiento, gracias a un instinto que nos impulsa hacia sus propios fines sin nuestra participación"[6]. La simpatía se convierte así en un buen ejemplo de cómo Dios usa el mal para lograr el bien: el placer ante el do­lor ajeno acrecienta la simpatía y nos lleva a ocuparnos de los que sufren.

El placer de la segunda pasión social, la imitación, tiene casi la misma causa que el de la simpatía. "Pues como la simpatía hace que nos preocupemos de lo que los hombres sienten, así esta afección nos incita a copiar lo que hacen; y de ahí que experimentemos un placer al imitar, y con respecto a todo lo que pertenece a la imitación, meramente por el hecho en sí, y sin intervención alguna de la facultad de razonar, sino sólo en virtud de nuestra constitución natural, que la Providencia ha hecho de tal manera como para encontrar placer o deleite, según la naturaleza del objeto, en todo lo referente a los fines de nuestra existencia"[7].

Aunque subraya el valor de la imitación en la vida humana y su contribución a la estabilidad de la sociedad, Burke no puede dejar de advertir la otra cara de la moneda: si los hombres sólo fueran capaces de imitar, la sociedad no progresaría. Se ha de completar el estudio de las pasiones sociales esclareciendo la tercera: la ambición. La Benevolencia divina ha evitado los males que podrían seguirse de la imitación contrapesando esta pasión con otra que actúa en sentido inverso: "Dios ha implantado en el hombre un sentido de ambición y una satisfacción que hacen ver que superan a sus congéneres en algo considerado valioso entre ellos. Esta es la pasión que conduce a todos los hombres que vemos en uso para destacar, y la que tiende a hacer muy placentero todo aquello que excita en un hombre la idea de distinguirse"[8].

Smith no ofrece en ninguna parte una lista de esos principios básicos que dan cuenta de la estructura y/o el surgimiento del sistema cultural: por una parte, resulta imposible un estado de naturaleza, que constituiría una muestra de la raza humana en su pureza originaria, del que se pudiera extraer los rasgos constitutivos de su naturaleza: los resortes psicológicos que la constituyen fueron recogidos por Smith de su extenso conocimiento histórico y de la observación de su propia sociedad. A estas consideraciones debemos añadir que su intención fundamental no fuera proveernos de una lista comprehensiva de ellos, pues su interés era, por ejemplo, el modo en que los hombres actúan y juzgan moralmente, el modo en que debe operar un mercado para que sea justo, etc. Por esta última razón la tarea de agrupar esas tendencias im­plicará una criba de sus escritos: en algunas ocasiones, están explí­citamente consignadas; en otras, se tratará de identificar las pistas que conducen a aquellas que sólo se encuentran de manera velada. No se emprende, por tanto, el intento de fabricar una lista exhaustiva de principios humanos, sino, más bien, el de centrarse en aquellos que resultan de interés para el presente estudio, a saber, el escrutinio de las propiedades características de la naturaleza humana que son fundamento del sistema cultural[9].

Estos rasgos que componen la naturaleza humana pueden dividirse en tres grupos. En el primero estarían incluidas todas las características con las que el hombre ha sido dotado por el mero hecho de pertenecer a la raza humana, como las potencias cognoscitivas. La razón se incluiría aquí junto a los tradicionales cinco sentidos. El segundo grupo incluye el conjunto de sentimientos, impulsos, instintos, etc., presentes bajo el encabezamiento de "pasión". Según Smith, estas pasiones constituyen el centro de la naturaleza humana y son los mecanismos psicológicos en virtud de los cuales el comportamiento humano en sociedad se torna inteligible. Finalmente, el tercer grupo incluiría el sentido del deber y la sensibilidad estética.

La lista de principios relevantes para el cometido de este capítulo son[10]:

1. El deseo de ser aprobado y la figura del espectador imparcial.

2. La simpatía[11].

3. El deseo de agradar.

4. Los deseos de ser alabado y de merecer la alabanza[12].

5. Una "servilidad que nos inclina a adorar a nuestros superiores, y una cierta debilidad ante el comportamiento tiránico"[13].

6. Un deseo de persuadir, "sobre el que se funda la división del trabajo y quizás el discurso mismo"[14].

7. Una tendencia a la reciprocidad, que, en el campo económico, toma la forma de la propensión a "mercar, trocar e intercambiar unas cosas por otras"[15].

8. La sensibilidad estética, que incluye el deseo del estímulo psicológico, puesto que "la uniformidad cansa la mente"[16].

9. El deseo de mejorar nuestra condición, que "nos acompaña desde el seno materno y no nos abandona hasta la tumba"[17].

10. El deseo de la preservación propia y de la especie, quizás "los mayores fines de todas las criaturas vivientes"[18].

11. El hambre y la sed, la pulsión sexual, la búsqueda del placer y la huida del dolor, calificados como "pasiones originales e inmediatas"[19].

12. El sentido del deber[20].

Estos impulsos básicos parecen a primera vista una colección invertebrada de fuerzas independientes. No lo son, sin embargo, y lo que se intentará mostrar es que forman una red de dependencias mutuas: se comenzará con los dos principios más centrales al análisis de Smith, la simpatía y el deseo de ser aprobado por el resto de los hombres, para intentar luego mostrar que las demás tendencias o bien les están inmediatamente subordinadas o bien son formas particulares suyas. Este es el motivo de que los deseos de ser alabado y de agradar a los demás sean examinados bajo el encabezamiento de la aprobación y la simpatía, donde recibirán aclaración; también se incluirá allí el deseo de ser digno de alabanza, que no puede ser separado del de recibir alabanza.

Por otra parte, el sentido del deber y la especial sensibilidad estética del ser humano parecen no provenir de ninguno de los principios mayores, ni estar subordinados a ellos: el sentido del deber es un principio radical de la naturaleza humana que debe ser reservado hasta el final de la exposición, puesto que el papel que desempeña en la doctrina de Smith no es específico, esto es, no soporta una institución cultural determinada, sino que sirve como recurso general para la conservación de la moral y, por tanto, del sistema social y cultural. La sensibilidad estética del hombre, por su parte, está enraizada en la fantasía, y ha de ser atribuida a la dotación natural del hombre[21]. Los deseos recogidos bajo los rótulos de los puntos diez y once, por último, sólo serán aludidos al atender a otros temas. Como resultado de estos agrupamientos, la exposición quedará dividida en seis epígrafes.

1. Simpatía y deseo de ser aprobado. Intersubjetividad y sociabilidad.

A juicio de Smith, pueden determinarse, por lo que respecta a las instancias mediante las cuales juzgamos si una acción es correcta o incorrecta moralmente, tres grandes corrientes de pensamiento. Los autores que pertenecen a la primera, como Hobbes, Pufendorf y Mandeville, consideran al hombre como un egoísta que persigue únicamente el beneficio propio, expresado en términos de utilidad. Cudworth, entre otros, pertenece al segundo grupo, caracterizado por su racionalismo. El tercer conjunto de filósofos —al que se apunta Smith, al lado de Shaftesbury, Hutcheson y Hume— tiene por cierto que es necesario un sentido moral para juzgar las acciones: de Hutcheson, Smith aprenderá que la ética no es cuestión de deducir racionalmente conclusiones a partir de premisas evidentes quoad se y quoad nos; de Hume, que la simpatía cumple las fun­ciones del sentido moral que postulaba Hutcheson: no es necesario incluir una nueva facultad específica, distinta de las tradicionales, que sea el sentido moral[22].

Según Smith, la existencia de la simpatía[23] es un hecho patente: "por egoísta que se suponga a un hombre, hay evidentemente algunos principios en su naturaleza que le hacen tener interés en la fortuna de los demás, y vuelven la felicidad de estos necesaria para él, aunque no derive de ella más que el placer de contemplarla"[24]. Existe, por tanto, una atención primigenia de toda persona hacia sus semejantes, que no tiene nada que ver con el interés que mira a uno mismo, sino con la necesidad de com­partir los sentimientos propios con los demás. Smith está aquí ampliando el significado común de la palabra "simpatía", que, en último término, pasará a implicar no sólo la comunicación de una pena, como se refleja en el significado original del correspon­diente vocablo castellano "compasión", sino también de la pasión más gozosa.

Este simpatizar con otro es llevado a cabo por la fantasía: puesto que no disponemos de experiencia directa de lo que siente la otra persona, tenemos que intercambiar lugares con él en la imaginación, hasta compartir sus sentimientos y, de esta manera, entender su acción o padecimiento. Esto es tan universal que, sea cual sea la pasión ajena, una similar nace en el pecho del espectador atento.

Es sobradamente conocida la crítica que la filosofía analítica ha dirigido a este planteamiento[25]. Lo que debe subrayarse para comprender el vínculo entre la simpatía y el deseo de ser aprobado es que nada nos place tanto como "observar en otros hombres un sentir afín a las emociones de nuestro propio pecho; y nada nos sorprende más que la apariencia de lo contrario"[26]. Deseamos que los demás simpaticen con nosotros, por cuanto el otorgamiento de la simpatía lleva consigo la aprobación de nuestra conducta, cosa que buscamos por encima de todas: "La naturaleza, cuando formó al hombre para la sociedad, le dotó del deseo originario de agradar y de una aversión, también original, a ofender a sus hermanos (...). Ella hizo la aprobación de estos extremadamente halagadora y máximamente agradable por sí misma; y su reprobación, de lo más mortificante y ofensiva"[27]. Y en otro lugar insiste Smith en que "comparado con el desprecio de la humanidad, el resto de los males externos es soportado fácilmente"[28].

Esta aprobación está ligada sólidamente al funcionamiento de la simpatía, puesto que, para merecer la aprobación de otros, debemos establecer vínculos simpatéticos con ellos. Este proceso, suscitado por el deseo de recibir aprobación, resulta ser el factor so­cializador por excelencia, ya que, debido a la diferencia en intensidad de los sentimientos producidos por la situación real (punto de vista del actor) y los provenientes de la situación imaginada (punto de vista del espectador) ambos tienen que darse cuenta de que se necesita un esfuerzo para establecer el vínculo: la comunicación sólo puede tener lugar si observador y observado tienen en cuenta que siempre media una distancia entre las dos apreciaciones, que las posturas desde las que se profieren los juicios resultan hasta cierto punto inconmensurables. Si actor y espectador están dispuestos a acercarse en su entendimiento de la situación, su re­solución da lugar al ejercicio de todas las virtudes: "Sobre estos dos esfuerzos diferentes, sobre el del espectador por entrar en los sentimientos de la persona afectada principalmente, y sobre el de esta persona por amortiguar sus emociones hasta el nivel con el que pueda concordar el espectador, se fundan dos conjuntos diferentes de virtudes. Las delicadas, amables y amistosas, las de la condescendencia cándida y la humanidad indulgente están fundadas sobre uno; las grandes, inspiradoras de respeto, las virtudes de la negación de sí, del propio gobierno, de ese señorío sobre las pasiones que somete todos los movimientos de nuestra naturaleza a lo que la dignidad y el honor, y la propiedad de nuestra conducta, requieren, tienen su origen en el otro"[29].

Como resultado del esfuerzo doble del agente y del espectador, por tanto, se desarrollan las virtudes que permiten el mantenimiento de la sociedad: de otra manera, puesto que el hombre también está dotado de pasiones antisociales como el odio y el resentimiento, las reglas de la justicia no serían observadas, lo que equivaldría al caos[30]. Y esto es así aun si aquellos dos sentimientos, del agente y del espectador, no son unánimes: podrían únicamente concordar a grandes rasgos; pero esto es lo único que se requiere para la armonía de la sociedad[31]. El modo en que se desarrolla este juego es especialmente claro en los juicios morales.

Cuando descubrimos, después de haber juzgado a otros, que también nuestras acciones son susceptibles de juicio moral, el deseo de concordar con nuestros semejantes —el deseo, en definitiva, de agradarles— nos impulsa a juzgarnos a nosotros mismos, del modo en que lo harían los demás. Pero esto no significa que la simpatía nazca con ocasión de ese apercibimiento, sino, más bien, que el deseo de concordar con los demás, con el fin último de ser aprobados, es lo que suscita el juicio acerca de uno mismo. Así, la percatación del juicio que los demás hacen sobre nosotros es previo al que pronunciamos sobre nosotros mismos: la simpatía es condición necesaria de nuestro vernos como sujetos morales, de la capacidad de nuestras acciones de recibir juicio moral. Y Smith va aún más lejos, afirmando que no sólo es que nuestra conciencia moral derive de la percatación del juicio ajeno sobre nuestras acciones, sino que también el dominio de sí nace de ella: "nuestra sensibilidad hacia los sentimientos de los demás, lejos de ser incoherente con la hombría del dominio de sí, es el principio mismo sobre el que se fundamenta tal hombría"[32].

Smith mantiene que existen dos clases de juicio moral: el que versa sobre la propiedad de una acción y el que recae sobre su mérito o demérito. De acuerdo con la segunda clase, el sentimiento que da lugar a la simpatía es visto a la luz de los efectos beneficiosos o dañinos que tiene el viso de producir, cosa que reclama castigo o recompensa. La primera clase, la interesante para esta exposición, es el juicio de la proporción o desproporción del sentimiento del que procede la acción respecto a la causa que lo provocó: confrontados con el sentimiento de otra persona, tratamos de concebir "lo que nosotros sentiríamos en una situación parecida"[33]. En cuanto que el agente desea la aprobación simpatética de sus semejantes, amortiguará "su pasión al tono con el que los espectadores sean capaces de concordar"[34], y acabará por juzgarse como lo haría un espectador imparcial. Esta reacción es conducida por el deseo natural de agradar, lógicamente subordinado al deseo de ser aprobado: lo que el hombre apetece es que sus semejantes concuerden con él, puesto que eso equivale a agradarles, y agradarles, a su vez, equivale a que nos otorguen la aprobación. En este sentido, Smith afirmará: "¿Qué felicidad hay mayor que ser amado y saber que merecemos serlo? ¿Qué mayor miseria que ser odiado y saber que lo merecemos?"[35]. El carácter social del hombre se muestra no tanto en la benevolencia, tesis de Hutcheson, como en el autodominio por el que atemperamos las pasiones.

De acuerdo con Smith, únicamente aprendemos a juzgar nuestra conducta moral cuando aprendemos a juzgar la del resto de los hombres, y en la medida en que nos percatamos de que los demás juzgan nuestras acciones. Como pondrían de manifiesto es nuestro siglo Ch. H. Cooley y G. H. Mead, principalmente[36].

Respecto a esta afirmación de que la intersubjetividad es constitutiva de la subjetividad, Smith escribe: "El principio por el que aprobamos o reprobamos naturalmente nuestra conducta parece ser enteramente el mismo que aquel por el cual ejercemos juicios similares sobre el resto de los hombres"[37]. De hecho, sólo comenzamos a escrutar nuestras acciones, a fin de ponerlas en concordancia con las preferencias de los demás, en la medida que nos apercibimos de que nuestros juicios tienen efectos sobre su comportamiento. Así, comenzamos "a examinar nuestras pasiones y nuestra conducta, y a considerar cómo les deben parecer, viendo cómo nos parecerían a nosotros en su situación. Nos suponemos los espectadores de nuestro comportamiento y tratamos de imaginar los efectos que, bajo esta luz, tendría sobre nosotros"[38]. De acuerdo con esto, debemos separarnos de nosotros mismos, tanto al juzgar las acciones ajenas como las propias; juzgamos estas no por introspección, sino adoptando el punto de vista de un espectador imparcial: el principio por el que aprobamos naturalmente nuestro obrar es el mismo por el que aprobamos el de los demás. Esto es relevante: de la misma manera que aprobamos la conducta de otro intercambiando lugares con él, nos tenemos que contemplar a nosotros mismos desde un punto de vista externo: "No podemos sondear nuestros sentimientos y motivos, no podemos formar ningún juicio sobre ellos, a menos que nos separemos de nosotros mismos, de, por así decirlo, nuestro lugar natural, a menos que nos atrevamos a verlos desde una posición distante"[39]. Así, al juzgar la conducta propia, se produce una división en dos personas: el juez o examinador, por una parte, y el juzgado, por otra.

Ahora bien, el punto de vista de la tercera persona que el juez representa no se refiere sólo al valor moral de mis actos, extremo que, hasta cierto punto, podría ser subvenido en gran parte desde un juez externo real, sino que es constituyente del modo en que, como actor, entiendo mi(s) papel(es) en la sociedad y, por tanto, llego a hacerme cargo de una dimensión no desdeñable de mí mismo. En la medida que los papeles sociales posibilitan realmente cursos de acción, y en tanto que tal posibilidad sólo puede quedar definida por un marco de actuación, o sea, por una asigna­ción de derechos y deberes, el punto de vista de la tercera persona resulta inexcusable. Es decir, el alcance de la doctrina de Smith en torno al espectador imparcial no se limita al ámbito de las valoraciones morales sino que alcanza a la autoconciencia psicológica misma del sujeto, puesto que no cabe entender lo que se espera de mí al margen de criterios públicos y, por tanto, del punto de vista de una tercera persona. Brevemente: para poder interactuar con los demás miembros de la sociedad, he de adoptar un punto de vista excéntrico.

Los juicios sobre las acciones propias no difieren en ningún sentido relevante de la forma en que emitimos juicios sobre las acciones de los demás[40]. El espectador imparcial es condición necesaria para el conocimiento propio verdadero, especialmente por lo que respecta a la condición de merecedor de alabanza que todo hombre busca. Es posible, por tanto, actuar contra las opiniones de los demás y las reglas morales vigentes en la sociedad, puesto que no dependemos enteramente de los halagos de otros, sino que tenemos un motivo recto, que nos conduce a buscar la excelencia.

Smith mantiene que este deseo de ser digno de alabanza es piedra angular de la naturaleza social del hombre, y que el amor de la alabanza no es suficiente: "Pero este deseo de aprobación y esta aversión a la reprobación de nuestros hermanos no habría hecho, por sí solo, apto al hombre para la sociedad con vistas a la que fue hecho. La naturaleza, de acuerdo con esto, le ha dotado no sólo del deseo de ser aprobado, sino del de ser aquello que habría de aprobarse; o de ser aquello que él aprueba en otros hombres. El primer deseo sólo le podría haber hecho desear parecer apto para la sociedad. El segundo era necesario para inculcarle el ansia de ser realmente apto. El primero le habría suscitado la afectación de la virtud y el ocultamiento del vicio. El segundo era necesario, a fin de inspirarle el verdadero amor a la virtud y el aborrecimiento real del vicio"[41].

El hombre desea, por tanto, no sólo ser alabado, sino también ser digno de esas alabanzas. Y lo segundo no se deriva de lo primero, es decir, no se puede reducir a un caso particular de esto último, en el que el alabado y el que alaba resultan ser la misma persona: son diferentes en muchos aspectos.

El origen del deseo de ser digno de alabanza ha de encontrarse en el hecho de que naturalmente concibamos amor y admiración por aquellos cuyos carácter y conducta aprobamos; y esto nos dispone necesariamente a desear ser objeto de sentimientos placenteros semejantes; el origen ha de buscarse, por tanto, en la emulación, que, a su vez, se enraíza en nuestra admiración por la excelencia ajena. Necesitamos saber que somos admirables por las mismas razones por las que los demás lo son, y, para hacer esto, debemos convertirnos en espectadores imparciales de la conducta propia e intentar verla con los ojos de otra gente. Si tenemos éxito al hacer esto, nos gozaremos; pero si otra gente concuerda con nosotros, su aprobación habrá de fortalecer la percepción de nuestro merecimiento de alabanza. Smith escribe que "en este caso, tan lejos está el amor de ser digno de alabanza de estar derivado del amor de alabanza, que este último parece, por lo menos en gran medida, estar derivado del primero"[42]. Efectivamente, la alabanza no merecida no nos reportará ninguna satisfacción: será más mortificante que la censura más amarga.

La alabanza y la acusación, según Smith, expresan lo que realmente existe; merecer una u otra, lo que naturalmente deberían ser los sentimientos de otra gente con respecto a nuestro carácter y nuestra conducta. La motivación humana comprende más que el amor a ser alabado, como puede verse en otros escritos de Smith: el hombre desea naturalmente ser merecedor de alabanza; aunque Smith mantiene que el amor de alabanza, si bien menos valioso moralmente que el amor de ser merecedor de alabanza, es más relevante para el comportamiento humano normal, pues constituye la motivación real para la mayor parte de la gente. Como escribe en su Moral Sentiments, "muy pocos hombres pueden quedar satisfechos con la conciencia privada de que han conseguido tales cualidades o realizado cuales acciones, que admiran y alaban en otras personas; a menos que se reconozca generalmente que poseen las primeras o han llevado a cabo las segundas"[43].

Una tesis ulterior de Smith que ayuda, en cierta manera, a entender los principios naturales que subyacen al comportamiento social humano es la huida de la acusación [blame][44]. En cierto sentido, podría decirse que Smith está separándose de sus influencias estoicas: el hombre sabio podrá frecuentemente ignorar la alabanza, habiéndola merecido, pero organizará todos sus actos de modo que no sólo se evite toda actividad que pueda ser considerada reprobable, sino también que pudiera suscitar la más tenue sospecha. Acto seguido, Smith cita a Cicerón: "mucha gente que desprecia la gloria es mortificada en extremo por el reproche injusto; y esto es de lo más incoherente"[45]. Y, en efecto, lo es; pero, añade Smith, esa rareza parece estar fundada en los principios inalterables de la naturaleza humana. Smith está aquí reiterando, por otras vías, la tesis de que el hombre necesita ser reconocido por los demás para sentirse miembro de la comunidad y entenderse a sí mismo como actor: mientras que la falta de alabanza no implica la exclusión de la sociedad (es, cuando menos, neutral a ese respecto), y, por consiguiente, es algo que el sabio puede aguantar, ser culpado le excluye a uno directamente de la comunidad de los leales y dignos de confianza. La aprobación de los demás es, en este sentido, necesaria, porque el espectador imparcial es demasiado débil para mantener la autoridad en todos los casos: el hombre interior, que, según Smith, es el tribunal al que podemos apelar al vernos asediados por una culpa que no merecemos, constituye, esto es cierto, un tribunal superior e independiente, pero el clamor externo puede ser lo suficientemente potente como para dejarlo atónito y confuso, de forma que ya no profiera sus juicios libremente, sin el agobio de la premura y el miedo. En tales casos, opina Smith, la única vía de salida es el recurso a Dios, a un mundo en el que el mérito será distribuido con justicia.

No hace falta considerar el alcance de este recurso de Smith a un mundo futuro. Basta con indicar que, hasta su llegada, estaremos sometidos a la ilusión con respecto a nuestra conducta. Y este autoengaño es la fuente de la mitad de los desórdenes de la vida humana. La naturaleza, no obstante, ha proporcionado el remedio: el sentido del deber, que nos conduce al respeto de todas las reglas morales, conformadas según las preferencias propias y de la comunidad. Pero esto será expuesto al final del capítulo, ya que el sentido del deber actúa como un apoyo general para el mantenimiento de la sociedad, a distinción de otras potencialidades, que ejercen su influencia en aspectos particulares.

Ahora se tratará de los dos principios que están más cerca de la simpatía y del deseo de ser aprobado, y que incluso podrían verse como modificaciones de estos.

2. Servilidad: la mejora de la propia condición y el principio de autoridad

En algunos pasajes de su obra, Smith añade calificativos a la búsqueda de simpatía que, como se vio arriba, es común a todos los hombres: está prescrito en la naturaleza humana que apreciemos la estima que nos tienen los que sean superiores a nosotros en riqueza o poder: "sobre esta disposición de la humanidad de acomodarse a las pasiones de los ricos y poderosos se fundamenta la distinción de los rangos y el orden de la sociedad. Nuestra buena predisposición hacia los superiores surge con mayor frecuencia de la admiración por las ventajas de su situación que de cualquier expectativa privada de beneficio por su buena voluntad. (...) Estamos deseosos de asistirles para completar un sistema de felicidad que se aproxima a la perfección; y deseamos servirles por mor de ellos mismos, sin otra recompensa que la vanidad o el honor de que se sientan reconocidos respecto a nosotros"[46]. Sobre este principio, modulación de la simpatía, pivotan dos tendencias: por una parte, el deseo de mejorar nuestra condición, del que depende una gran parte del mantenimiento del orden social; y, por otra, el principio de autoridad, que consiste en nuestra proclividad a reconocer como justos superiores a los que nos exceden en ciertas cualidades. Junto al principio de utilidad —este segundo, de menor im­portancia—, da cuenta del uso del gobierno civil[47].

a) El deseo de mejorar nuestra condición y la distinción de rangos

En la sección sobre los efectos de la prosperidad y la adversidad sobre los juicios de la humanidad con relación a la propie­dad ["propriety"] de una acción, Smith pregunta: "¿qué puede añadirse a la felicidad de un hombre sano, libre de deudas y con una conciencia tranquila? Al que está en tal situación, cualquier afluencia de fortuna puede serle superflua; (...) no obstante, esta situación podría llamarse el estado natural y ordinario de la humanidad"[48]. Pero, precisamente porque se trata de un estado feliz, hay mucho que perder; y cuando acontece lo adverso, razona Smith, el espíritu del que lo sufre se hunde mucho más respecto del estado natural de lo que la prosperidad puede elevarle sobre él. De acuerdo con esta asimetría del estado natural del hombre respecto a la felicidad y la tristeza, al espectador le resulta muy difícil simpatizar con el que sufre: siempre entramos en la pena con reluctancia, mientras que compartimos el gozo con agrado.

Esta circunstancia, que la humanidad esté dispuesta a simpatizar más enteramente con el gozo que con la pena, hace que hagamos ostensibles nuestras riquezas y ocultemos las miserias: "Nada es tan mortificante como encontrarnos en la desazón de ser vistos por todos y sentir que, aunque nuestra situación es patente a los ojos de toda la humanidad, ningún mortal concibe por nosotros ni la mitad de lo que sufrimos. ¡Aún más!, es principalmente por esta consideración de los sentimientos de la humanidad por lo que perseguimos las riquezas y evitamos la pobreza"[49]. Smith prosigue diciendo que el deseo de ser atendido con consideración es lo que pone en marcha la ambición, la búsqueda de riquezas, del poder y la preeminencia: cualquier hombre puede cubrir sus necesidades con los frutos de su labor, y no hay diferencia relevante entre la comodidad de un labriego y la de un rey; la única ventaja del último, en relación con el primero, es que el rico (y, en general, el poderoso) se gloría, porque siente que sus ventajas le atraen naturalmente la atención del mundo y que la humanidad está dispuesta a sumarse a su gozo. El hombre pobre, por su parte, siente que no está siendo tomado en cuenta, puesto que resulta difícil que otros hombres simpaticen con su desgracia. El hombre de rango y distinción, por el contrario, será observado complacientemente por el mundo entero.

Así, la admiración por tales hombres nace, en primer lugar, del hecho de que el gozo sea más agradable que la pena; a esto se debe añadir que, en palabras de Smith, "cuando consideramos la condición de los grandes en esos engañosos colores en que la puede pintar la imaginación, parece ser casi la idea abstracta de un estado perfecto y feliz"[50]. El resultado de esta circunstancia es que "favorecemos todas sus inclinaciones y aceptamos todos sus deseos". La imaginación no puede sino adjuntar a los ricos y a los que gobiernan una felicidad superior a la de cualquier otro, a pesar de la razón y la experiencia[51]. "Sobre esta disposición de la humanidad de amoldarse a las pasiones de los ricos y poderosos se funda la distinción de rangos y el orden social"[52]. Merece la pena recalcar el modo en que Smith liga el mantenimiento de la sociedad, jerárquicamente estructurada, al resorte psicológico que es su fundamento. No es el interés privado lo que da lugar a ese sentimiento, sino la mera admiración, ya que los beneficios que vienen de los ricos sólo nos llegan a unos pocos de nosotros, pero sus fortunas interesan a todos. Y sigue delineando esta pasión, fundamento del principio de autoridad, contrastándola con el principio de autoridad: no otorgamos nuestra deferencia a los poderosos por el orden y paz que puedan traer a la sociedad. El argumento de Smith para avalar esta tesis es que, aun cuando el mantenimiento de la sociedad es amenazado por esa gente poderosa, tendemos a obedecerles: es lo natural, puesto que actuar de otra manera es fruto de la razón y la filosofía, pero no de la naturaleza.

El deseo de mejorar nuestra condición surge principalmente, ya se ha dicho, de la tendencia a admirar a los ricos y poderosos; pero en él pueden reconocerse también la simpatía, el particular estatuto de la fantasía humana y el deseo de ser aprobado. En primer lugar, cabe identificar una versión estetizada del gusto y la delicadeza, peculiares a la humanidad, que nos hacen ver los bienes casi como una meta moral: "los placeres de la riqueza y la grandeza (...) asaltan a la imaginación como si fueran grandes, bellos y nobles, cuyo logro compensa la pena de todo el sufrimiento y ansiedad que son tan proclives a producir. Y está bien que la naturaleza se nos imponga así. Es este engaño lo que arranca y mantiene en movimiento continuo la actividad de los hombres"[53]. Fue esta motivación la que suscitó que el hombre cultivase la tierra y edificara casas, que fundara ciudades y mejorase las ciencias y las artes.

En segundo lugar está la vanidad, que Haakonssen define como la presión imaginaria o real de la observación de la sociedad sobre nosotros, interiorizada por medio de la simpatía[54], y que es superior a la comodidad o el placer. Se deriva, por tanto, a través de la simpatía, del deseo de ser aprobado por los demás miembros de la sociedad. En este sentido, Smith escribe: "puesto que, ¿para qué toda la fatiga y el padecimiento del mundo? (...) ¿Es para cubrir las necesidades de la naturaleza? El salario del trabajador más modesto puede hacerlo. (...) ¿De dónde, por tanto, surge la emulación que corre por los diferentes rangos de los hombres, y cuáles son las ventajas que proponemos por medio de ese gran propósito de la vida que llamamos la mejora de nuestra condición? Ser observado, ser atendido, que se le tome a uno en cuenta con simpatía, complacencia y aprobación son todas las ventajas que podemos proponernos derivar de él"[55].

El deseo de ser reconocido suscita, como hemos visto, la tendencia a mejorar nuestra situación. De nada sirve, por consiguiente, insistir, como hace Meek, en que esto último es muestra del materialismo de Smith.

b) El principio de autoridad y el gobierno civil

Cuando se ve contra el trasfondo de la teoría del contrato social, la doctrina de la obligación política aparece como un ejercicio de realismo político[56]: los seres humanos están en sociedad no como resultado de una deliberación racional, sino por un movimiento instado por dos principios: el de autoridad y el de utilidad. El primero consiste en que el hombre está inclinado a someterse a los que considera excelentes en diversos aspectos; el segundo dice que el gobierno es un mecanismo necesario para la protección de la propiedad privada y, por tanto, la garantía de una existencia pacífica.

La autoridad tiene como su fundamento la tendencia natural del hombre a amoldarse a los sentimientos y deseos de los poderosos, hecho que, a su vez, encuentra su raíz en que resulte mucho más sencillo simpatizar con el gozo que con el sufrimiento, cuya hondura es siempre mucho mayor que el alcance de nuestra comprensión.

Cuando establece los criterios históricos sobre los que se puede fundar el principio de autoridad, Smith habla de cuatro diferentes, de los que el primero es la "superioridad en las cualidades personales, en la fuerza, en la belleza y agilidad del cuerpo; en la sabiduría, la virtud, prudencia, justicia, fortaleza y moderación de la mente"[57]. Estas características, no obstante, son difíciles de comparar entre los hombres y, de acuerdo con esto, ninguna sociedad, salvaje o civilizada, derivó nunca su autoridad solamente de esta circunstancia: se necesita algo más llano y palpable.

La superioridad en la edad, segundo de los criterios, no admite disputa alguna, a menos que las personas sean tan mayores que no quepa comparación fiable. Smith hace notar que no sólo las sociedades salvajes, como las de Norteamérica (donde constituye el único criterio), sino que también las civilizadas, consideran que este principio resulta sólido, por ser "llano y palpable".

La autoridad puede fundarse también en la superioridad en la fortuna. Este principio vige más claramente en las sociedades rudas, en el período de los pastores, donde el cacique, cuyas ganancias son suficientes para sostener a un millar de hombres, no tiene en qué gastarlas salvo en sostener aquellos hombres que, al depender enteramente de su amo para su subsistencia, le profesan respeto y reconocimiento absolutos. Esta fuente de autoridad no puede tener importancia en la edad de los cazadores, puesto que su estructura social no permite una gran desigualdad en las fortunas; los únicos criterios, por endebles que sean, vienen de las cualidades personales y la edad.

El cuarto criterio es la superioridad en el nacimiento. Se deriva de la superioridad en la fortuna y la refuerza: puesto que todas las familias son igualmente antiguas, "antigüedad" es o bien de la riqueza o bien de la grandeza que se funda en ella o la acompaña. Los hombres fácilmente obedecen a alguien que siempre ha sido su superior, pero se sienten molestos al tener que mostrar respeto a un recién llegado.

El nacimiento y la fortuna, que emergen por primera vez en la edad de los pastores, son, por tanto, las dos circunstancias principales que colocan a un hombre por encima de otro. Desde esta perspectiva, resulta sencillo entender que el principio de autoridad sea superior al de utilidad: el primero está presente en todas las edades, ya sea en una forma más vigorosa o más diluida, mientras que el principio de utilidad sólo puede surgir en la edad de los pastores, cuando nos encontramos con una gran desigualdad en la posesión de bienes y, por tanto, con la posibilidad de un daño grande a la propiedad. El gobierno civil, por tanto, "en la medida en que es instituido por la seguridad de la propiedad, se instituye realmente para la defensa de los ricos contra los pobres, o de aquellos que tienen alguna propiedad contra los que no tienen ninguna"[58]. Más adelante se tratará detenidamente la relación entre propiedad y gobierno.

3. El deseo de persuadir y la dimensión retórica del dis­curso

De la misma manera que, a partir de los juicios morales sobre los otros hombres pasamos a juzgarnos a nosotros mismos, el deseo de ser creídos procede de nuestra proclividad a creer a los demás[59]. Comenzamos admirando a gente y, luego, deseamos ser admirados; somos, en primera instancia, dirigidos por otros hombres y, con posterioridad, pasamos a albergar el deseo de dirigir a otros, de ser creídos. Pero este sentimiento no es suficiente: no sólo queremos ser creídos, sino también ser dignos de tal crédito. Esta distinción, como puede verse, es muy afín a la existente entre ser alabado y ser digno de tal alabanza.

Smith continúa argumentando de la siguiente manera: "El deseo de ser creído, el deseo de persuadir, de guiar y dirigir a otra gente, parece ser uno de los más fuertes de entre nuestros deseos naturales. Es quizás el instinto sobre el que se basa la facultad del discurso, la facultad característica de la naturaleza humana"[60]. Como en el caso del deseo de ser aprobado, la persuasión no es propia de los animales, quienes, por tanto, no son capaces de tener un lenguaje, ya que "el discurso es el mayor instrumento de la ambición, de la superioridad real, de la guía y dirección de los juicios y conducta del resto de personas"[61].

La tesis de Smith podría resultar sorprendente, pues, ¿cómo es posible decir que un sentimiento, el de creer y ser creído, es previo al lenguaje? Parece, más bien, que creer a alguien y ser creído por él es un comportamiento intrínsecamente lingüístico. El aspecto más valioso de esta intuición probablemente pueda ser iluminado con una propuesta de Vico: el lenguaje se basa en la persuasión o en el deseo de ser creído. Para ser más exactos, lo que se basa sobre la persuasión es el uso estrictamente racional del lenguaje, mientras que el uso originario es fundamentalmente retórico: las argumentaciones típicamente racionales son lógica y temporalmente subsiguientes a los usos imaginativo y retórico. La retórica es, por tanto, previa a la ciencia racional, pues aprendemos a construir un argumento racional por propósitos retóricos. De este modo, la capacidad de racionalización mana del deseo de convencer a otros y, en consecuencia, la vida social real y la ciencia —en cuanto que cadena racional de argumentaciones— se desarrollan por medio del deseo de convencer[62]. Esta precedencia de la retórica respecto de la gramática puede encontrarse ya en algunos autores renacentistas, según explica Marín: "el humanismo supondría una inversión en el orden y jerarquía de las disciplinas del trivium, en virtud de que la gramática no se 'deduce' de la lógica y la retórica de la gramática, sino que retórica y gramática se hacen correlativas y mutuamente precedentes respecto de la lógica (...). Se trata, pues, de que la constitución de la gramática deja de pensarse en dependencia respecto de la lógica, y pasa a depender de la retórica con la que se articula en la forma de inventio, del descubrimiento. No es que la lógica deje de contener un conjunto de relaciones necesarias, sino que estas dejan de ser pensadas como prescriptivas, para pasar a ser pensadas como alumbradas (inventadas-descubiertas) por la creatividad humana según las exigencias y posibilidades de un tiempo y unas circunstancias concretas"[63]. Por decirlo de otro modo: la gramática sigue siendo prescriptiva, pero no es a priori respecto del uso del lenguaje, es decir, no es el conjunto de axiomas y principios a partir de los que la razón deriva necesariamente los modos de usar la lengua. Estos sólo pueden tomarse de los usos inventados-descubiertos por los hablantes.

La ligazón entre el deseo de persuadir y el de ser creído, por una parte, y el deseo de ser aprobado, por la otra, es bastante claro: se desea ser creído porque entonces la otra persona está aprobando lo que se dice y, al hacerlo, está reafirmando la propia pertenencia a la comunidad, que tiene en su base la comunión en un cierto número de creencias verdaderas e intereses rectos. En este sentido, mentir va directamente a contrapelo de la estructura de la sociedad: es una conducta radicalmente antisocial. Smith atribuye una gran importancia a esta tesis, y escribe que "siempre resulta mortificante no ser creído, y lo es doblemente cuando sos­pechamos que esto sucede porque se nos supone indignos de ser creídos y capaces de engañar grave y voluntariamente"[64]. Cuando se considera a alguien indigno de ser creído, se le excluye automáticamente de la comunión social, de la prosecución común de la excelencia, sea esta la que sea, y es condenado, en esa misma medida, a la soledad y la frustración. Por esta razón Smith cree que llamar mentiroso a alguien es la más grave afrenta posible: es la declaración de que esa persona ya no puede gozar de crédito, la única fuente posible de la tranquilidad, la comodidad y la satisfacción en la sociedad de sus iguales. Alguien que no pudiera recibir la aprobación de los demás, ni aun pensaría en entrar en sociedad y, a juicio de Smith, "apenas podría dejar, según creo, de morir de desesperación"[65].

Este proceso de pérdida de confianza sufrido por el mentiroso puede verse desde otro punto de vista: no sólo no se le da crédito como actor, sino que también se le descarta como observador potencial de la conducta de otras personas. Smith escribe: "El hombre que da rienda suelta a esa pasión natural (la libre comunicación de los sentimientos y opiniones), que nos invita a su corazón, que, por así decirlo, nos abre las puertas de su pecho, parece ejercer una especie de hospitalidad que es más deliciosa que cualquier otra. Ningún hombre, que esté normalmente de buen ánimo, puede dejar de agradar, si tiene la fortaleza de pronunciar sus sentimientos reales del modo en que los vive y porque [sic] los vive"[66]. Sólo esas personas atraen nuestra confianza, es decir, únicamente esas personas pueden convertirse en medida de nuestras acciones: estamos dispuestos a confiar en aquel que confía en nosotros, podemos confiar en el caso en que hay reconocimiento y aprobación mutuos, lo que muestra el vínculo entre el principio de persuasión y el de reciprocidad. Puedo ser humano únicamente en la medida en que establezco relaciones de aprobación, por medio del persuadir, con el resto de las personas, a través de la simpatía.

La sociedad puede verse, de acuerdo con esto, al modo en que Mauss[67] propuso, haciendo de eco (inadvertidamente, por lo que sabemos) a Smith: como un sistema de intercambio a través del cual los hombres se hacen humanos. En el caso de Smith, el principio económico del intercambio es sólo una forma particular del principio general de la reciprocidad, el modo en que este comparece en la producción y comercio de bienes.

4. El principio de reciprocidad y la división del trabajo

La división del trabajo fluye directamente de una propensión inscrita en la naturaleza humana, según la cual intercam­biamos y trocamos objetos. Y esto es común a todos los hombres, y sólo a ellos: los animales no pueden concordar unos con otros. Nunca se ha visto a un perro, "el animal más sagaz, intercambiar un hueso por otro con un compañero"[68]. En efecto, parece bastante claro que la propensión a intercambiar no sólo es específica de los seres humanos, sino que constituye uno de los radicales antropológicos más importantes de la sociedad humana. Y muy probablemente sea más sencillo, como propone Smith, entender la división del trabajo como efecto de la tendencia al intercambio que viceversa. Por lo menos, una poderosa corriente de pensamiento de antropología social, nacida del Essai sur le don de Marcel Mauss, ha intentado comprender, como se dejó indicado arriba, el todo del orden social como un sistema universal de intercambio.

Parece a primera vista que este principio tiene su fundamento en las diferencias existentes entre los hombres: una persona especialmente dotada para, por ejemplo, hacer flechas, intercambiaría el producto de su trabajo con otra, que le proporcionara, digamos, carne. Pero no es este el caso, a juicio de Smith, porque la habilidad en una tarea determinada, más que causa de la división del trabajo, es su consecuencia: un portero y un filósofo no son distintos en los primeros años de su vida, sino que sus ocupaciones les hacen desarrollar algunas destrezas particulares mientras atrofian otras. De hecho, sigue argumentando, entre salvajes no hay apenas diferencia en sus capacidades.

La base de la disposición de intercambiar y trocar no es, como se ve, una diferencia en las destrezas originales de los hombres: Smith cree que "su fundamentación real es ese principio de persuadir que tanto prevalece en la naturaleza humana. Cuandoquiera que se presentan argumentos para persuadir, siempre se espera que tengan su efecto apropiado. Si una persona asevera cualquier cosa sobre la luna más lejana, aunque no sea verdad, sentirá una especie de intranquilidad al ser contradicho, y se gozaría en que la persona a la que está intentando convencer fuera de su misma manera de pensar. Deberíamos, por tanto, cultivar principalmente el poder de la persuasión, y en verdad que lo ha­cemos sin buscarlo. Puesto que en su ejercicio se emplea toda la vida, al final se alcanzará, sin lugar a dudas, un método ajustado de mercar entre los hombres"[69]. Este método —la división del trabajo, por supuesto— es, según esto, puesto en práctica no como el resultado de una reflexión sobre sus ventajas e inconvenientes inmediatos, sino como producto de la tendencia a la reciprocidad.

El estudio pormenorizado del funcionamiento de la división del trabajo tendrá su lugar en el capítulo segundo, en el que se estudiará la noción que Smith tiene de las leyes sincrónicas y diacrónicas de la libertad.

5. El sentido del deber

Al seguir la exposición de la tendencia a emular a los ricos y poderosos y a sumarse a sus sentimientos y deseos, resultaba difícil evitar la sensación de que esa tendencia sería proclive a contrariar los criterios del espectador imparcial, pues podría conducir al desprecio de pobres y débiles. Smith trata este punto en el siguiente pasaje: "esta disposición a admirar, y casi adorar, a los ricos y poderosos y despreciar o, al menos, ignorar, a las personas de baja condición, aunque necesaria para mantener la distinción de rangos y el orden de la sociedad es, al mismo tiempo, la más grande y universal causa de la corrupción de nuestros sentimientos morales"[70]. No obstante esta advertencia, Smith defiende que ese deseo, que, en último término, no es sino un engaño, resulta socialmente beneficioso, teniendo en cuenta que conduce a la humanidad a mejorar su condición. "Y está bien que la naturaleza se nos imponga de tal manera. Es este engaño el que arranca y mantiene en continuo movimiento la actividad de la humanidad"[71]. Sólo es necesario que el hombre equilibre este impulso con sus juicios morales para que el engaño resulte beneficioso. La posibilidad de caer presa de la vanidad y la fatuidad es, por consiguiente, esquivable, pero real. A este respecto, Smith afirma claramente que "merecer, adquirir y gozar el respeto y la admiración de la humanidad son los grandes objetos de admiración y emulación. Ante nosotros se presentan dos caminos distintos, conducentes por igual al logro de objetivo tan deseado: el primero, por medio del estudio, la sabiduría y la práctica de la virtud; el otro, por medio de la adquisición de la riqueza y la grandeza"[72]. Por supuesto, Smith quiere defender que el primero debe ser el deseado, pero aquí nos encontramos con la distinción entre el moralista y el sociólogo: el primero defiende la primacía de la virtud y la sabiduría como metas del hombre; el segundo admite que la mayor parte de las personas no puede evitar seguir el ancho camino de la admiración y la riqueza[73]: no todos pueden juzgar correctamente.

Con todo, la naturaleza ha proporcionado un remedio contra este mal. A partir de la experiencia podemos conformar una serie de reglas que nos dirigen de una manera cuasiautomática a realizar buenas acciones y a evitar las malas. Cuando espontáneamente reprobamos algo y vemos que todo el mundo hace lo mismo, formamos una regla general que afirma que esa acción en particular ha de ser evitada. Lo mismo vige para las acciones posi­tivas. Estas reglas generales no son a priori, sino a posteriori: "cuando leemos en una historia o romance, observa Smith, el relato de acciones generosas o mezquinas, la admiración que concebimos por las primeras y el desprecio que sentimos por las segundas no surgen por haber reflexionado y llegado a la conclusión de que existen ciertas reglas generales que declaren las acciones de un tipo admirables y las del otro despreciables. Esas reglas generales, por el contrario, están todas formadas a partir de la experiencia que hemos tenido de los efectos que las acciones de los diversos tipos producen naturalmente en nosotros"[74]. La observancia de esas reglas generales de conducta es lo que puede llamarse con propiedad "sentido del deber"[75], "de la mayor relevancia en la vida humana, y el único principio mediante el cual puede el grueso de la humanidad dirigir sus acciones"[76].

Hay en moral un criterio claro: algunas personas pueden juzgar correctamente, ya que, ante cualquier acontecimiento, en ellos aflorarán los sentimientos apropiados; otra gente, sin embargo, es incapaz de eso, pero, habiendo sido educados correctamente, observan las reglas generales de moralidad, que complementan su falta natural de dotación[77].

Este respeto por las reglas adquiere, por consiguiente, la mayor importancia, puesto que, por él, el "grueso de la humanidad" puede armonizar con el conjunto de personas privilegiadas que son autárquicas en los juicios morales. De hecho, Smith afirma que la observancia del deber es uno de los puntos sobre los que pivota la existencia misma de la sociedad humana: teniendo en cuenta que la mayoría de la humanidad no puede emitir juicios morales correctos, la falta de respeto a las reglas generales de conducta daría en una rebelión contra la justicia; y esta justicia es condición sine qua non para el crecimiento cultural, moral y económico de la sociedad.

Este sentido del deber, sigue argumentando Smith en la misma vena que Shaftesbury y Hutcheson, y en oposición al positivismo teológico, es reforzado por una opinión que es "primero grabada en la naturaleza, y luego confirmada por la razón y la filosofía, a saber, que esas importantes reglas de moralidad son los mandamientos y leyes de la deidad, que, al final, premiará a los obedientes y castigará a los transgresores del deber"[78]. En primer lugar, la existencia de tal opinión en el hombre parece ser obra de la naturaleza: desde el alba de la humanidad, los hombres han modelado dioses, atribuyéndoles el mismo conjunto de características que veían en sus inteligencias. Surgieron, por tanto, de esperanzas, miedos y sospechas naturales, y fueron propagados por medio de la simpatía y confirmados por la educación. Estos dioses de vista omniabarcante eran garantes de la moralidad, pues se los consideraba vengadores de la perfidia e injusticia. Y así la religión, aun en su forma más tosca, sancionó las reglas de la moralidad, mucho antes de la edad del razonamiento artificial y la filosofía. "Que los terrores de la religión implementaran el sentido natural del deber era de una importancia demasiado grande para la felicidad de la humanidad como para que la naturaleza lo dejara depender de la lentitud e incertidumbre de las investigaciones filosóficas"[79].

Estas investigaciones filosóficas confirmaron las anticipaciones originales del hombre, ya que, sea cual sea la instancia por la cual juzguen moralmente los hombres, ha de llevar con ella "las divisas más evidentes de su [de la deidad] autoridad, lo cual denota que fueron establecidas en nosotros con el fin de ser los árbitros supremos de todas nuestras acciones, de supervisar todos nuestros sentidos, pasiones y apetitos, y juzgar en qué medida cada uno había de ser consentido o reprendido"[80]. Con verdad puede decirse de ellas, por tanto, que son las leyes de la deidad, pues fueron pensadas para actuar como "los principios rectores de la naturaleza humana (...), promulgados por los vicerregentes que ha ins­tituido en nuestro interior". Estos vicerregentes son, por supuesto, los hombres interiores, que hacen cumplir esas leyes castigando su quebrantamiento con la vergüenza y el remordimiento, y recompensando nuestras buenas acciones con la tranquilidad de espíritu, con el contento y la propia satisfacción.

Aparte de este argumento, que nace de la tendencia natural, y del razonamiento a partir de la investigación filosófica y la experiencia, Smith considera un tercero, que, a su juicio, es uno entre muchos: "la felicidad de la humanidad, así como la de todas las otras criaturas racionales, parece haber sido el propósito original del designio del Autor de la Naturaleza cuando trajo esta a la existencia"[81]. Este supuesto estado de cosas es confirmado ulteriormente por la naturaleza, que actúa "como si" fuera su intención promover la felicidad de todos los hombres y ampararlos de la miseria. Como consecuencia, si no actuamos de acuerdo con los dictados de la moralidad, corremos en sentido contrario al designio divino. Esta es otra vía de llegar a la creencia en otro mundo, en el que cada cosa será asignada a la persona adecuada de acuerdo con sus acciones pasadas.

Por todas estas razones, esas reglas generales de acción vienen a ser consideradas como las leyes de la deidad; con la ventaja de que así los actores no quedan nunca fuera de la vista del contemplado, lo que llega a ser un motivo capaz de restringir las pasiones más furiosas. El respeto natural a las reglas de la moralidad es mejorado por la religión.

6. Sensibilidad estética y creatividad cultural

La mejor manera de plantear el estatuto peculiar de la fantasía humana y su papel en la cultura es examinar los fragmentos en que Smith traza una distinción entre los animales y los hombres, puesto que se apoya en la particularidad del gusto y delicadeza humanos, los dos directamente implicados con la imaginación. Estos fragmentos se encuentran en su tratamiento de la "Police" [política civil], incluido en sus Lectures on Jurisprudence[82]. En ellos centra su atención en el tema de la abundancia, tratando de explicar la noción misma de riqueza. Pero para hacer esto primero ha de inquirir qué signifique ser rico, tarea que acomete examinando lo que llama "deseos [wants] naturales de la humanidad".

La naturaleza proporciona a cada animal lo que este necesita para su mantenimiento y reproducción, sin que haya necesidad alguna de transformarlo. Pero el caso del hombre es distinto, ya que ha sido dotado de un gusto peculiar, de manera que rara vez encuentra nada en su estado natural adecuado a sus preferencias: necesita elaborarlo. Esta delicadeza hace que el hombre encuentre todo susceptible de mejora; el hombre salvaje, por ejemplo, puede vivir de comida cruda, pero, ante la posibilidad de cocinarla, encuentra que puede llegar a ser más provechosa y fácilmente digerible. El hombre también es de una constitución endeble que demanda abrigo y cobijo. Mientras que los otros animales se adaptan al medio, el hombre lo transforma: no es biológicamente viable sin cultura.

Estas afirmaciones se asemejan a algunas de la antropolo­gía biológica de Gehlen[83] (o, más precisamente, viceversa), e im­plican, al menos, dos cosas: en primer lugar, que el hombre es un ser de necesidades; pero, en segundo lugar, que el desarrollo cultural no sigue un curso necesario, como, por ejemplo, Foley[84] hace decir a Smith: depende del gusto y delicadeza del hombre, no sólo en el nivel de las necesidades más específicamente humanas, sino también en el de las biológicas, que, en el caso del hombre, no son meramente tales, pues están imbricadas con los diversos modos culturales de satisfacerlas.

Después de tratar las necesidades relativas a la constitución corpórea del hombre, Smith examina las que brotan de su peculiar delicadeza mental: el hombre siente la necesidad de transformar su medio, no sólo para lograr su subsistencia, sino para habitar: tiene necesidad de las artes, y toda su industria es empleada no en la satisfacción de necesidades materiales, que pueden ser cubiertas por el trabajo independiente del individuo, sino para procurar lo que su sensibilidad y delicadeza demandan. Las artes sirven a esta meta.

Smith desgrana los tres particulares en que consiste nues­tro sentido de la belleza: en primer lugar, siguiendo en este punto fielmente a Hutcheson[85], la variedad adecuada, puesto que la uniformidad cansa a la mente y demasiada diversidad también resulta desagradable; en segundo, la fácil conexión: la imaginación ha de descubrir que una parte del objeto reclama a la otra, que existe un vínculo natural entre ellas; y, por último, el orden simple. Estas cualidades dan ocasión al placer y el dolor, que, no obstante, no son estrictamente paralelos a los de los animales, pues la humana es una imaginación racional: mientras que en los animales la variedad de dolor y placer está limitada en espacio y tiempo, el hombre es capaz de ir más allá, gracias a la índole de su imaginación. A este respecto, Smith mantiene que el placer no es la mera satisfacción sensorial, sino "lo que podría llamarse un estado natural de la mente, un estado en el que no nos encontramos llenos de júbilo ni abatidos, un estado de sosiego, tranquilidad y compostura..."[86]. La percepción de placer y dolor, en su carácter específicamente humano, está fundada sobre la delicadeza del gusto y la potencia imaginativa peculiares al hombre.

Las necesidades, por tanto, son cubiertas de una manera humana propia, y esta actividad de mejorar y multiplicar "los materiales que son objetos principales de nuestras necesidades, da ocasión a toda la variedad de las artes"[87]. Smith está proponiendo algo parecido a una tesis de Malinowski en Una teoría científica de la cultura[88], a saber, que las instituciones culturales encuentran su explicación cuando se las ve como medios por los que se cubren las necesidades humanas[89].

La provisión de las necesidades es, por tanto, fuente de donde manan las artes. Y, de acuerdo con esto, las concernientes a las necesidades más primarias de los hombres dieron lugar a las demás. La agricultura, metalurgia y comercio suscitaron artes subsidiarias; la escritura nació para registrar las transacciones; la geometría sirvió muchos propósitos útiles como, por ejemplo, la división de las tierras de cultivo, etc.

***

Se ha intentado mostrar en este capítulo que el deseo de ser aprobado es, para Adam Smith, el principio más radical de la naturaleza humana y que está presente, de una forma u otra, en el resto de las tendencias. La simpatía, por su parte, media en los procesos de relación social, ya que el sentimiento es lo que une a los hombres, y la comunicación de aquellos es en todo caso simpatética. Estos dos principios, según se quiso argumentar, son el fundamento, hasta puntos diferentes, del resto de resortes de la naturaleza humana: los deseos de agradar, de ser alabado, de emular a los ricos (y mejorar la propia condición), de persuadir e intercambiar cosas encuentran su clarificación, de formas diversas, en términos del deseo de ser aprobado y de la simpatía. La sensibilidad estética y el sentido del deber, por su parte, parecen ser radicales del hombre, pero de menor peso en el planteamiento de Smith.

Resulta ahora necesario, como fue prometido más arriba, un análisis de hasta qué punto las leyes sincrónicas y diacrónicas de la cultura, si es que existen, son leyes de la libertad o meras regularidades, asimilables a las del mundo cósmico.



[1] Burke, E., Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello, Madrid: Tecnos, 1987, Sección X.

[2] Id., Parte I, Sección X

[3] Id., Parte I, Sección XI

[4] Cfr. Id., Parte I, Sección XVIII.

[5] Id., Parte I, Sección XII

[6] Id., Parte I, Sección XIV.

[7] Id., Parte I, Sección XVI.

[8] Id., Parte I, Sección XVII.

[9] Recientemente, Robert L. Heilbroner ha propuesto un lista razonablemente completa de los principios que Smith considera más íntimos a la naturaleza humana. Esta lista, no obstante, ignora, por ejemplo, el deseo de mejorar la propia condición y el sentido del deber, entre otros que desempeñan una tarea en la propuesta de Smith. Cfr. R. L.,"The Socialization of the Individual in Adam Smith", en History of Political Economy 14/3 (1982), pp. 427-39. Los exponentes más cercanos a este planteamiento smithiano son Hume y Hutcheson. El primero escribe: "¿Conoceríais los sentimientos, inclinaciones y el curso de vida de los griegos y de los romanos? Estudiad bien el temperamento y las acciones de franceses e ingleses: no podéis equivocaros mucho al transferir a los primeros la mayor parte de las observaciones que hayáis hecho respecto a los últimos. La humanidad es tan igual en todos los momentos y lugares que la historia no nos informa de nada nuevo o extraño a este respecto. Su uso principal es únicamente descubrir los principios constantes e universales de la naturaleza humana, mostrando a los hombres en todas las variedades de circunstancias y situaciones, y dotándonos de los materiales a partir de los que podemos formar nuestras observaciones y adquirir familiaridad con las fuentes [springs] de la acción y el comportamiento humanos" (An Inquiry concerning Human Understanding VIII.I.44). Hutcheson, por su parte, declara que "todos los que piensan que este universo, y la naturaleza humana en particular, fueron formados por la sabiduría y el consejo de Dios, deben esperar encontrar en nuestra estructura y forma ciertas pruebas claras que muestren las ocupaciones propias de la humanidad, para qué modo de vida, para qué deberes nos dota la providencia y la sabiduría de nuestro Creador, y cuáles son los medios adecuados para la felicidad. Así, pues, debemos buscar con precisión en la constitución de nuestra naturaleza, para ver qué clase de criaturas somos" (A Short Introduction to Moral Philosophy, Glasgow, 1747, 2).

[10] Se trata aquí de las pasiones simples, ya que Smith mantiene que existe una infinidad potencial de mezclas entre ellas, que podría dar una infinidad correlativa de pasiones compuestas. Como ilustración, cfr. TMS II.ii.2 y LRBL i.165-6.

[11] Cfr. id. I.i.

[12] Cfr. id. III.2.

[13] WN I.ii.

[14] TMS VII.iv. En WN VII.iv.25, Smith escribe: "El deseo de ser creído, el deseo de persuadir, de conducir y dirigir a otra gente, parece ser uno de los más fuertes de nuestros deseos naturales. Es quizás el instinto sobre el que se funda la facultad del discurso, característica de la naturaleza humana".

[15] WN I, ii.

[16] LJ(B) 208.

[17] WN II.iii.28.

[18] Id. II.i.5.

[19] Id. II.i. Cfr. el siguiente texto de Hume: "Hay implantada en la mente humana una percepción del dolor y el placer, que es el mayor resorte y principio de moción de todas sus acciones", Treatise, I.iii.10.2.

[20] Cfr. Id. III.

[21] La sensibilidad estética podría incluirse en el primer grupo, puesto que está basada en la fantasía; con todo, quizá resulte más provechoso tratar esta característica separadamente, porque, por una parte, es lo suficientemente importante para hacerlo así, puesto que otras tendencias dependen de ella; y, por otra, porque, a diferencia de los sentidos externos, implica un proceso de aprendizaje y, por tanto, una conformación cultural.

[22] Sobre la especificidad en Hutcheson, a diferencia de Shaftesbury, de los sentidos moral y estético puede verse P. Kivy, The Seventh Sense, Nueva York: Franklin and Co., 1976; L. Formigari, L'estetica del gusto nel Settecento inglese, Firenze: Sansoni, 1962 y J. V. Arregui, "El presunto realismo estético de F. Hutcheson" en Themata 10 (1992), pp. 629-57, donde puede encontrarse la bibliografía pertinente. Para la historia del Moral Sense, véase A. Guzzo, "Il senso morale", en Filosofia 33 (1982), pp. 143-80; J. Sprute, "Der Begriff des Moral sense bei Shaftesbury und Hutcheson", en Kant Studien 71 (1980), pp. 221-37; R. B. Voitle, "Shaftesbury's moral Sense", en Studies in Philology 52 (1955), pp. 17-38. Para la influencia de los ilustrados británicos en Kant es indispensable la lectura del capítulo III de la segunda parte de M. Fontán del Junco, El significado de lo estético. La "Crítica del Juicio" y la filosofía de Kant, Pamplona: Eunsa, 1994.

[23] Se pueden distinguir, al menos, dos sentidos de "simpatía" en Smith: en primer lugar, el sentimiento que surge espontáneamente en el pecho del observador, pero que no implica todavía juicio moral; este es del que se habla ahora. En segundo lugar, el juicio que se hace de la bondad o maldad moral de una acción, y que exige, para ser correcto, un espectador bien informado, entre otras cosas. No es necesario darles dos nombres distintos, lo que no tiene por qué llevar a confusión, si se atiende al contexto. Para una explicación de los distintos sentidos de este término, cfr. los dos primeros epígrafes del capítulo tercero de K. Haakonssen, A Science of a Legislator, Cambridge: Cambridge University Press, 1985.

[24] Id. I.i. Se puede decir, por tanto, que la simpatía es la versión smithiana de la sociabilidad natural que impele al hombre a relacionarse con el resto de sus semejantes, objeto del estudio de Grocio y Pufendorf. Este último reconoce el origen claramente estoico de este sentimiento, y cita a Séneca: la naturaleza "ha implantado en nuestro pecho el afecto mutuo, y nos ha hecho aptos para el trato en sociedad" (Cfr. De Jure Naturae et Gentium Libri Octo, III.3.I., de Pufendorf). También Locke considera que la sociabilidad es uno de los principios fundamentales de la ley natural: el hombre "es urgido a entrar en sociedad por cierta propensión de su naturaleza, y a estar preparado para el mantenimiento de la sociedad por el don del discurso y a través del intercambio lingüístico; de hecho, lo está en la misma medida en que se ve obligado a preservarse" (Essays on the Law of Nature, Oxford: Clarendon Press, 1954, pp. 157-8).

[25] La crítica wittgensteniana a la idea de que se infieren los estados de ánimo ajenos a partir de la conducta y las alteraciones orgánicas puede encontrarse expuesta en J. V. Arregui, "Descartes y Wittgenstein sobre las emociones", en Anuario Filosófico 1991 (24), pp. 289-317.

[26] Id. I.ii. Es curioso que Haakonssen no advierta la subordinación lógica del deseo de concordar con los demás a la tendencia a buscar la aprobación de nuestros iguales: el pasaje de la Theory of Moral Sentiments en la página 49 de su obra no permite colegir que el fin que se persigue al intentar escrutar los verdaderos sentimientos de los demás sea el solo concordar. Sí puede entenderse, tomando apoyo en otros textos, citados arriba, que lo buscado es la aprobación del resto de la sociedad. Cfr. TMS, VII, iv.28.

[27] Id. III.2.6.

[28] Id. I.iii.2.

[29] Id. I.i.5.1. El primer conjunto de virtudes puede relacionarse con el "principio de humanidad" del que hablaba Hume y con la benevolencia, pieza clave de la filosofía moral de Hutcheson.

[30] Sobre este particular, cfr. Id. II.ii.

[31] Cfr. Id. I.i.4.7.

[32] Id. III.iii. Smith entiende que la moral no puede comprenderse de modo solipsista: no existe un "cuidado de sí" al margen de la sociedad. El hombre sólo puede llevar una vida moral, sólo puede practicar la virtud en cuanto inmerso en el tejido social. Incluso las virtudes, aparentemente más privadas, como el dominio afectivo de sí mismo, tienen como condición necesaria un contexto de referencias público.

[33] Id. I.i.1.2.

[34] Id. I.i.4.7. El origen de esta metáfora musical puede encontrarse en la obra de Pufendorf, De iure naturae et gentium libri octo 2.1.7. Cfr también el Treatise, de Hume, II.I.xi; II.II.V-8; III.II.I-I; III.III.I.

[35] Id. III.I.

[36] La comparación es abordada sistemáticamente por S. Shott, "Society, Self and Mind in Moral Philosophy: The Scottish Moralists as Precursors of Symbolic Interactionism", Journal of the History of the Behavioural Sciences 12/1 (1976), pp. 39-46. Sobre el otro generalizado véase I. Sánchez de la Yncera, La mirada reflexiva de G. H. Mead, Madrid: CIS-Siglo XXI, 1994. Una de las derivaciones más importantes de esta doctrina es que la idea de un estado de naturaleza, previo a la sociedad y del que nacería esta, es lógicamente imposible, pues, en esa situación, los seres humanos no serían capaces de juzgar moralmente sus acciones y, en consecuencia, carecerían de conciencia moral, por no mencionar la autoconciencia psicológica. Obviamente, un ser sin conciencia moral, esto es, incapaz de juzgar las propias acciones, no puede llamarse propiamente "individuo" en el significado filosófico moderno de este término. Por otra parte, un estado de naturaleza del que naciera la sociedad es imposible por una razón ulterior, a saber, que juzgar moralmente es condición necesaria para la constitución de la sociedad, y que, según Smith, no se puede comenzar a hacerlo desde cero: la educación moral de los individuos supone un tejido social de valores y expectativas, a partir del que se desarrolla autónomamente el sentido crítico del individuo. Con esta insistencia en el peso del contexto social para la educación ética del hombre, Smith está entornando la puerta a la dialéctica individuo-sociedad: no existe un individuo hecho al margen de la sociedad, que después encuentre a esta como límite de su libertad

[37] Id. III.1.2.

[38] Id. III.1.5.

[39] Id. III.I.

[40] Resulta imposible seguir correctamente una regla sin un criterio público: su ausencia haría equivalentes seguir una regla y creer que se la está siguiendo. La obra más importante sobre este asunto, y que ha generado una extensísima polémica, sigue siendo la de S. Kripke, Wittgenstein on Rules and private Language. An elemmentary exposition, Oxford: Blackwell, 1982. Cfr. también C. Rodríguez Lluesma, "Seguir una regla y conocimiento práctico", en Anuario Filosófico 28/2 (1995), pp. 395-409.

[41] Id. III.2.7.

[42] Id. III.II.

[43] III.iii.

[44] No existe un sustantivo castellano que traduzca "blame" directamente: culpa debe reservarse para "guilt", y acusación para "accusation"; a la forma verbal ("to blame"), sin embargo, sí se le podría asignar el verbo "culpar", que parece no tener relaciones pragmáticas tan directas con, por ejemplo, "pecado".

[45] Ibid.

[46] TMS I.iii.2.3. Hutcheson dice que "la riqueza y el poder son los dos grandes motores de la virtud" (Short Introduction, pp. 53-4) y que la gente respeta las riquezas porque las asocia a "una mezcla de ideas morales, de benevolencia, de capacidades empleadas con amabilidad" (System, I:104).

[47] Aquí se dejará de lado el principio de utilidad, que no necesita mayor explicación: a todo el mundo interesa que exista un gobierno que proteja lo propio de intrusiones.

[48] Id. I.III.i.

[49] Id. I.III.ii.

[50] Ibid.

[51] Esta es la razón de que el principio de autoridad sea especialmente fuerte en las monarquías, en las que el respeto ha de dirigirse a una sola persona. En el caso de una república, por el contrario, prevalece el de utilidad, hasta tal punto que el primero es prácticamente proscrito: la admiración por una persona particular estropearía el funcionamiento conjunto de la democracia. Para la exposición del principio de autoridad, cfr. LJ(A), v, 119-20 y 129-32; LJ(B), 12-3 y 93; WN V. i. b. 2-11. Por lo que respecta al de utilidad, LJ(A), v, 120-2, y 129-32; LJ(B), 13-4 y 93

[52] TMS I.III.ii.

[53] Id. IV.i.9-10. Mandeville, en su Fábula de las abejas, se refiere también a este mecanismo de emulación de las personas superiores en rango, aunque el tinte es más oscuro, pues lo hace derivar de la soberbia: los pobres siguen a los poderosos en sus modas, aun con el precio de aumentar su jornada laboral y privarse a veces de lo básico. Esta actividad "o, al menos, su consecuencia, pone a trabajar a los pobres, añade espuelas a la laboriosidad y anima al artesano diestro a buscar ulteriores mejoras" (The Fable of the Bees: Or, Private Vices, Publick Benefits, dos vols., Oxford: Clarendon Press, 1924, I, pp. 129-30).

[54] Haakonssen, op. cit. Véanse también las pp. 52-4, donde explica la ecuación.

[55] TMS I.iii.2.1.

[56] Esta sugerencia es de Haakonssen, op. cit., p. 183.

[57] WN V.i.b.5.

[58] Op.cit., V.i.b.12.

[59] Cfr. TMS VII.IV.

[60] Ibid.

[61] Ibid.

[62] Para una buena exposición de estas ideas de Vico, cfr. J. Schaeffer, Sensus Communis. Vico, Rhetoric and the limits of relativism, Londres: Duke University Press, 1990 y M. Mooney, Vico e la tradizione della retorica, Bolonia: Il Mulino, 1991.

[63] Marín Pedreño, H., "Humanismo Pericial", Cuadernos de Empresa y Humanismo 42 (1994), pp. 38-9. El epígrafe más relevante para nuestro propósito es "El nuevo trivium: retórica, gramática y lógica".

[64] Ibid.

[65] Ibid.

[66] Ibid.

[67] Cfr. su "Ensayo sobre los dones, motivo y forma del cambio en las sociedades primitivas", en Sociología y Antropología, Madrid: Tecnos, 1979, pp. 155-268.

[68] LJ(B) 219.

[69] Ibid. 221. Ofrecer a alguien un chelín, dice en otro lugar Smith, es algo mucho más complicado de lo que podría parecer a primera vista, pues constituye la oferta de un argumento para persuadir a alguien de que haga algo por su propio interés. Por otra parte, en el artículo "Isaac Newton's influence on Adam Smith's Natural law in economics" (Journal of the History of Ideas 21/3 (1989), pp. 497-505), N. Hetherington afirma que Smith es incapaz de determinar si la propensión a intercambiar una cosa por otra es un principio original de la naturaleza humana o consecuencia necesaria de las facultades de la razón y el discurso. Parece haber motivos para pensar lo contrario, como se ha visto.

[70] TMS I.iii.3.1.

[71] Id. IV.1.10.

[72] Ibid.

[73] Id. I.III.iii.2.

[74] Id. III.IV.

[75] Al usar aquí "sentido" Smith no propugna la existencia de una instancia específica con la que se percibirían los propios deberes: está refiriéndose solamente a la percepción de estos, sin explicitar las facultades que intervienen en ella.

[76] TMS. III.5.1.

[77] Se podrían poner en relación estas reglas morales smithianas con las del sentido común en Reid, pues ambas forman la cristalización del sentir primigenio humano.

[78] TMS. III.V. Esta doctrina shaftesburiana, convertida en lugar común, se condensa en los siguientes textos de Los Moralistas: "Porque, ¿cómo puede ser inteligible la suprema Bondad a quienes no conocen qué es la bondad misma? ¿O cómo puede comprenderse que la virtud merezca una recompensa cuando su mérito y su excelencia se desconocen todavía? Seguramente empezamos por el extremo erróneo cuando demostramos el Mérito por la Aprobación y el Orden por la deidad. -Esto es lo que nuestro amigo pretende reparar. Porque al ser respecto de la Virtud lo que has llamado antes un realista, se esfuerza en mostrar que la virtud es realmente algo en sí mismo y en la naturaleza de las cosas, no arbitraria o fabricada (...), no constituida desde fuera ni dependiente de la costumbre, el gusto o la voluntad, ni siquiera de la suprema Voluntad que no puede gobernarla de ningún modo, sino que, al ser necesariamente buena es gobernada por ella y es siempre uniforme con ella" (Parte II, sección III). La idea de bondad ha de estar cifrada, en primer término, en la naturaleza humana, pues ¿cómo íbamos a saber en caso contrario que los milagros son obra de Dios?: hemos de reconocerlos como buenos para atribuírselos a El. Cfr. op. cit. Parte II, sección V.

[79] TMS III.V.

[80] Ibid.

[81] Ibid.

[82] LJ(B), 203-333.

[83] "En efecto, morfológicamente, el hombre, en contraposición a los mamíferos superiores, está determinado por la carencia que en cada caso hay que explicar en su sentido biológico exacto como no-adaptación, no-especialización, primitivismo (...). Con otras palabras: dentro de las condiciones naturales, originales y primitivas, hace ya mucho tiempo que se hubiera extinguido (...)" (El Hombre, Salamanca: Sígueme, 1987, p. 37). Cfr. también los epígrafes "El matrimonio entre naturaleza y espíritu" y "Sobre cultura, naturaleza y naturalidad", de su Antropología Filosófica, Barcelona: Paidós, 1993.

[84] Foley, V., The Social Physics of Adam Smith, West Lafayette: Purdue University Press, 1976, especialmente los capítulos 3 y 4.

[85] Cfr. F. Hutcheson, Una investigación sobre el origen de nuestra idea de belleza, Madrid: Tecnos, 1992, sección II, artículos 3 y 4, donde se defiende que la belleza es la uniformidad en la variedad.

[86] The Imitative Arts, II, 20.

[87] LJ(B) 209. Esto no es contrario a la afirmación de que la cultura no esté conducida por la necesidad. Puede distinguirse entre el hecho de que la cultura surja originalmente de la necesidad de cubrir las necesidades, por una parte, y el de que la historia de la cultura sea un proceso necesario, por otra. Puede ser necesario que exista alguna cultura, aunque ninguna en concreto sea necesaria. Lo primero no implica un juicio sobre la producción de entidades intencionales y reales.

[88] Malinowski. B., Una teoría científica de la cultura, Barcelona: Edhasa, 1981.

[89] En este momento no queremos discutir si este modo de argumentación es vacuo o no.

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