lunes, 12 de julio de 2010

Los modales de la pasión: Adam Smith y la sociedad comercial - Introducción

Introducción

El nacimiento del Banco de Inglaterra y la deuda pública, del patrocinio parlamentario, del ejército profesional y de una clase de rentistas que, en beneficio propio, mantenían las dos anteriores instituciones, provocaron cambios que hicieron pasar lo económico al primer plano de la conciencia británica: para algunos, el mundo se convertía en una jungla de apetitos e irracionalidad, productor de heteronomía y cambios vertiginosos, pues la independización de los bienes muebles respecto de los inmuebles significaba que el sujeto perdía los puntos de referencia, que le resultaba imposible ligarse al origen, a la patria, y que estaba continuamente expuesto al voluble apetito consumidor de entidades fantasmagóricas, como las acciones y participaciones en deuda pública, cuyo valor dependía de la confianza en la solidez del estado. Charles Davenant, por ejemplo, cuyos escritos se extienden entre 1695 y 1710, subraya la irrealidad del crédito: "de todos los seres que tienen existencia sólo en las mentes de los hombres, nada es más fantástico y fino que el crédito; nunca se le ha de forzar; pivota sobre la opinión, depende de las pasiones de esperanza y miedo; muchas veces viene sin haberlo buscado, y otras se va sin razón; y una vez perdido, difícilmente se lo recupera"[1]. El crédito sería la encarnación de los sentimientos e imaginaciones de los hombres; la tierra, en cambio, lo natural y permanente, lo real, cuyos rasgos son reconocibles[2].

Otros autores, partidarios de la situación emergente, como Defoe[3] y Addison[4], intentaron hacer ver que el carácter variable del crédito no constituía tanto volubilidad cuanto poder de reflejar el mérito verdadero, pues el avance financiero sólo puede existir donde hay confianza y apoyo: las revueltas le espantan. Así, el fundamento de la nueva actividad económica no era la tierra, un asiento natural, sino las relaciones interpersonales mismas, una sede intrínsecamente social, con lo que la vida humana se exoneraba de sus condicionamientos naturales para tener como requisito sus propios productos, el entramado social mismo. Quienes defendían el nuevo orden intentaban asignar los recientes inventos financieros al territorio del acuerdo social, acercando los sentimientos y pasiones al sentido común, a una armonía de las pasiones. La solidez de la economía sería el marchamo de una sociedad bien asentada y en orden[5].

Como se ve, los defensores del antiguo orden social y los del nuevo estaban en desacuerdo; pero no discrepaban al establecer los términos de su diferencia: un orden cuyo punto focal era la acción política y el discurso estaba dejando paso a otro que se constituía al ritmo del agigantamiento económico, y que tenía como quicios el deseo, el interés, el sentimiento: la pasión. La polémica trasciende el ámbito de la economía o de la política para alcanzar las cuestiones más radicalmente antropológicas: ¿qué significa ser un ser humano? ¿en qué consiste el florecimiento humano? ¿qué es la plenitud humana?

En la versión británica de la Querelle entre antiguos y modernos, entran en liza dos versiones diferentes del humanismo, dos interpretaciones distintas de qué es una vida humana que vivir y de cómo actúan los seres humanos. Porque si -como ha explicado Marín- se en­tiende por "humanismo" la interpretación que en cada época histó­rica y cultural se da de qué significa ser humano, de cómo corres­ponde actuar a los seres humanos y de cuáles son las actividades por cuya cuenta corre el logro y la plenitud de la propia humanidad[6], mientras los partidarios del antiguo humanismo cívico antiguo cifraban lo humano del hombre en la práctica austera de la virtud y la participación en la vida política, los modernos defensores del humanismo comercial vinculaban el desarrollo de la virtud y el refinamiento de las costumbres y de las artes al nuevo ideal de la politeness, posibilitado por el lujo y la riqueza, al tiempo que trasladaban la participación en la vida pública del ámbito político al comercial. El cumplimiento humano tiende a realizarse ahora en el plano profesional.

Como lo que estaba en juego eran dos interpretaciones diferentes de qué es un ser humano y de cómo actúan los seres humanos, esto es, qué comportamiento es el "correcto", el ajustado y propio de hombres y mujeres refinados, la cuestion de las manners, de los modales, alcanzó singular importancia. Pues la propia humanidad se cifra en ellas: lo específico del hombre, la humanidad de su comportamiento, consiste en "tener modales". El perfeccionamiento de la humanidad pasa por el refinamiento de los modales. Por esta razón, Arregui y Arnau advierten, refiriéndose a Shaftesbury, que la cuestión de las manners no es sim­plemente un asunto de buena educación o de cortesía versallesca en su sentido peyorativo: "se trata más bien de que Shaftesbury parece vislumbrar en su crítica al concepto de estado de naturaleza que lo específico del ser humano es, por usar la expresión de Geertz, su capacidad de organizar simbólicamente su conducta. Precisamente porque carece de pau­tas biológicas predeterminadas de comportamiento, el hombre regula su conducta siguiendo patrones simbólicos, o sea, manners. Como forma epocal del huma­nismo, el ideal shaftesburiano de la politeness parece consciente de que el modo de ser humano no queda garantizado por una naturaleza biológica o psicológica entendida como sustrato común, ni fundado por ella, sino por el seguimiento de unas reglas culturales de conducta, de unas depuradas manners"[7].

Además, estas dos versiones diferentes del humanismo suponen también dos interpretaciones diferentes de qué es la naturaleza humana. Pues, como ha indicado entre otros Geertz, todo ethos cultural se presenta a sí mismo como la naturaleza humana, de manera que la regulación cultural del comportamiento se autocomprende como fundada tanto en el modo de ser del hombre como en el de las cosas: puesto que las cosas son así, hay que comportarse así[8]. De modo que tanto el humanismo cívico como el comercial desarrollan una concepción de la naturaleza humana que les sirva de fundamento.

En consecuencia, una comprensión suficiente de la nueva propuesta del humanismo comercial de Smith pasa por enraizarla en la polémica que sobre la naturaleza humana venía desarrollándose en Gran Bretaña, y especialmente en Escocia. Y, tras los tres últimos lustros de investigaciones, está ya fuera de duda que la obra del "Padre de la Ilustración escocesa" debe comprenderse como una reacción y crítica a la ortodoxia reformada monopolizadora de las universidades escocesas desde finales del dieciséis hasta bien entrado el dieciocho. En la misma medida que sólo cabe entender el dieciocho escocés haciendose cargo del blanco de sus críticas, sólo puede hacerse uno idea del nacimiento de las ciencias sociales atendiendo al humus en el que nacen: las refinadas discusiones de psicología moral provenientes de unas no menos alambicadas polémicas en teología moral y en ascética. A fin de cuentas, como la filosofía social de la ilustración nace en el seno de un tratamiento de las pasiones humanas—que muestra una y otra vez sus orígenes teológicos—, sus planteamientos sociológicos se corresponden especialísimamente con su explicación de la naturaleza humana comprendida como conjunto de resortes psicológicos, como una mecánica pasional.

Así, la preeminencia de lo pasional en la constitución de la sociedad es solidaria del debate sobre la naturaleza humana, propiciado en parte por doctrinas neoestoicas y neoplatónicas, y sobre todo por el auge de las doctrinas ascéticas y antropológicas que tomaban como base la depravación total del hombre. Escribe Calvino: "yerran infantilmente los que consideran que el Pecado original consiste sólo en el deseo y la moción desordenada de los apetitos, pues se aferra al mismo asiento de la razón y sobre el corazón entero". Así que la razón también está corrupta; es la "prostituta del diablo" (Lutero), pues pretende alcanzar una salvación que sólo adviene por la gracia. Las pasiones son el origen de toda acción humana, ya que los intentos de la razón son vanos. El hombre es esclavo de sus pasiones, y sólo le cabe esperar la rectificación de los apetitos que proviene de la gracia. El amor de sí, egoísta y soberbio, constituiría el motivo de acción más extendido.

Los que se opusieron a esta doctrina recusaron la tesis del amor enfermo como motivo casi universal, pero aceptaron el planteamiento básico: una teoría de la acción humana debe tener como ingredientes fundamentales las pasiones. La rehabilitación de la dinámica afectiva humana, comenzada por Shaftesbury, supuso extremar el arrinconamiento de la instancia cognoscitiva en la génesis del actuar. En efecto, los esfuerzos más notables de estos autores se limitaron a intentar mostrar que el hombre era capaz de actuar por motivos distintos del egoísta y corrupto amor de sí. El trasvase de este planteamiento psicologista al análisis de la sociedad no podía ser más fácil. Para los rigoristas, el problema era cómo puede haber orden en la sociedad, teniendo en cuenta la incapacidad del hombre para actuar virtuosamente. Para Shaftesbury y sus seguidores, la cuestión era: puesto que la sociedad funciona, ¿cuáles son las pasiones benignas que contrapesan las dañinas?[9]. Pero, como se ve, los materiales de los dos interrogantes son los mismos: las pasiones son los motores de la acción.

Lo que es más: en las últimas fases de la polémica —por razones expuestas más adelante—[10], no sólo se asumía que la acción provenía de las pasiones, sino también que era causada cuasimecánicamente por ellas, como reconoce explícitamente Hume: las pasiones operan del mismo modo que las causas naturales[11]. Esta afirmación hace comparecer, desde el comienzo, la relación entre el sujeto, la acción y el sentido de esta como un problema: ¿puedo predicar de una acción que es mía si sólo me cabe asistir a una conexión causal cuyo inicio está en mí, pero del que yo no puedo disponer de ninguna manera?

Así, las preguntas fundamentales son: por un lado, ¿por qué las pasiones son el tejido básico de lo social? Y ¿qué pasiones se entrelazan para formar la sociedad?; por otro, tercera cuestión: la relación entre pasiones y acción, ¿es realmente asimilable a la existente entre una causa natural y su efecto?, que equivale a ¿queda lugar para la creatividad del actor social?

Este trabajo pretende examinar la doctrina de Smith en torno a estas tres preguntas tomando como punto de vista central las relaciones entre naturaleza y cultura. Los motivos de la elección de este enfoque son dos. El primero es de índole histórica: las doctrinas sobre la sociedad que ponen la pasión como pivote nacieron de la polémica ya citada sobre el carácter depravado de la naturaleza humana. Tomando la teoría de la acción y de la sociedad de Smith como punto de llegada, puede contarse, al menos en sus líneas generales, el proceso por el que llegan a Smith los elementos con los que construye su teoría. Este relato debería ayudar a aliviar la extrañeza ante el hecho de que la pasión aparezca como un elemento tan privilegiado en su pensamiento social.

El segundo motivo es sistemático: a los ilustrados se atribuye un concepto de naturaleza en la que esta aparecería como ajena por completo al movimiento, pétrea y poseedora exclusiva del título de real. Si esto fuese así, la especificidad de la acción humana constituiría un mero espejismo, los ropajes que recubren el núcleo duro de la realidad, y que no tienen valor en sí mismos. La sociedad no sufriría cambio real; la acción del hombre vendría dictada férreamente por las pasiones que constituyen su naturaleza. Si Robert Spaemann ha mostrado la diferencia entre una concepción naturalista y otra teleológica de la naturaleza humana[12], cabría distinguir también entre una concepción "naturalista" y otra "culturalista" de la cultura: tras diferenciar naturaleza y cultura, y alcanzar por tanto a percatarse de la existencia de un orden cultural como distinto del natural, caben todavía dos posibilidades. La primera consiste en pensar la cultura desde los esquemas y aparatos conceptuales que han mostrado su utilidad en el estudio de la naturaleza, conformando de este modo el concepto de cultura y los procesos culturales al patrón aplicado a la naturaleza y a los procesos naturales; resulta entonces una concepción "naturalista" de la cultura. La segunda posibilidad es buscar unos esquemas conceptuales distintos desde los que pensar el concepto de cultura, con lo que se constituiría una visión "culturalista". Suele mantenerse que los ilustrados emplean un concepto "naturalista" de la cultura, pero cabe plantear en este contexto la tercera de las preguntas antes formuladas: ¿cómo son posibles la libertad y la creatividad del actor social, si asimilamos la acción a la categoría de los acontecimientos naturales? Interrogar por el modo específico de operar de las pasiones es inquirir por la especificidad de la naturaleza humana respecto del resto del cosmos. La cuestión "¿hay libertad en la acción social?" termina por remitir a "¿puede describirse el actuar humano en términos naturalistas?".

Que, por lo general, la Ilustración concibiera "al hombre en su unidad con la naturaleza con la cual compartía la general uniformidad de composición que habían descubierto las ciencias naturales bajo la presión de Bacon y la guía de Newton"[13] es una tesis que, en cuanto generalización cauta, resulta difícil de rechazar. Las quiebras pueden producirse cuando un autor, siguiendo a otro, toma como punto de partida las conclusiones de este, sin haber recorrido el mismo itinerario intelectual; es decir, cuando las tesis que pretenden ser últimas en alguien son tomadas por otro como primeras: se pierde entonces la referencia que las conclusiones hacen a los casos particulares y, con ella, por lo general, las cautelas y salvedades necesarias u oportunas.

Este parece ser el caso de quienes conciben la Ilustración al modo de una orquesta unánime, insistente en una naturaleza humana invariable, desdeñosa de la historia y sujeta a leyes tan férreas como las del mundo natural. A juicio de Geertz, Mascou lo plasmó con especial lucidez: "El marco escénico [en diferentes tiempos y lugares] ciertamente cambia y los actores cambian sus vestimentas y su apariencia; pero sus movimientos internos surgen de los mismos deseos y pasiones de los hombres y producen sus efectos en las vicisitudes de los reinos y de los pueblos"[14]. En efecto, el núcleo de inteligibilidad, pues eso se quiere decir con "naturaleza humana", al menos desde Escoto[15], suele ser extraño al tiempo, olímpico y despegado; Geertz y Berlín adscriben esta nota a la Ilustración, otra vez tomando pie en Lovejoy: "todo aquello cuya inteligibilidad, verificabilidad o afirmación real esté limitada a hombres de una edad especial, de un determinado temperamento, tradición o condición carece de verdad o de valor o, en todo caso, no tiene importancia para un hombre razonable"[16]. Lo significativo sería lo inmutable, precisamente por serlo, mientras que lo histórico equivaldría a lo pasajero, voluble, insignificante: meros aditamentos que recubren y oscurecen lo humano. Dos declaraciones, extraídas ambas de escritos estéticos que parecerían deber ser especialmente sensibles a la pluralidad de estilos artísticos, resultarían especialmente significativas de los postulados ilustrados. "La razón en su trayecto —escribe Boileau en su Arte poética— no tiene más que un camino"[17]. Diderot, por su parte, afirma todavía más: "la belleza no tiene sino una forma"[18].

La Ilustración, deslumbrada por la luz del intelecto, de lo universal, sería ciega a la diferencia de las culturas, de modo que, en palabras del propio Geertz, "el nacimiento de un concepto científico de la cultura equivalía a la demolición (o por lo menos estaba relacionado con esta) de la concepción de la naturaleza humana que dominaba durante la Ilustración"[19]. Además, esta visión uniformista de la naturaleza humana parece llevar aparejada lo que el mismo Geertz ha denominado una "concepción estratigráfica del ser humano", aunque la vigencia de tal concepción no se limite al periodo ilustrado sino que continúe en gran parte de los desarrollos posteriores de la antropología sociocultural. "Según esta concepción, explica Geertz, el hombre es un compuesto en varios 'niveles', cada uno de los cuales se superpone a los que están debajo y sustenta a los que están arriba. Cuando analiza uno al hombre, quita capa tras capa y cada capa como tal es completa e irreductible en sí misma; al quitarla revela otra capa de diferente clase que está por debajo. Si se quitan las abigarradas formas de la cultura encuentra uno las regularidades funcionales y estructurales de la organización social. Si se quitan estas, halla uno los factores psicológicos subyacentes —'las necesidades básicas' o lo que fuere— que les prestan su apoyo y las hacen posibles. Si se quitan los factores psicológicos encuentra uno los fundamen­tos biológicos —anatómicos, fisiológicos, neurológicos— de todo el edificio de la vida humana"[20]. Esta concepción estratigráfica del ser humano impediría, según Geertz, tematizar correctamente el concepto de cultura.

La imagen de una naturaleza constante e independiente del tiempo, del lugar y de las circunstancias, de los estudios y de las profesiones, de las modas pasajeras y de las opiniones transitorias puede ser una ilusión —afirma Geertz—, pues "lo que el hombre es puede estar entretejido de manera inseparable con el lugar de donde es y con lo que él cree que es". El argumento es, desde luego, poderosísimo: parece difícil concebir una identidad personal independiente de todos los criterios que tienen que ver con el tiempo y, por tanto, con la biografía. Pensar esta posibilidad fue la razón de que naciera el concepto de cultura y cayera el arquetipo del Hombre inmutable: nunca ha existido nadie que no estuviera modificado por costumbres concretas y, lo que es más, no puede llegar a existir. No hay ningún escenario, por seguir la propuesta de Mascou, donde los personajes tengan rostro humano sin portar máscaras determinadas[21]. Esta imagen dieciochesca del hombre que, despojado de sus costumbres culturales, aparece como un puro razonador, acabaría por ser sustituida, de acuerdo con el antropólogo americano, a finales del XIX por la imagen del hombre visto como el animal transfigurado por la cultura que se manifiesta en sus costumbres. Sin embargo, Geertz muestra convincentemente, frente a los planteamientos del XVIII y del XIX, que la cultura, más que agregarse, por así decirlo, a un animal terminado o virtualmente terminado, es un elemento constitutivo y central en la producción de ese animal mismo: la concepción estratigráfica del ser humano se revela como un espejismo. No hay un estrato biológico humano perfectamente definido en sí mismo al que se superponga uno psicológico, y al que se añada uno cultural, para terminar todo siendo recubierto por una capa social. El ser humano no es un ser compuesto de estratos: lo que llamamos "cultura" es constitutivo de la misma biología o animalidad humana, por lo que el hombre humano no es simplemente un animal más una cultura.

Desde el punto contrario en el espectro de la antropología cultural al de Clifford Geertz, Marvin Harris abogó por la tesis opuesta, defendiendo que el nacimiento de la antropología cultural debe situarse precisamente en el periodo ilustrado, y concediendo especial importancia al pensamiento escocés. Para Harris, en oposición explícita a Hogden, Kroeber y Klukhohn, el concepto de cultura estaría ya operante en el pensamiento británico desde el "gabinete vacío de Locke", pues la negación de la existencia de ideas innatas implicaría en los desarrollos posteriores, por una parte, que ningún orden social se basa en ellas como en su fundamento, de suerte que un cambio en el medio supone una trans­formación en la conducta; y, por otra, que todas las diferencias humanas han de atribuirse a las diferencias en los diversos procesos de enculturación[22]. Lo ausente, pues, en el pensamiento ilustrado no sería tanto el concepto de cultura cuanto el relativismo cultural, puesto que "durante el siglo y medio subsiguiente la ciencia social siguió a Locke en su convencimiento de que, a pesar de las diferencias de experiencia, la razón correctamente aplicada podría con el tiempo llevar al hombre, en cualquier lugar, a las mismas instituciones sociales, a las mismas creencias morales, a las mismas verdades científicas y técnicas"[23].

Además, a juicio de Harris, los ilustrados no sólo se esforzaron en crear "una rama de estudios que hiciera en los asuntos humanos lo que la física había hecho en los de la naturaleza inanimada" sino que incluso habrían procurado "formular las leyes que gobiernan el curso de la historia humana y la evolución de las diferencias y de las semejanzas socioculturales"[24]. Habiendo sentado esta tesis, Harris advierte explícitamente que la aportación específica del XVIII no fue simplemente la toma de conciencia del cambio sociocultural, sino la consideración de "los mecanismos responsables de la transformación cultural como manifestaciones totalmente naturales de relaciones causa y efecto"[25]. Entre estos ilustrados, destacarían los trabajos de los escoceses Ferguson y Millar, pues —contra la tendencia general del pensamiento ilustrado a poner la razón como sujeto de la evolución al considerar que las diferencias culturales responden a los diversos grados de despliegue de la razón, cometiendo lo que denomina "falacia del idealismo cultural"— tales autores se aproximan especialmente a lo que Harris no duda en calificar de "las primeras y vacilantes aproximaciones a una teoría de la causalidad sociocultural basada en premisas naturalistas"[26].

La discrepancia en la valoración de la aportación del siglo XVIII al nacimiento de la antropología entre los dos autores americanos que han tenido posiblemente más influencia en la antropología cultural española radica menos en si el pensamiento ilustrado maneja el concepto de cultura o no, ni siquiera en la noción de cultura que atribuyen globalmente al dieciocho que en el mismo concepto de cultura.

Puesto que, piensan ambos autores, la Ilustración mantendría, por una parte, un fuerte uniformismo y, por otra, una concepción naturalista de la cultura, y dados sus respectivos enfoques de la antropología, los diagnósticos de Geertz y Harris no pueden ser sino contrarios: el segundo sólo puede celebrar lo que el primero condena. Sin embargo puede cuestionarse el mismo acuerdo de fondo sobre los presuntos uniformismo y naturalismo culturales presuntamente propios de la Ilustración. Quizá deba preguntarse si las afirmaciones de ambos no resultan excesivamente generales; sobre todo si se tiene en cuenta que se refieren a un fenómeno cultural que, si bien, podrían decir algunos, llegó a ser más unitario que otros anteriores gracias a la difusión de la prensa, precisamente por eso pudo ser más rico, más plural.

La diversidad de planteamientos distintos dentro de la co­rriente de pensamiento que habitualmente se llama "Ilustración" no puede abarcarse mediante generalizaciones como las precedentes, pues aunque reflejan con notable fidelidad —especialmente la de Geertz— el nervio de ciertas ideas, no parecen distinguir suficientemente ciertos aspectos del problema, especialmente por lo que hace a la supuesta nota central del planteamiento ilustrado, a saber, en palabras de Lovejoy, el uniformismo: puesto que la razón es la misma en todos los seres humanos, su vida habrá de ser la misma, sin aceptar variaciones, que habrían de interpretarse como indicios de desajustes, de irracionalidad. El esfuerzo del reformador religioso, moral o social será hacer homogéneos los gustos, actividades, creencias e instituciones; y, sigue Lovejoy, "lo que es según naturaleza" tendrá como significado primario "aquello que corresponde a esta suposición de uniformidad. A pesar de sus más de sesenta otros sentidos, fue este el que hizo que 'naturaleza' llegara a ser la palabra sagrada de la Ilustración"[27].

Un modo radical de preguntar por la teoría social y de la acción de Smith es, por tanto, dilucidar hasta qué punto maneja un concepto "naturalista" o "culturalista" de la cultura, en qué medida el obrar humano no está determinado por leyes férreas. A pesar de la opinión de Geertz y Harris, parece haber elementos que no son descriptibles, al menos inmediatamente, en términos naturalistas: el espectador imparcial, la sociedad comercial y el gusto.

Tomada radicalmente, la teoría del espectador imparcial le haría diferir de los autores que afirman la autonomía del sujeto separado de la sociedad o que sostienen la concepción estratigráfica de la que habla Geertz: sólo aprendemos a juzgarnos en la medida que, deseando recibir la aprobación de nuestros semejantes, interiorizamos sus juicios sobre nuestras acciones e intentamos adoptar sus criterios de valoración. Lo relevante aquí es que Smith considera que, respecto al actuar, no puede privilegiarse la perspectiva de la primera persona sobre la tercera. Es más: aprendemos a juzgarnos correctamente cuando adoptamos este último punto de vista, y nos vemos como lo haría un espectador imparcial, que viene a equivaler al sentido común de un sistema cultural. La intersubjetividad es, por tanto, constitutiva de la subjetividad: "si fuera posible que una criatura humana pudiera llegar a su madurez en algún lugar solitario, sin comunicación con su especie, no tendría más posibilidad de juzgar su propio carácter, la propiedad o demérito de sus sentimientos y conducta, la belleza o deformidad de su propia mente, que de juzgar la belleza o deformidad de su propio rostro"[28]. La sociedad se muestra como un espejo en que el sujeto llega a reconocerse y cuya falta acarrearía la mudez. Por eso, cuando se sugiere, acertadamente, que los deseos que Smith aloja en todos los hombres son los más parecidos a los de un escocés del siglo XVIII, debe concederse una parte de verdad, pero también hacerse la salvedad de que están modulados en culturas y tiempos distintos, lo que funda sus realizaciones diversas. Desde este punto de vista, esos deseos y tendencias pueden considerarse lo que otros autores han llamado "radicales de la sociabilidad"[29].

Esta teoría del espectador imparcial tiene como necesario complemento la tesis de que el progreso del refinamiento en la naturaleza humana sólo puede llegar a su culmen en una sociedad comercial, global, en la que el universo de discurso y de acción sea cosmopolita. Cabe trazar aquí un paralelo con Aristóteles: para este, el hombre sólo puede llevar a plenitud su libertad intramuros de una comunidad política bien organizada, en el seno de la polis griega. La realización del hombre libre, exonerado de lo particular, consiste en la prosecución del bien universal. Pues bien, Smith está proponiendo algo muy distinto en su contenido, pero cuya forma es la misma: el hombre rudo podrá vivir con la pobreza y la escasez, pero la realización cabal de lo humano requiere la multiplicidad y riqueza que proporciona una sociedad comercial, donde el contacto con distintas personas y muchos modos de pensar refina y atempera las pasiones. Aristóteles propugna el fin político como el bien universal que es característico del hombre libre; Smith concreta la universalidad de ese fin en una agregación de bienes particulares[30], de modo que el arquetipo de hombre libre no es ya el ciudadano exonerado de las tareas domésticas y aldeanas e inmerso en el discurso y la acción públicos, sino el comerciante que, en la medida que el mercado rompe las barreras nacionales, realiza el ideal helenista del cosmopolita. Lo interesante de este paralelismo —aparte de que, como en Aristóteles, los seres humanos inferiores deban seguir sacrificándose por los más favorecidos— es que Smith crea que una determinada configuración sociocultural sea necesaria para el cumplimiento de la naturaleza humana. He aquí, por tanto, la segunda razón, después de su teoría del espectador imparcial, para cuestionar respecto al pensamiento de Smith el adjetivo "uniformista": al menos por lo que se refiere al hombre, la naturaleza —poseedora de una legalidad propia que Smith expresa en términos de tendencias— se plasma en formas diversas, dependientes en cierto grado del sistema sociocultural y en esa misma medida más o menos perfectas.

Una perspectiva esclarecedora sobre la teoría smithiana del gusto es la aristotélica de la libertad: el hombre está dotado de un gusto delicado, en virtud del cual "ningún objeto es producido a su agrado"[31], por lo que tiene que elaborar las cosas. Y por medio de esta elaboración puede ingerir una gama de alimentos mucho más amplia que cualquier animal. Este gusto, según se argumentará, peculiar al hombre, es el elemento que desempeña en la doctrina de Smith el mismo papel que el intelecto y la voluntad en la de Aristóteles: hacer posible la indeterminación del hombre respecto a los impulsos naturales.

Podría argumentarse que las proclamas metodológicas de Smith son naturalistas, al estilo de Hume, pero, como se intenta mostrar en todo este escrito, existe en sus textos una tensión pronunciada entre los puntos de partida y los resultados de la investigación, mucho más flexibles: la potencia de libertad ausente en su programa y negada por comentaristas como Meek[32], comparece entre otros lugares, como las doctrinas que se acaba de enunciar.

Las tres preguntas fundamentales indicadas antes, por una parte, y el punto de vista de la relación entre naturaleza y cultura, por otra, dan lugar a las tres partes, dispares en enfoque y extensión, de este escrito, encaminadas a mostrar las tensiones, quiebras y acuerdos entre los presupuestos smithianos y sus investigaciones, es decir, a mostrar hasta qué punto, contra la doctrina común de su ambiente, Smith hace un hueco a la creatividad del actor social.

El primer capítulo intenta aclarar la primera pregunta ("¿por qué las pasiones son el tejido básico de lo social?") haciendo comprensible el origen de los elementos conceptuales con que contó Smith para construir su teoría. Su propósito fundamental es destacar la constitución de los apetitos no racionales como piedra clave del análisis antropológico y social, en perjuicio de la razón.

El segundo responde al siguiente interrogante planteado ("¿qué pasiones se entrelazan para formar la sociedad?") y comienza la reflexión temática sobre naturaleza y cultura: ¿cuáles son las pasiones del hombre que dan lugar a tal o cual institución cultural? Estaríamos analizando lo natural como fundamento de la cultura y la sociedad, según la costumbre tan extendida en el XVIII. Dado este punto de vista, la acep­ción de lo natural que queda iluminada en este capítulo es aquella en que lo natural se presenta como "lo que fluye sin trabas de los principios naturales"; es decir, en el caso del hombre, los productos inmediatos de un complejo de resortes psicológicos, concepción que Smith hereda de Hutcheson. Esta es la razón de que haya una jurisprudencia natural, cuyas normas son la condensación y cristalización del operar conjunto de naturaleza humana y mundo, entendido como juego de causas eficientes. El derecho na­tural no es, por tanto, fruto de la reflexión teórica, sino producto de la naturaleza humana en una situación particular. También podría interpretarse que aquí "natural" está definido por oposición a "sobrenatural", que incluiría causas formales y finales, mientras que el orden primero recogería exclusivamente causas eficientes.

La tercera parte engloba los tres capítulos restantes, que analizan ámbitos estudiados por Smith desde su "teoría de la acción" psicologista, esbozada en los capítulos anteriores. Se trata de responder, por tanto, a la tercera pregunta ("¿puede asimilarse realmente la relación entre pasiones y acción a la existente entre causa natural y efecto?", que equivale a "¿queda lugar para la creatividad del actor social?") en tres momentos que responden a perspectivas distintas dentro del mismo planteamiento.

Así, el capítulo tercero estudia lo natural como medida de la cultura. Puesto que esta última no es arbitraria sino en sí misma comprensible, ¿cuáles son las leyes que la regulan, sincrónica o diacrónicamente (si es que las hay)? Y, siguiendo esta línea de pensamiento, se debería elucidar el estatuto epistemológico de tales leyes. Así, este tercer capítulo tematiza lo que cabría llamar "la naturaleza del sistema cultural", es decir, el de suyo de la cultura, su legalidad intrínseca, considerando tanto las leyes sincrónicas como las diacrónicas. El orden cultural no es un conjunto de excentricidades y rarezas, sino que resulta intrínsecamente inteligible, por lo que cabe pensar en la formulación de algunas leyes. La cultura no es una caja de Pandora de la que todo puede esperarse. Hay una lógica de la cultura. Pero para comprender cabalmente la inteligibilidad del orden cultural, para alcanzar el sentido exacto de las leyes sincrónicas y diacrónicas que Smith formula —si es que lo hace— para el sistema cultural, es preciso primero prestar cierta atención a su metaconcepción científica. La visión que el ilustrado escocés tiene de la naturaleza de la ciencia y de sus leyes no es neutral en modo alguno respecto de su práctica científica. No es difícil subrayar la influencia que sobre su quehacer en las nacientes ciencias sociales ejerció su concepción epistemológica. Ahora bien, resulta indispensable advertir que el peso naturalista de su filosofía de la ciencia se atempera en muchas ocasiones con las descripciones de los fenómenos reales, como si el peso de estos fuera superior al de sus presupuestos. En este sentido, algunas de sus observaciones más valiosas contradicen sus puntos de partida metodológicos explícitos. Sin embargo, parece bastante claro que, en la medida en que el naturalismo procedente de su concepción de la ciencia está vigente en sus trabajos, el segundo sentido de "natural", la acepción en que hablamos de una naturaleza de la cultura, de una intrínseca inteligibilidad, o de unas leyes igualmente intrínsecas, puede asimilarse en el fondo a su significado considerado en el capítulo anterior, pues parece desprenderse de su teoría de la ciencia que el orden cultural deriva, por una parte, con total naturalidad, espontaneidad y necesidad de la dotación natural psicológica del ser humano, al tiempo que obedece, por otra, a unas leyes de corte naturalista y mecanicista. Así, por ejemplo, en el orden diacrónico, para Smith, el progreso "natural" de la opulencia es el que se ajusta al modo de ser del hombre y del medio, mientras que en el orden sincrónico, constituido prevalentemente por las leyes económicas, lo natural significa "justo". De esta forma, si la pretensión de Smith radica en encontrar un modelo de sociedad en que la distribución de la riqueza sea equitativa, su convicción fundamental estriba en que el curso natural de las cosas, ayudado por la acción humana, conduce a la justicia[33]. Este último sentido es el primero en que lo natural no comparece como origen, sino como criterio valorativo.

En el capítulo cuarto se toma pie en la discusión habida en tiempos un poco anteriores y coetáneos a Smith entre Tories y Whigs, para mostrar dos conceptos distintos de la libertad y, por tanto, de la naturaleza del hombre: Smith opina, contra los Tories y Rousseau, que las primeras edades de lo social, las más cercanas a la "naturaleza", no gozaban de la felicidad ni aun parcialmente, sino que constituían un estado cuya superación, lo más pronta posible, resultaba indispensable: lo natural sería lo embrionario, imperfecto y rudo, mientras que la cultura se constituiría como una fuga del indigente orden natural. Con el progreso de la acción del hombre, este se libera de la necesidad y atempera sus pasiones, ocupado en lo excelente de la vida: la conversación y el trato con sus semejantes. Frente a la idea de que lo natural es lo dado de antemano, lo originario, la indigencia de la que el ser humano parte, Smith parece utilizar un sentido valorativo y teleológico de "natural", ya apuntado a propósito del progreso y la distribución de los bienes. Lo natural no es tanto lo originario y el punto de partida cuanto el criterio desde el que cabe valorar cualquier situación cultural fáctica y, por tanto, su fin. En el planteamiento de Smith aparece netamente —al menos en algunas ocasiones— el sentido antropológico valorativo de "natural": el hombre pulido, refinado, trasluce los verdaderos movimientos de lo natural, de lo humano, mientras que los pueblos retrasados, donde se ve la naturaleza entendida como "origen", representan el reino de la falsedad y el disimulo, de lo humano en su vaciedad. En este punto Smith semeja aproximarse al planteamiento de Shaftesbury, quien había subrayado vigorosamente el carácter teleológico del concepto de naturaleza humana, oponiéndose a toda visión mecanicista de la naturaleza. No por casualidad, Shaftesbury había afirmado en el Soliloquio que "quien haya observado el movimiento y la gracia del cuerpo humano, tiene necesariamente que haber percibido la gran diferencia que hay entre el cuerpo que sólo ha recibido la enseñanza de la naturaleza, y el que, con ayuda del arte y la reflexión, aprendió a crear en sí esos movimientos que la experiencia nos muestra ser los más graciosos y naturales"[34]. La insistencia de Smith en la importancia de las manners o del tener modales a la hora de revelar la verdadera naturaleza puede comprenderse a la luz del claro ejemplo de la danza: precisamente los movimientos que parecen más naturales exigen mayor arte. Además, el propio Shaftesbury había llevado explícitamente en Los moralistas esta concepción teleológica de la naturaleza al ámbito de las relaciones naturaleza y cultura, donde —refiriéndose al presunto estado natural de Hobbes— escribe que "era un bosquejo basto del hombre, el ensayo o el primer esfuerzo de la naturaleza, una especie de nacimiento, un género todavía no formado, no en estado natural sino bajo violencia y todavía inquieto hasta que alcanzara su perfección natural". O, como explica un poco más adelante, el estado natural de un ser "o está allí donde descansó y alcanzó su fin o no está en parte alguna"[35]. En esta acepción teleológica, lo natural no es lo que está al principio, sino al término, es decir, lo representado por el hombre cumplido.

El capítulo quinto busca el origen de este último sentido de lo natural a proposito de las reflexiones humeanas en torno a la justicia, donde se presenta una institución cultural que surge necesariamente a partir de la cultura, de las convenciones humanas, y que parece concordar en lo fundamental con la idea clásica de las relaciones entre cultura y naturaleza: se puede llamar natural a la cultura en la medida que es prolongación de la naturaleza. Parece así que, al insistir en el carácter finalista de la naturaleza, las instituciones culturales no se muestran como lo otro que la naturaleza, sino más bien como su posible cumplimiento. El peculiar estatuto de la justicia en Hume parece iluminar en qué sentido puede decirse que la cultura es, con palabras de Jacinto Choza, la verdad de la naturaleza, pues sólo a través de su mediación la naturaleza llega a ser lo que puede ser.

La virtud de la justicia desempeña en Hume el papel de bisagra entre el orden natural y el cultural, o, al menos, la ocasión en que trató la distinción con mayor riqueza. Por último, se concluirá planteando hasta qué punto Smith puede romper, o al menos algunas de sus observaciones se lo habrían permitido, la tendencia naturalista de su pensamiento, proveniente, como se explica en el capítulo tercero, de su concepción de la ciencia. Existe, sin duda, una quiebra entre sus tesis metodológicas programáticas y sus doctrinas sobre ciertos fenómenos: a una declaración de principios enteramente naturalista, que incluye sólo causas eficientes, siguen frecuentemente consideraciones mucho más abarcantes, que superan con creces el marco restrictivo que se había impuesto metodológicamente. La teoría smithiana del gusto será en este punto piedra angular y permitirá vislumbrar cómo podría pasarse desde su concepción "naturalista" de la cultura a una más "culturalista".

Las distintas vías de este escrito conducen, por tanto, a la pregunta por la libertad del actor social: si las pasiones causan la acción, ¿cómo me pongo yo en lo que hago?; pregunta que, por otra parte, incide directamente en la polémica clásica sobre el concepto ilustrado de naturaleza: ¿es asimilable en su operar la naturaleza humana a la cósmica? Nos encontramos con dos modos de acceso a la misma problemática, central a este escrito. Así, la clarificación de la pregunta fundamental requiere atender al trasfondo sobre el que se proyecta: ¿es la cultura, como fruto de la acción del hombre, asimilable a la naturaleza? El debate se plantea entre una concepción "naturalista" y otra "culturalista" de la cultura.

Puede establecerse una cierta correlación entre algunos escritos de Smith y los capítulos de este trabajo. Así, relacionada con el capítulo segundo, la Theory of Moral Sentiments contiene la exposición de la mayor parte de las notas de la naturaleza humana que fundamentan tal o cual institución, pues en ella se dibuja una "cartografía" del agente moral. Este análisis cobra especial importancia cuando, siguiendo a Hutcheson, se tiende a pensar la naturaleza del hombre como un conjunto de resortes psicológicos, cuya interacción podría explicar el comportamiento humano. Las Lectures on Rhetoric and Belles Lettres podrían unirse a esta obra, en la medida en que buscan averiguar los principios que rigen la mente humana, por medio del estudio de las formas de comunicación. Los Essays on Philosophical Subjects constituyen la fuente principal de la exposición realizada de la teoría de la ciencia de Smith, pues consideran aspectos metodológicos. Las Lectures on Jurisprudence y la Wealth of Nations podrían verse, a grandes rasgos, como la aplicación al ámbito social de los principios descubiertos en las dos primeras obras. También, desde otro punto de vista, como una búsqueda del modo en que la justicia de los Moral Sentiments, imprescindible para el mantenimiento de la sociedad, puede realizarse en las dimensiones jurídicas y económicas del sistema cultural.

La literatura secundaria en torno a Smith se ha hinchado en los últimos quince años, especialmente debido al hallazgo de un segundo conjunto de notas de clases sobre jurisprudencia, publicado en 1978, y a la aparición del libro, de Pocock, The Maquiavellian Moment, que intenta encuadrar el pensamiento político y social de autores anglosajones del XVIII por referencia a dos tradiciones distintas: la del humanismo cívico, iniciada en Aristóteles y Platón e introducida en la modernidad por Maquiavelo, por una parte, y, por otra, la del derecho natural, que entronca a los escoceses con insignes pensadores continentales: Tomás de Aquino, Suárez, Vitoria, Grocio, etc.

En cualquier caso, las aportaciones que constituyen la bibliografía secundaria no han cambiado demasiado en los últimos diez años: A Science of a Legislator, de Knud Haakonssen, continúa siendo la mejor exposición de Smith, especialmente por lo que hace a la jurisprudencia. Wealth and Virtue, editado por Hont e Ignatieff, principalmente el ensayo introductorio, presenta muy lúcidamente el carácter del pensamiento económico de Smith. El marco histórico y filosófico en que se encuadra Smith ha de buscarse en Pocock, especialmente en su obra ya citada y en Virtue, Commerce and History, mediante los que puede llegar a entenderse al Escocés históricamente, sin verse aquejado por las tematizaciones sesgadas usualmente recibidas por los que han pasado a la historia como fundadores de alguna disciplina, que tienden a verse sólo como inicios de aquello a lo que dieron lugar, sin tener en cuenta otros aspectos relevantes de su pensamiento. Por último, la pretensión smithiana de escribir una historia natural de las ciencias como medio para conocer la naturaleza humana queda patente en el A System of Social Science, de A. S. Skinner.

Las citas de Smith se hacen de acuerdo con la Glasgow Edition. Aunque se han traducido al castellano algunas de sus obras, se ha preferido usar la edición canónica más reciente y asumir la responsabilidad de la traducción. Debo agradecimiento a los Profesores Alexander Broadie y Christopher Martin, de la Universidad de Glasgow, Alejandro Llano, Rafael Alvira, José María Ortiz, de la Universidad de Navarra, y, sobre todo, Ignacio Sánchez de la Yncera, de la Universidad Pública de Navarra, por sus comentarios a versiones anteriores a esta. El Instituto de Ciencias para la Familia —en particular su director, Pedro Juan Viladrich, con quien mantuve una conversación muy esclarecedora, y el Profesor Enrique Martín López— tienen gran parte en lo que haya de bueno aquí. Y debo agradecimiento especial al Profesor Jorge Vicente Arregui, con quien la deuda también es personal pero, sobre todo, académica.



[1] Sir Charles Whitworth (ed.), The Political and Commercial Works of... Charles D'Avenant... Londres: 1771, vol. i, 151.

[2] Una representación cinematográfica de este modo de pensar es el arrendatario protagonista de El Prado, de James Sheridan.

[3] Defoe, D., Review (facsimile book 6), vol. iii, n. 5, pp. 17-8 y 19-20.

[4] Véase, por ejemplo, su contribución en el número 3 de The Spectator.

[5] Una excelente exposición de esta polémica puede encontrarse en J. G. A. Pocock, The Machiavellian Moment. Florentine Political Thought and the Atlantic Republican Tradition, Princeton: Princeton University Press, 1975, esp. caps. XIII y XIV. La cita de Davenant es de la página 453.

[6] Para este concepto de humanismo, cfr. H. Marín, Estudio histórico sistemático del humanismo, vol. 1: Humanismo aristocrático; vol. 2: Humanismo estamental; vol. 3: Humanismo pericial, Pamplona: Cuadernos Empresa y Humanismo, 1990-4; y La antropología aristotélica como filosofía de la cultura, Pamplona: Eunsa, 1993. En la misma línea, véase J. Choza, Los otros humanismos, Pamplona: Eunsa, 1994.

[7] Arregui, J. V. y Arnau, P., "Estudio introductorio" en A. A. C. Shaftesbury, Los moralistas, Barcelona: Anthropos, en prensa. He intentado desgranar la importancia antropológica de la comprensión del hombre como animal capaz de pautar simbólicamente su conducta y, por consiguiente, de la conducta de seguir una regla en mi presentación (en colaboración con J. V. Arregui) al número monográfico sobre la filosofía de lo mental de L. Wittgenstein y en mi otra colaboración a ese volumen. Cfr. C. Rodríguez Lluesma, "Presentación" y "Seguir una regla y conocimiento práctico" en Anuario Filosófico, 28/2 (1995), pp. 217-28 y 395-409.

[8] Cfr. especialmente "Ethos, cosmovisión y el análisis de los símbolos sagrados" en La interpretación de las culturas, Barcelona: Gedisa, 1989, pp. 118-30. He analizado las condiciones epistemológicas, sociales, políticas y culturales de la construcción ilustrada uniformista de la naturaleza humana en J. V. Arregui y C. Rodríguez Lluesma, Inventar la sexualidad. Sexo, naturaleza y cultura, Madrid: Rialp, 1995, donde cabe encontrar la bibliografía pertinente.

[9] En el capítulo primero se explicará por qué la valoración de los actos bascula, según los autores de este período, fundamentalmente sobre la motivación.

[10] Cfr. el primer capítulo.

[11] Cfr. Treatise, 474.

[12] Cfr. Spaemann, R., Lo natural y lo racional, Madrid: Rialp, 1989.

[13] Geertz, C., La interpretación de las culturas, p. 43.

[14] Citado por Geertz en la página 44, quien, a su vez, cita el libro de Arthur Lovejoy Essays in the History of Ideas, Westport: John Hopkins Press, 1948, p. 173. Isaiah Berlin se apoyará en Geertz para el capítulo titulado "El supuesto relativismo del pensamiento europeo del siglo XVIII", de su libro El fuste torcido de la humanidad. Capítulos de historia de las ideas (Barcelona: Península, 1990, pp. 85-101).

[15] En la tradición aristotélica la sustancia, y a esta se puede asimilar la naturaleza para este propósito, no se concibe como un núcleo en cuyo derredor pululen los accidentes, que serían lo mutable: el cambio es realmente de la sustancia. Para una exposición excelente de este planteamiento, véase el artículo de Fernando Inciarte, "La identidad del sujeto en Aristóteles", Anuario Filosófico XXVI/2 (1993), pp. 289-303.

[16] Op. cit., p. 44. La referencia corresponde a la página 80 del libro de Lovejoy ya citado.

[17] Boileau, Poética en A. González Pérez, Poéticas, Madrid: Editora Nacional, 1977, p. 118.

[18] Diderot, D., "Pensamientos sueltos" en Escritos sobre arte, Madrid: Siruela, 1994, p. 191.

[19] Op. cit., p. 43.

[20] Op. cit., p. 46

[21] Sobre la dualidad entre el actor específicamente humano y su "máscara" cultural, véase J. Choza, "Las máscaras del sí mismo", en Anuario Filosófico 26/2 (1993), pp. 375-94.

[22] Cfr. M. Harris, El desarrollo de la teoría antropológica, Madrid: Siglo XXI, 1987, pp. 7-45. La tesis de la presencia en el pensamiento ilustrado de un concepto de cultura es desarrollada en pp. 8-14, en abierta controversia con M. Hogden, Early Anthropology in the Sixteenth and Seventeenth Centuries, Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 1964 y A. Kroeber, The nature of culture, Chicago: University of Chicago Press, 1952.

[23] Id., p. 11.

[24] Id., p. 7.

[25] Id., p. 23.

[26] La expresión está tomada de la página 8.

[27] Cfr. op. cit., pp. 80-1. Una buena exposición de conjunto de la centralidad del concepto de naturaleza en el pensamiento ilustrado sigue siendo la de B. Willey, The Eighteenth Century background. Studies on the idea of nature in the thought of the period, Londres: Chatto and Windus, 1944.

[28] TMS II.i.3.

[29] Esta expresión da título a un ensayo recogido en la obra de J. Choza, La supresión del pudor, signo de nuestro tiempo y otros ensayos, Pamplona: Eunsa, 1984.

[30] El astillamiento de la personalidad quiere ser contrarrestado por Smith mediante la educación general y gratuita. Cfr. el índice analítico de la Wealth of Nations, voz "education".

[31] LJ(B), 206.

[32] Cfr. R. L. Meek, Social Science and the Ignoble Savage, Cambridge: Cambridge University Press, 1976.

[33] Es clara la proximidad de esta tesis a la teoría de la armonía preestablecida.

[34] A.A.C. Shaftesbury, Soliloquy or advice to an author, II, 2, en Gesammelte Schriften, ed. de Fromann-Holzboog, Stuttgart: 1981, p. 144 y ss.

[35] A.A.C. Shaftesbury, Los moralistas, Parte II, Sección IV. Sobre la teleología natural en Shaftesbury y Hutcheson, véase J. V. Arregui, "La teleología de la belleza en Shaftesbury y Hutcheson", en Themata 13 (1995), pp. 11-35. Cfr. también el estudio introductorio de T, Mautner en F. Hutcheson, On the social nature of man, Cambridge: Cambridge University Press, 1993. Una interpretación kantiana de la teleología en Shaftesbury es desarrollada por J. P. Larthomas, De Shaftesbury à Kant, Lille: Atélier National de Reproduction des Thèses, 1985.

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