martes, 10 de agosto de 2010

Rorty - Las ciencias humanas y la naturaleza

en LA FILOSOFÍA Y EL ESPEJO DE LA NATURALEZA, Cátedra, Madrid 1989.

[TERCERA PARTE. LA FILOSOFÍA]

[VII. de la epistemología a la hermenéutica]

1. conmesuración y conversación.

(288) La idea de que un armazón neutro y permanente cuya estructura puede mostrar la filosofía es la idea de que los objetos que van a ser confrontados por la mente, o las reglas que constriñen la investigación, son comunes a todo discurso, o al menos a todo discurso que verse sobre un tema determinado. Así, la epistemología avanza partiendo de la suposición de que todas las aportaciones a un discurso determinado son conmensurables. La hermenéutica es en gran parte una lucha contra esta suposición.

La idea dominante de la epistemología es que para ser racional, para ser plenamente humano, para hacer lo que debemos, hemos de ser capaces de llegar a un acuerdo con otros seres humanos. Construir una epistemología es encontrar la máxima cantidad de terreno que se tiene en común con otros. La suposición de que se puede construir una epistemología es la suposición de que ese terreno existe. Algunas veces se ha imaginado que este terreno común está fuera de nosotros -por ejemplo, en el mundo del Ser en oposición al Devenir, en las Formas que orientan la investigación y al mismo tiempo son su meta. Otras veces se ha imaginado que están dentro de nosotros, como en la idea del siglo XVII de que al entender el método adecuado para encontrar la verdad. Dentro de la filosofía analítica, muchas veces se ha imaginado que estaba en el lenguaje, del que se suponía que proporcianaba el esquema universal para todo posible contenido. Insinuar que no existe (289) este terreno común parece que es poner en peligro la racionalidad.

Si negamos que haya fundamentos que sirvan como base común para juzgar las pretensiones de conocimiento, parece ponerse en peligro la idea del filósofo como guardián de la racionalidad. La hermenéutica ve las relaciones entre varios discursos como los cabos dentro de una posible conversación, conversación que no presupone ninguna matriz disciplanaria que una a los hablantes, pero donde nunca se pierde la esperanza de llegar a un acuerdo mientras dure la conversación.

(290) Para la hermenéutica, ser racional es estar dispuesto a abstenerse de la epistemología -de pensar que haya un conjunto especial de términos en que deben ponerse todas las aportaciones a la conversación- y estar dispuesto a adquirir la jerga del interlocutor en vez de traducirla a la suya propia. Para la epistemología, ser racional es encontrar el conjunto adecuado de términos a que deberían traducirse todas las apotaciones para que sea posible el acurdo. Para la epistemología la conversación es investigación implícita. Para la hermenéutica la investigación es conversación rutinaria.

(291) Esta idea de la interpretación indica que llegar a entender se parece más a tener conocimiento de una persona que a seguir una demostración. En ambos casos avanzamos y retrocedemos entre distintas opiniones sobre cómo caracterizar las afirmaciones particulares u otros hechos, y opiniones sobre el sentido a gusto con lo que ahora nos era extraño. La idea de la cultura como una conversación más que como una estructura levantada sobre unos fundamentos encaha bien con esta idea hermenéutica del conocimiento, pues entrar en conversación con desconocidos es, igual que la adquisición de una nueva virtud o destreza imitando modelos, cuestión de frónesis más que episteme.

(292) Pero la hermenéutica es el estudio de un discurso anormal desde el punto de vista de un discurso normal -el intento de dar cierto sentido a lo que está pasando en un momento enque todavía no estamos seguros sobre ello como para hacer una descripción y, por tanto, para comenzar su explicación epistemológica. Desde este punto de vista la línea divisoria entre los respectivos dominios de la epistemología y la hermenéutica no consiste entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del hombre, ni entre el hecho y valor, ni entre téorico y práctico, ni entre conocimiento objetivo y algo más viscoso y dudoso. La diferencia es cuestión de familiaridad, simplemente. Seremos epistemólogicos donde comprendamos perfectamente bien lo que está ocurriendo, pero queremos codificarlo para ampliarlo, fortalecerlo, enseñarlo o buscarle una base. Tenemos que ser hermenéuticos cuando no comprendamos lo que está ocurriendo, pero tenemos la honradez de admitirlo, en vez de adoptar una actitud descaradamente Whiggish al respecto. Esto significa que solo podemos conseguir la conmesuración epistemológica donde ya tenemos prácitcas admitidas de investigación (o más en general de discurso)- con la misma facilidad en el arte académico, filosofía, escolástica o política parlamentaria que en la ciencia normal. Podemos conseguirla no porque hayamos descubierto algo sobre la naturaleza del conocimiento humano, sino simplemente porque cuando una práctica lleva el tiempo suficiente las convenciones que la hacen posible -y que permiten un consenso sobre cómo dividirla en partes- se pueden aislar con relativa facilidad.

2. Kuhn y la inconmensurabilidad.

(293) Las lecciones extraídas por Kuhn de la historia de la ciencia indicaban que la controversia dentro de las ciencias físicas se parecía a la conversación ordinaria (sore la culpabilidad de una acción, los méritos de un candidato, el valor de un poema, la conveniencia de la legislación) más de lo que había dado a entender la Ilustración.

(296) Kuhn tenía razón al decir que había que acabar con un "paradigma filosófico iniciado por Descartes y desarrollado en la misma época de la dinámica newtoniana", pero dejó que su noción de lo que se tenía como paradigma científico se estableciera con la idea kantiana de que el único sustituto de una explicación realista de un reflejo eficaz era una explicación idealista de la maleabilidad del mundo reflejado. Es cierto que debemos abandonar la idea de "datos de interpretación" con su sugerencia de que si pudiéramos llegar a los datos reales, incontaminados por nuestra elección, estaríamos poniendo las bases de una opción racional. Pero podemos librarnos de esta idea siendo conductistas en epistemología, más que siendo idealistas. La hermenéutica no necesita un paradigma epistemológico, lo mismo que el pensamiento político liberal no necista un nuevo paradigma de la soberanía. La hermenéutica es, más bien, lo que no queda cuando dejamos de ser epistemológicos.

(298) Gran parte de la idea del siglo XVII de lo que significaba ser filósofo y gran parte de la idea de la ilustración de lo que significaba ser racional, depende de que Galileo esté absolutamente en lo cierto y la iglesia absolutamente equivocada. Insinuar que en esto haylugar para el desacuerdo racional -no solamente para un enfrentamiento entre buendo y malos entre la razón y la superstición- es poner en peligro la noción misma de filosofía, pues pone en peligro la idea de encontrar "un método para encontrar la verdad" que considera como paradigmática la mecánica de Galileo y Newton.

(299) ¿Qué es lo que determina que la Escritura no sea una excelente fuente de comprobación de cómo están organizados los cielos? Montones de cosas, especialmente la decisión de la Ilustración (300) de que la cristiandad era en su mayor parte fruto del clericalismo. Pero ¿qué se suponía que debían decir los contemporáneos de Belarmino -que creían en su mayor parte que la Escritura era realmente la palabra de Dios- a Belarmino?

Somos herederos de trescientos años de retórica sobre la importancia de distinguir claramente entre ciencia y religi´ñon, ciencia y política, ciencia y arte, ciencia y filosofía, etc. Esta retórica ha formado la cultura de Europa. Nos ha hecho ser lo que somos hoy en día. Tenemos la ventaja de que la existencia de una pequeña perplejidad dentro de la epistemología o dentro de la historiografía de la ciencia ese suficiente para acabar con ella. Pero proclamar nuestra lealtad a estas distinciones no es decir que hay normas objetivas y racionales para su adopción.

(302) No importa mucho que lo consideremos de una manera o de otra, con tal que tengamos claro que el cambio no fue producido por un argumento racional en el sentido de racional en que, por ejemplo, los cambios introducidos últimamente en relación con la actitud de la sociedad hacia la esclavitud, el arte abstracto, los homosexuales o las especies de animales en peligro, no figuraran como racionales. La filosofía lógico-empirista de la ciencia, y toda la tradición epistemológica a partir de Descartes ha tratado de decir que el procedimiento para conseguir representaciones precisas en el Espejo de la Naturaleza difiere en formas importantes del procedimiento para conseguir acuerdos sobre cuestiones prácticas o estéticas. Kuhn nos da razones para decir que no hay diferencia más profunda que la que se da entre lo que ocurre en el duscurso normal y anormal. Esta distinción atento contra la distinción entre ciencia y no ciencia.

(303) La red de relevancia e irrelevancia que heredamos casi intacta desde el siglo XVIII será más atractiva cuando ya no esté unida a esta imagen. Las desfasadas imágenes del espejo no sirven de nada para mantener intacta la herencia -moral y científica- de Galileo.

3. la objetividad como correspondencia y como acuerdo.

Pero si comenzamos a tomarnos en serio preguntas como "¿En qué sentido exactamente está la Bondad ahí fuera esperando a ser representada exactamente como consecuencia de una argumentación racional sobre cuestiones morales?" o "¿En qué sentido estaban ahí los rasgos físicos de la realidad, capaces de ser representados exactamente solo mediante ecuaciones difernciales, o tensores, antes de que las personas pensaran en representarlos de esa manera?", comienza a notarse la tensión entre las dos ideas. Debemos agradecer a Platón la pregunta del primer tipo y al idealismo y pragmatismo la del segundo. Ninguna de esas dos preguntas tiene respuesta. Nuestra inclinación natural a responder con un rotundo "EN NINGÚN SENTIDO" a la primera y un igualmente rotundo "EN EL MÁS PLENO DE LOS SENTIDOS POSIBLES Y EN EL MÁS DIRECTO" a la segundo no nos servirá de nada para liberarnos de estas preguntas si seguimos sintiendo la necesidad de justificar las respuestas a estas preguntas construyendo teorías epistemológicas y metafísicas.

(304) El hecho de que, por ejemplo, "las normas morales implicadas por la naturaleza del hombre" encajen mejor en el universo hilemórifico de Aristóteles que en el mecanicista de Newton, no es razón para pensar que haya o no haya una ley moral objetiva.

(306) La afirmación de que, donde no podemos encontrar vínculos incuestionados con (poe ejemplo, representaciones privilegiadas de) los objetos que se deben reflejar, no hay posibilidad de que haya un algoritmo, junto con la afirmación de que donde no hay posibilidad de que haya un algoritmo solo puede haber la apariencia de acuerdo racional, lleva a la conclusión de que la ausencia de representaciones privilegiadas relevantes demuestra que estaos únicamente ante "una cuestión de gusto".

(309) "Resolver el problema de la inducción", en el sentido a que se refiere Kuhn, sería como "resolver el problema de hecho y valor"; ambos problemas sobreviven únicamente como nombres de una cierta insatisfacción inarticulada. Son el tipo de problemas que no se pueden formular dentro de la filosofía normal; lo único que ocurre es que algún que otro artilugio técnico recibe ocasionalmente el nombre de "solución" a tal problema, con la vaga esperanza de establecer contacto con el pasado, o con la eternidad.

(310) Siempre que se sugiere que se mitiguen las distinciones entre teoría y práctica, hecho y valor, método y conversación, se sospecha que hay un intento de hacer al mundo "maleable a la voluntad humana". Esto provoca, a su vez, la afirmación positista de que debemos hacer una distinción clara entre lo no-cognitivo y lo cognitivo o bien "reducir" lo primero a lo segundo. La tercera posibilidad -reducir lo segundo a lo primero- parece que espiritualiza la naturaleza al hacerla igual a la historia o la literatura, es decir, algo que los hombre han hecho y no algo que se encuentran. A algunos críticos les parece que Kuhn está proponiendo la tercera opción. Este intento renovado de ver a Kuhn como si tendiera al "idealismo" no es más que una forma confusa de reiterar la afirmación de que algo como (4) [solo somos capaces de eliminar la posibilidad de desacuerdo racional perpetuo, irresoluble, en aquellas áreas donde los vínculos incuesitonados con la realidad externa proporcionan un terreno común a los que disputan] es verdadero -que debemos considerar a los científicos "en contanto con la realidad externa" y, por tanto, con posibilidades de llegar a un acuerdo racional por medios de que no disponen los políticos y los poetas. La confusión está en sugerir que Kuhn, al reducir los métodos de los científicos a los de los políticos, ha reducido el mundo encontrado de los neutrones al mundo hecho de relaciones sociales. Una vez más nos encontramos con la idea de que todo lo que nos puede ser descubierto por una máquina programada con el algoritmo adecuado no puede existir "objetivamente", y por tanto ha de ser de alguna manera una creación humana. En la sección siguiente trataré de unir lo que vengo diciendo sobre la objetividad con algunos temas procedentes de las páginas anteriores del libro, con la esperanza de hacer ver que la distinción entre epistemología y herméutica no debe considerase como parelela a la distinción entre lo que está "ahí fuera" y lo que nosotros "invetamos".

4. espíritu y naturaleza

(311) La imagen se complica todavía más con la noción vaga de que los que tienen afición a hablar de hermenéutica están proponiendo introducir un nuevo tipo de método (sospechosamente blando) en vez de algún otro método (el método científico, por ejemplo, o el análisis filosófico).

(312) La física es el paradigma de "encontrar" sencillamente porque es difícil (al menos en Occidente) contar una historia de universos físicos cambiantes con el fondo de una Ley Moral o canon poético invariables, y en cambio resulta muy fácil contar la historia contraria. Nuestro obstinado sentido "naturalista" de que el espíritu es, sin no reducible a la naturaleza, al menos dependiente de ella, no es más que la idea de que la física nos ofrece un trasfondo adecuado sobre el cual contar nuestras historias del cambio histórico.

(313) Aprovecharse de la ciencia de la época en la elaboración del relato más amplio posible sobre la historia de la raza no es, a no ser que se adquieran también los diversos dogmas platónicos mencionados en la sección anterior, decir que la física sea objetiva en algún sentido en que quizá no lo sean la política y la poesía. La línea que separa el hacer del encontrar no tiene nada que ver con la línea divisoria entre inconmensurabilidad y conmensurabilidad.

Este conjunto de confusiones aparece materializado en gran parte de la discusión referida a la "naturaleza del espíritu". "la irreductibilidad de la persona", la distinción entre acción y movimiento, y la distinción entre Geistes y Naturwissenschaften. Como la última distinción es probablemente coextensiva con la distinción entre métodos hermenéuticos y no hermenéuticos, es especialmente importante considerarla para clarificar la noción de hermenéutica que estoy presentando.

(314) Nada hay tan valioso para el investigador hermenéutico de una cultura exótica como el descubrimiento de una epistemología escrita dentre de esa cultura. Pero una vez más, si se traza la distinción hermenéutica y epistemología tal como yo hago, no hay ninguna necesidad de que sea más difícil entender a las personas que a las cosas; lo único que ocurre es que la hermenéutica solo se necesita en el caso de discursos inconmensurables.

(315) En respuesta a esto, los defensores de la hermenéutica deberían limitarse a decir que, más como cuestión de hecho innegable que de necesidad metafísica, no existe eso que llaman el "lenguaje de la ciencia unificada".

(316) Decir que no podemos entender una cultura extraña si nos empeñamos en interpretarla como si tuviera demasiados de nuestros deseos y creencias es solo un generalización de la observación kuhniana de que no podemos entender a los científicos del pasado si nos obstinamos en hacer lo mismo con ellos. Esto puede generalizarse a su vez en la afirmación de que no debemos suponer que el vocabulario utililzado hasta ahora valdrá para todo lo demás que vaya apareciendo. El problema no es que los espíritus se restistan por naturaleza a ser objetos de previsión, sino simplemente que no hay ninguna razón para pensar (y muchas veces para no pensar) que nuestro propio espíritu esté ahora enposesión del mejor de los vocabularios para formular hipótesis que expliquen y prevean a todos los demás espíritus (o quizá, a los demás cuerpos).

Charles Taylor dice:

"las mutaciones conceptuales de la historia humana pueden producir, y producen frecuentemente, redes conceptuales que son inconmensurables, es decir, en las que los términos no se pueden definir en relación con un estrato común de las expresiones. El éxito de la predicción en las ciencias naturales está estrechamente ligado con el hecho de que todos los estados del sistema, del pasado y del futuro, se pueden describir dentro del mismo ámbito de los conceptos, como valores, por ejemplo, de las mismas variables. Por eso, todos los estados futuros del sistema solar se pueden describir, lo mismo que los pasados, en el lenguaje de la mecánica newtoniana. Solo si el pasado y el futuro se meten en la misma red es posible entender los estados de lo posterior como función de los estados de lo anterior y, por tanto, hacer una previsión. Esta unidad conceptual queda viciada en las ciencias del hombre por el hecho de la innovación conceptual que a su vez altera la realidad humana" (Interpretation and the Sciencies of Man, "Review of Metaphysics" 25 (1971), 38).

(318) El sentido en que los seres humanos se cambian a sí mismos redecribiéndose no es metafísicamente más interesante o misterioso que el sentido en que se cambian variando de dieta, pareja sexual o residencia. La líena que está describiendo Taylor no es la línea entre lo humano y no humano, sino entre esa parte de investigación donde no estamos seguros de disponer el vocabulario adecuado y esa parte donde estamos bastante seguros de poseerlo. Por el momento, coincide, a grandes rasgos, con la distinción entre los campo de las Geistes- y Naturwissenschaften. Pero esta coincidencia puede que sea una mera coincidencia. Con una perspectiva suficientemente larga, puede resultar que el hombre sea menos deinós de lo que pensaba Sófocles, y las fuerzas elementales de la naturaleza lo sean más de lo que se imaginan los fisicistas modernos.

(319) Naturaleza es todo aquello que es tan de rutina y tan familiar y tan dócil que nos permite confiar implícitamente en nuestro propio lenguaje. Espíritu es todo aquello que es tan extraño e incontrolable que nos hace empezar a preguntarnos si nuestro lenguaje es adecuado para ello.

(321) El hecho de que podamos predecir un sonido sin saber lo que significa es precisamente el hecho de que las condiciones microestructurales necesarias y suficientes para la producción de un sonido en muy pocas ocasiones correrán parejas a una equivalencia material entre una afirmación en el lenguaje utilizado para describir la microestrurctura y la afirmación expresada por el sonido. Esto no se debe a que algo sea en principio imprevisible, y mucho menos a una división ontológica entre naturaleza y espíritu, sino simplemente a la diferencia entre un lenguaje adecuado para enfrentarse con las neuronas y otro adecuado para enfrentarse con las personas.

La hermenéutica no es otra forma de conocer -la comprensión en (322) oposición a la explicación (predictiva). Es mejor considerarla como otra forma de arreglárselas. Sería mejor para la claridad filosófica que entregáramos a la idea de cognición a la ciencia predictiva, y dejáramos de preocuparnos por los métodos cognitivos alternativos. La palabra conocimiento no parecería digna de que se luchara por ella si no fuera por la tradición kantiana de que ser filósofo es tener una teoría de conocimiento y la tradición platónica de que la acción que no está basada en el conocimiento de la verdad de las proposiciones es irracional.

[VIII. FILOSOFÍA SIN ESPEJOS]

1. hermenéutica y edificación

(323) La dificultad procede de una idea que es común a los platónicos, kantianos y positivistas: que el hombre tiene una esencia -a saber, descubirir esencias. La idea de que nuestra tarea principal es reflejar con exactitud, en nuestra propia Esencia de Vidrio, el universo que nos rodea, es el complemento a la diea, común a Demócrito y Descartes, de que el universo está formado por cosas muy simples, clara y distintamente cognoscibles, el conocimiento de cuyas esencias constituye el vocabulario-maestro que permite la conmesuración de todos los discursos.

(324) De esta manera contribuye [Gadamer]a reconciliar la afirmación "naturalista" que he intentado realizar en el capítulo precedente -que la "irreductibilidada de las Geisteswissenschaften" no es cuestión de dualismo metafísico- con nuestra intuición existencialista de que lo más importante que podemos hacer es redescribirnos a nosotros mismos. Lo hace utilizando la noción de Bildung (educación, auto-formación) en vez de la de "conocimiento", en cuanto meta del pensamiento.

(325) Gadamer desarrolla la idea de Wirkungsgeschichtlinches Bewusstsein (el tipo de conciencia del pasado que nos cambia) para describir una actitud interesada, no tanto en lo que hay ahí fuera en el mundo, o en lo que ocurrió en la historia, cuanto en lo que podemos sacar de la naturaleza y de la historia para nuestros propios usos.

El intento de edificar (a nosotros mismos y a los demás) puede consistir en la actividad hermenéutica de establecer conexiones entre nuestra propia cultura y alguna cultura o periodo histórico exóticos, o entre nuestra propia disciplina y otra disciplina que parezca buscar metas inconmensurables con un vocabulario incomensurable.

(326) Para Sartre. Heidegger o Gadamer, la investigación objetiva es perfectamente posible y muchas veces real -lo único que hay que deucr en su contra es que proporciona solo algunas, de las muchas, formas (327) de describirnos a nosotros mismos, y que algunas de ellas pueden dificultar el proceso de edificación. Resumiendo esta concepción existencialista de la objetividad podríamos decir: la objetividad debe entenderse como conformidad con las normas de justificación (para las afirmaciones y para las acciones) que encontramos sobre nosotros. Esta conformidad solo resulta dudosa y engañosa cuando se entiende como algo más que esto -a saber, como una forma de obtener acceso a algo que "sirva de base" a las actuales prácticas de justificación en alguna otra cosa. De dicha base se piensa que no necesita justificación, pues se ha percibido tan clara y distintamente como para servir de fundamento filosófico. Esto es engañoso no simplemente por el absurdo general de apoyar la justificación última en lo injustificable, sino también por el absurdo más concreto de pensar que el vocabulario utilizado por la ciencia o la moralidad acutal tengan una vinculación privilegiada con la realidad que haga de él algo más que otro conjunto cualquiera de descripciones. La utilidad de la opinión existencialista es que, al proclamar que no tenemos esencia, nos permite ver las descripciones de nosotros mismos que encontramos en una de (o en la unidad de) las Naturwissenschaften en pie de igualdad con las diversas descripciones alternativas presentadas por poetas, novelistas, psicólogos, escultores, antropólogos y místicos.

2. filosofía sistemática y filosofía edificante

(331) Quiro generalizar ahora este contraste entre filósofos cuya obra es esencialmente constructiva y aquellos cuya obra es esencialmente reactiva. Estableceré un contraste entre la filosofía que se centra en la epistemología y la filosofía que tiene su punto de partida en la desconfianza hacia las pretensiones de la epistemología. Se trata del contraste entre la filosofía sistemática y edificante. En toda cultura suficientementee reflexiva hay quien selecionan un área, un conjunto de prácticas, y la consideran como el paradigma de la actividad humana. Luego tratan de demostrar cómo el resto de la cultura puede beneficierse de este ejemplo. En el curso de la tradición filósofica occidental, este paradigma ha sido el conocer -poseer creencias verdaderas justificadas, o, todavía mjor, creencias tan intrínsecamente convincentes que hacen innecesaria la justificación.

(332) En la periferia de la historia de la filosofía moderna, aparecen figuras que, sin llegar a formar una tradición, se parecen entre sí por su desconfianza ante la idea de que la esencia del hombre es ser un conocedor de esencias. Pertenecen a esta categoría Goethe, Kierkegard, Santayana, William James, Dewey, el segundo Wittgenstein y el segundo Heidegger. Muchas veces se les acusa de relativismo o de cinismo. Suelen formular fudas sobre el progreso y especialmente sobre la última pretensión de que tal o cual disciplina ha conseguido por fin aclarar hasta tal punto la naturaleza del conocimiento humano que la razón se extenderá ahora por tdos los confines de la actividad humana. Estos escritores han mantenido viva la idea de que, aun cuando tengamos una creencia verdadera justificada sobre todo lo que deseemos saber, quizá lo único que tengamos sea conformidad con las normas del momento. Han mantenido con vida la sensación historicista de la que superstición de este siglo ha sido el triunfo de la razón del pasado siglo, así como la sensación relativista de que el último vocabulario, tomado del descubrimiento científico más reciente, quizá no exprese representaciones privilegiadas de las esencias, sino que sea simplemente uno más del poisible número infinito de vocabulario en que se puede describir el mundo.

(333). Se ríen de la imagen clásica del hombre, la imagen que contiene la filosofía sistemática, la búsqueda de la conmesuración universal en un vocabulario final. Insisten denonadamente en la afirmación holista de que las palabras toman sus significados de otras palabras más que en virtud de su carácter representativo, y en el corolario de que los vocabularios adquieren sus privilegios de los hombre que los usan más que de su transparencia a lo real. Hay filósofos revolucionarios que consideran que la inconmensurabilidad de su nuevo vocabulario con el antiguo es un problema pasajero del que hay que echar la cultpa a los fallos de sus predecesores y que se deben superar mediante la institucionalización de su propio vocabulario. Por otra parte, hay grandes filósofos que se asustan al pensar que su vocabulario puediera llegar a institucionalizarse, o de que su obra pueda considerarse como conmensurable con la tradición.

(334) Podría decirse que está vilando no solo las reglas de la filosofía normal (la filosofía de las escuelas de su época) sino una especie de meta-regla: la refla de que solo se puede sugerir un (335) cambio de las reflas porque se ha observado que las antiguas no encajan con la materia estudiada, que no son adecuadas con la realidad, que impiden la solución de los problemas eternos. Los filósofos edificantes, a diferencia de los filósofos sistemáticos revolucionarios, son los que son anormales en este meta-nivel. Se niegan a presentarse como si hubiera averiguado alguna verdad objetiva (por ejemplo sobre qué es la filosofía). Se presentan com personas que hacen algo distinto de (y más importante que) ofrecer representaciones exactas de cómo son las cosas. Es má importante porque, dicen ellos, la misma idea de representación exacta no es la forma adecuada de pensar en lo que hace la filosofía. Pero luego continúan diciendo que esto no se debe a que "una búsqueda de representaciones exactas de ...( por ejemplo, los rasgos más generales de la realidad o la naturaleza del hombre)" sea una representación inexacta de la filosofía. Wittgenstein y Heidegger se defienden bastante bien. Una de las razones por la que consiguen arreglárselas tan bien es que no piensan que cuando decimos algo tengamos que estar expresando necesariamente una opinión sobre el tema. Podríamos estar diciendo algo simplemente -participando en una conversación más quie colaborando en una investigación. Quizá el decir cosas no sea siempre decir cómo son las cosas. Quizá decir eso no sea un caso de decir cómo son las cosas.

(336) Pero quizá deban parecer ridículos. Cómo sabemos entonces cuándo adoptar una actitud discreta y cuándo insistir en la obligación moral de alguien a tener una opinión? Es como preguntar cómo sabemos la negativa de alguien a adoptar nuestras normas (por ejemplo, de organización social, prácticas sexuales, o modales en la conversación) es un ultraje moral y cuándo es algo que debamos respetar (al menos provisionalmente). El ver a los filósofos edificantes como interlocutores en una conversación es una alternativa a verlos como si tuvieran opiniones sobre temas de interés común. Una forma de concebir la sabiduría como algo que no se ama igual que se ama un argumento, y cuya consecución no consiste en encontrar el vocabulario correcto para representar la esencia, es pensar en ella como la sabiduría práctica necesaria para participar en una conversación. Una forma de ver la filosofía edificante como amor a la sabiduría es verla como el intento de impedir que la conversación degenere en investigación, en un intercambio de opiniones. Los filósofos edificantes no pueden terminar la filosofía, pero pueden ayudar a impedir que llegue al sendero seguro de la ciencia.

3. edificación, relativismo y verdad objetiva

(337) Lo que voy a decir es que el conductismo, naturalismo y fisicismo incondicionales que he estado recomendando en los capítulos precedentes nos ayudan a evitar el auto-engaño de pensar que poseemos una naturaleza profunda, oculta, metafísicamente significativa que nos hace "irreductiblemente" diferentes de los titeros y de los átomos.

(338) Creo que tenemos una pista de la causa de esta obsesión contraproducente en el hecho de que incluso los filósofos que consideran la imposibilidad intuitiva de encontrar condiciones para "lo que es correcto hacer" como razón para rechazar los "valores objetivos" son reacios a considerar que la imposibilidad de encontrar condiciones individualizadoras para la única teoría verdadera del mundo sea razón para negar la "realidad física objetiva". Y deberían hacerlo, pues formalmente las dos nociones están en pie de igualdad. Las razones en favor y en contra de la adopción del enfoque de la "correspondencia" en la verdad moral son las mismas que las que se relaciones con la verdad sobre el mundo físico.

(339) La falta de mediación se está confundiendo aquí con la exactitud de la mediación. La ausencia de descripción se confunde con un privilegio que va unido a cierta descripción. Solo por obra de esta confusión se puede confundir la incapacidad de ofrecer condiciones individualizadoras para la única descripción verdadera de las cosas materiales con la insesibilidad a la inflexibilidad de las cosas. Sartre nos ayuda a explica por qué es tan frecuente esta confusión y por qué sus resultados están provistos de tanta seriedad moral. La idea de "la única forma de describir y explicar la realidad" que se supone contenida en nuestra intuición sobre el significado de "verdadero" es para Sartre precisamente la idea de tener una forma de describir y explicar que nos viene impuesta con la misma desconsideración con que chocan las piedras contra nuestros pies. O, para volver a metáforas visuales, es la idea de hacer que se nos desvele la realidad, no oscuramente en un crital, sino como una especie inimaginable de inmediatez que haría superfluos el discurso y la descripción. Desde el punto de vista de Sartre, el deseo de encontrar estas necesidades es el deseo de renunciar a la propia libertad para instaurar otra teoría o vocabulario alternativos. Por eso, el filósofo edificante que señala la incoherencia de este deseo es tachado de "relativista", de falta de seriedad moral, porque no comporte la común esperanza humana de que desaparezca la carga de la elección.

(340) La idea de un ser humano cuya mente es ese espejo limpio, y que sabe esto, es la imagen, como dice Sartre de Dios. Este ser no se enfrenta con algo extraño que le imponga la necesidad de elegir una actitud hacia él o una descripción del mismo. No tendría ninguna necesidad ni ninguna capacidad para elegir acciones o descripciones. Puede ser llamado "Dios" si pensamos en las ventajas de esta situación, o una simple máquina si pensamos en las desventajas. Desde este punto de vista, el buscar la conmesuración en vez de limitarse a continuar la conversación -buscar una forma de hacer innecesaria una nueva redescripción encontrando una forma de reducir todas las posibles descripciones a una -es intentar escapar a la condición de hombre. Abandonar la idea de que la filosofía deba demostrar que todo discurso posible converge naturalmente en un consenso, igual que lo hace la investigación normal, sería abandonar la espereranza de ser algo más que meramente humano. Sería, por tanto, abandonar las ideas platónicas de Verdad y Realidad y Bondad en cuanto entidades que no pueden ser reflejadas ni siquiera confudamente por las actuales prácticas y creencias, y reincidir en el "relativismo" que supone que nuestras únicas ideas útiles de "verdadero" y "real" y "bueno" son extrapolaciones de esas prácticas y creencias. La filosofía edificante no solo es anormal sino reactiva, ya que solo tiene sentido com o protesta contra los intentos de cortar la conversación haciendo propuestas de conmesuración unversal mediante la hipostatización de un conjunto privilegiado de descripciones.

(341) La paralización resultante de la cultura sería, a los ojos de los filósofos edificantes, la deshumanización de los seres humanos. Los filósofos edificantes están por tanto de acuerdo con la opción de Lessing por la aspiración infinita a conseguir la verdad y no por "toda la Verdad". Para el filósofo edificante la misma idea de encontrarse con "toda la verdad" resulta en sí absurda, pues también es absurda la idea platónica de la verdad misma. Es absurda tanto como noción de verad sobre la realidad que no es sobre la realidad-bajo-una determinada-descripció, como en forma de noción de verdad sobre la realidad bajo una descripción privilegiada que haga innecesarias todas las demás descripciones porque es conmensurable con cada una de ellas. Pensar que mantener una conversación es una meta suficiente de la filosofía, ver la sabiduría como si consistiera en la capacidad de mantener una conversación, es considerar a los seres humanos como generadores de nuevas descripciones más que como seres de quienes se espera que saen capaces de describir con exactitud. Pensar que la meta de la filosofía es la verdad -a saber, la verdad sobre los términos que constituyen una conmesuración última para todas las investigaciones y actividades humanas- es ver a los seres humanos como objetos más que como sujetos, como existentes en soi más que como pour soi y en soi, como objetos descritos y sujetos que describen simultáneamente. Pensar que la filosofía nos permitirá ver al sujeto que describe como si fuera él mismo un tipo de objeto descrito es pensar que todas las posibles descirpciones pueden volverse conmensurables con ayuda de un solo vocabulario descriptivo -el de la filosofía misma-. Sólo si tuviéramos esta idea de una descripción universal podríamos identificar a los seres-humanos-bajo-una-determinada-descripción con la "esencia" del hombre. Solo con esa idea tendría sentido la idea de un hombre que tiene una esencia, sea concebida esa esencia como el conocimiento de las esencias. Así pues ni siquiera diciendo que el hombre es a la vez sujeto y objeto, por soi y en soi, estamos captando nuestra esencia. No escapamos del platonismo diciendo que "nuestra esencia es no tener ninguna esencia" si luega tratamos de servirnos de esta idea como base para un intento constructivo y sistemático de acerguar nuevas verdades sobre los seres humanos. Esta es la razón por la que el existencialismo y más en general la filosofía (342) edificante -solo puede ser reactivo, la razón por la que se engaña a sí mismo siempre que intenta hacer algó más que hacer que la conversación siga por nuevos caminos. Estos nuevos caminos pueden engendrar, quizá, nuevos discursos normales, nuevas ciencias, nuevas verdades objetivas. Pero no constituye el sentido de la filosofía edificante, siendo solo subproductos accidentales. Su sentido es siempre el mismo -realizar la función social que Dewey llamaba "romper la costra de la convención", impidiendo que el hombre se engañe a sí mismo con la idea de que se conoce a sí mismo o conoce alguna otra cosa, como no sea bajo descripciones opcionales.

4. edificación y naturalismo

(343) He insistido varias veces en que no deberíamos intentar tener un sucesor de la epistemología, simo más bien tratar de liberarnos de la idea de que la filosofía tien que estar centrada en torno al descubrimiento de un marco permanente de investigación. Desde mi punto de vista, el intento de desrrollar una "pragmática universal" o una hermenéutica Trascendental resulta muy sospechoso. Parece que promete justamente lo que Sartre nos dice que no vamos a tener -una forma de ver la libertad como naturaleza (o, con un lenguaje menos críptico, una forma de ver nuestra creación de vocabularios y la elección entre los mismos de la misma forma normal que nos vemos a nosotros mismos dentro de uno de esos vocabularios).

(345) El error principal de la filosofía sistemática ha sido siempre la idea de que estas preguntas deben contestarse mediante un discurso nuevo (metafísico o trascendental) descriptivo o explicativo (que trate por ejemplo, de "hombre", "espíritu" o "lenguaje"). Este intento de contestar a las cuestiones de justificación descubriendo nuevas verdades objetivas, de responder a la búsqueda de justificaciones por parte del agente moral con descripciones de un dominio privilegiado, es la forma especial de mala fe del filósofo -su forma especial de sustituir la elección moral por la seudo-cognición.

(346) Este es camino que estoy intentando de cerrar rehaciendo las distinciones ahistóricas y permanentes entre naturaleza y espíritu, ciencia objetivizante y reflexión, espostemología y hermenéutica, en términos de distinciones históricas y temporales entre lo que resulta familiar y lo que no, entre lo normal y lo anormal. En cuanto a esta forma de tratar a las mencionadas distinciones conviene que las veamos no como si dividieran dos áreas de investigación y algo que no es investigación, sino más bien como el interrogatorio incial a partir del cual pueden surgir (o no) investigaciones -nuevos discursos normales. por decirlo de otra manera que puede servir para hacer resaltar sus conexiones con el naturalismo, lo que estoy señalando es que los positivistas tenían toda la razón al considerar imperioso extirpar la metafísica, cuando metafísica significa el intento de ofrecer el conocimiento de lo que la ciencia no puede conocer. Esto es solo un intento de encontrar un discurso que combine las ventajas de la normalidad con las que de la anormalidad -la seguridad intersubjetiva de la verdad objetiva combinada con el carácter edificatne de una exigencia moral injustificable, pero incondicional. (347) La filosofía que no tenga nada de edificante, que fuera totalmente irrelevante para opciones morales como creer o no creer en Dios no se tedría por filosofía, sino solo como una clase especial de ciencia. Por eso, en el mismo momento en que un programa de colocar a la filosofía en el sendero seguro de la ciencia consigue su objetivo, lo único que hace es convertir la filosofía en una aburrida especialidad académica. La filosofía sistemática existe gracias a un perpetuo nadad entre dos aguas, a tener una piera en cada lado del abismo que separa la descripción y la justificación, la cognición y la elección, el captar los hechos como son y decirnos cómo vivir. Por el contrario, ser conductista en epistemología es mirar bifocalmente el discurso científico moral de nuestros días, como patrones adoptados por varias razones históricas y como la consecución de la verdad objetiva, donde verdad objetiva es ni más ni menos que la mejor idea que tenemos en la actualidad sobre cómo explicar lo que está ocurriendo. Desde este punto de vista del conductismo epistemológico, la única verdad en la afirmación de Habermas de que la investigación científica es posibilitada y limitada por condiciones subjetivas inevitables es que dicha investigación se hace posible por la adopción de prácticas de justificación y que tales prácticas tienen alternativas posibles. Pero estas condiciones subjetivas no son en ningún sentido las condiones inevitables que se pueden descubrir mediante la "reflexión sobre la lógica de la investigación". Son simplemente los hechos sobre los que una determinada sociedad o profesión u otro grupo considera que es buena base para aformaciones de cierto tipo. Estas matrices disciplinares se estudian con los métodos empírico-más-hermenéutico de la antropología cultural. Desde el punto de vista del grupo den cuestión estas condiciones subjetivas son una combinación de imperativos prácticos de sentido común (por ejemplo (348) tabúes tribiales, métodos de Mill) con la teoría actualmente en bigor sobre el tema. Desde el punto de vista del historiador de las ideas o del antropólogo son los hechos empíricos sobre las creencias, deseos y prácticas de un cierto grupo de seres humanos. Son puntos de vista incompatibles en el sentido de que no podemos adoptarlos simultáneamente. Pero no hay ninguna razón ni ninguna necesidad de subsumir los dos en una síntesis superior. El grupo en cuestión puede pasar de un punto de vista a otro (objetivándolo así su s egos pasados mediante un proceso de reflexión y haciendo oraciones que sean verdaderas de sus egos presentes). Esto no es un proceso misterioso que exija una nueva comprensión del conocimiento humano. Es el hecho del dominio público de que las personas puedan llegar a tener dudas sobre lo que están haciendo y, por tanto, comenzar a disertar en formas inconmensurables con las que utilizaban anteriormente. Pero esta meditación no necesita verse complementada por una explicación trascendental de la naturaleza de la reflexión. Lo único que es necesario es la innovación edificante del hecho o la posibilidad de discursos anormales, que minarían nuestra confianza en el conocimiento obtenido mediante discursos normales. La reprochable confianza en sí mismo a que nos estamos refiriendo es simplemente la tendencia del discurso normal a bloquear el flujo de la conversación, presentándose a sí mismo como si ofreciera el vocabulario canónico para la discusión de un tema (349) determinado -y, más en especial, la tendencia de la filosofía epistemológicamente centrada a bloquear el camino presentándose como el vocabulario final de conmesuración para toda discurso racional posible. La confianza en sí mismo perteneciente al primer tipo, es decir, la confianza limitada, la echan abajo los filósofos edificantes que ponen en duda la misma idea de conmesuración universal y de filosofía sistemática.

El discurso anormal puede versas sobre cualquier cosa, lo mismo que no hay nada que no pueda resultar edificante o que no se pueda sistematizar. He examinado la relación entre ciencia natural y otras disciplinas simplemente porque, desde la época de Descartes y Hobbes, el motivo clásico que ha impulsado a filosofar ha sido la suposición de que el discurso científico era el discurso normal y que todo otro discurso debía estar inspirado en ese modelo. Sin embargo en el momento en que dejamos de lado esta suposición, podemos también dejar de lado los diversos anti-naturalismo de que me vengo lamentando. Más concretamente podemos afirmar todolo que sigue: toda habla, pensamiento, teoría, poema, composición y filosofía resultará completamente previsible en términos puramente naturalistas. Alguna explicación tipo átomos-y-vacío aplicada a los microprocesos que ocurren dentro de los seres humanos individuales permitirá la predicción del sonido o inscripción que se llegue a producir. No hay espíritus. Nadie será capaz de predecir sus propias acciones, pensamientos, teorías, poemas, etc, antes de tomar una decisión sobre ellos o inventarlos. (esto no constituye una observación interesantes sobre la extraña naturaleza de los seres humanos, sino más bien una consecuencia sin importancia de lo que significa decidir o inventar).

(350) La inconmensurabilidad implica irreductibilidad, pero no incompatibilidad, por lo que el que no se puedan reducir estos diversos vocabularios al de la ciencia de átomos-y-vacío, el del último nivel, no arroja ninguna duda sobre su status cognitivo, sobre el status metafísico de sus objetos. El miedo a la ciencia, al cientismo, al naturalismo, a la auto-objetivación, a que el exceso de conocimento llegue a convertirnos en una cosa más que en una persona, es el temor a que todo discurso se convierta en discurso normal. Es decir, es el temor a que haya respuestas objetivamente verdaderas o falsas a todas las preguntas que podamos formular, de manera que la valía del hombre consistiera en conocer verdades, y la virtud humana fuera meramente la creencia verdadera justificada. Esto resulta aterrador, pues excluyel a posibilidad de que haya algo nuevo bajo el sol, de que la vida humana sea poética y no meramente contemplativa.

5. la filosofía en conversación con la humanidad

(351) Si consideramos que el conocer no es algo que tenga una esencia, que debe ser descrita por científicos o filósofos, sino más bien como un derecho, según las normas de vigor, a creer, estamos avanzando una comprensión de la conversación como el contexto último dentro del cual se debe entender el conocimeinto.

(352) He tratado de demostrar cómo su deseo de escapar a un argè más allá del discurso está arraigado en el deseo de ver las prácticas sociales de justificación como algo más que si fueran tales prácticas. Pero espero haber demostrado cómo esposible considerar las cuestiones de que se ocupan actualmente los filósofos, y de las que ellso consideran que se ha ocupado simpre (quizá sin saberlo) la filosofía, como resultados de accidentes históricos, como giros que a tomado la conversación.

(353) El interés conversacional de la filosofía en cuanto materia, o de algún filósofo individual dotado de talento, ha variado y seguirá variando en formas imprevisibles que dempenden de contingencias. Estas contingencias van desde lo que ocurre en la física a lo que ocurre en política. Las líneas divisorias entre disciplinas se difuminarán y cambiarán, y aparecerán nuevas disciplinas, en las formas ilustradas por el intento logrado de Galileo de crear, en el siglo XVII, "cuestiones puramente científicas". Las acciones de "significación filosófica" y de "cuestión puramente filosófica", tal como se usan en la actualidad, solo adquieron sentido aproximadamente en la época de Kant. Nuestra sensación post-kantiana de que la epistemología o algún sucesor suyo está en el centro de la filosofía (y que la filosofía moral, la estética, y la filosofía, por ejemplo, son en cierto sentido secundarias) es reflejo del hecho de que la autoimagen del filósofo profesional depende de su preocupación profesional por la imagen del Espejo de la Naturaleza. Sin la suposición kantiana de que el fílósofo puede decidir quaestiones juris relacionadas con las pretensiones del resto de la cultura, esta auto-imagen se viene a bajo. Esa suposición depende de la idea de que existe eso que se llama comprensión de la esencia del conocimiento -hacer lo que Sellars nos dice que no podemos.

(354) Las útiles observaciones que pueden hacer sobre los diversos temas que acabamos de mencionar es posible por su familiaridad con los antecedentes históricos de las discusiones sobre temas semjantes, y, lo que es de suma iportancia, por el hecho de que las discusiones sobre tales temas van acompañadas de cichés filosóficos desfasados que los demás participantes han encontrado alguna vez en sus lecturas, pero sobre lo que los fílósofos profesionales saben de memoria los pros y los contras.

El verdadero resultado de la difusión de la pérdida de confianza en las imágenes del espejo sería meramente una ecapsulación de las problemas creados por estas imágenes dentro de un período histórico. No sé si estamos realmente al final de una época. Esto dependerá supongo de si Dewey, Wittgenstein y Heidegger llegan o no a ser tomados en serio. Puede ocurrir que las imágenes del espejo y la filosofía sistemática vuelvan a revitalizrase por la acción de algún revolucionario de talento. O puede ocurrir que la imagen del filósofo que ofrecó Kant esté a punto de correr la misma suerte que la imagen medieval del sacerdote. Si ocurriera esto, ni los mismo filósofos se tomarán ya en serio la idea de la que la filosofía ofrece "fundamentos" o "justificaciones" (355) para el resto de la cultura, o de que sentencia las quaestiones juris sobre los dominios propios de otras disciplinas.

miércoles, 4 de agosto de 2010

¿Quiénes somos nosotros?

Artículo de Daniel Innerarity: descargar.

El conocimiento en la sociedad del conocimiento - Daniel Innerarity

Todos los progresos humanos van acompañados de una sombra en donde se cultiva el imaginario de los desastres. A medida que avanza el saber no disminuye el temor a una secreta amenaza que se aloja, precisamente, emboscada tras ese saber. Cada vez tenemos más poder para viajar, comunicarnos, conocer, hacer valer nuestra opinión, pero cada vez resulta más fascinante la sospecha de que ese poder es ilusorio y más grato a nuestros oídos el discurso que denuncia medidas represivas de poderosas instituciones contra el individuo desvalido. Todavía hoy es convincente el discurso contra la opresión de instituciones más grandes y más poderosas (estado, educación, medios de comunicación o medicina) contra el individuo, representado como una persona inerme (ciudadano, trabajador, elector, alumno, paciente). Las descripciones apocalípticas de la sociedad contemporánea nos han acostumbrado a imaginar víctimas impotentes, consumidores manipulados, turistas engañados, votantes confusos y trabajadores ignorantes. En este panorama la ciencia y la técnica son desenmascaradas como cómplices de los poderosos o como instrumento de una clase que ejerce una nueva represión. Si estas denuncias, además de fascinantes fueran verdaderas, se daría la paradoja de que cuanto más racional es la sociedad, más irracional es la política.

La noción de la sociedad del conocimiento que aquí voy a esbozar es incompatible con aquella credibilidad o ingenuidad científica que consideraba el saber científico como algo ilimitado, tanto como las posibilidades de manipulación de la realidad social. No comparto la utopía —para unos positiva, para otros terrorífica— de la racionalización completa de la irracionalidad, de la desaparición de las identidades locales, de la destrucción de otras formas de saber que podríamos considerar no científicas o tradicionales. Es cierto que no hay apenas realidad social, económica o cultural que sea inmune frente al saber científico y técnico. Pero la significación sin precedentes del saber científico en nuestras sociedades no supone la supresión de todas las otras formas de vida y actitudes.

Trataré de defender una opinión que sin ser muy grata a los traficantes de grandes expectativas —en versión optimista o pesimista— me parece más razonable que su contraria: la sociedad del conocimiento encierra más posibilidades de libertad personal que todas las formas sociales precedentes. Esa libertad es, en buena medida, el reverso del hecho de que, por fortuna o por desgracia, los hombres no podamos hacer mucho bien ni causar mucho mal. Y es que hay un exceso de confianza en la ciencia y en la técnica tanto en quienes esperan de ellas la solución de todos los problemas como en quienes les atribuyen la responsabilidad de todas las desgracias, aun de las hipotéticas. La vida no es fácilmente maleable, no se adapta tan bien a la técnica como desean sus entusiastas y temen sus detractores. Existen muchos límites y obstáculos para la aplicación de la ciencia a la realidad, algunos superables y otros que afortunadamente no parecen condenados a desaparecer. De hecho, el crecimiento y la expansión de la ciencia no están necesariamente acompañados de una reducción de la incertidumbre, del riesgo y la imprevisibilidad. Por eso, en las sociedades actuales, el problema es más bien la gobernabilidad de entramados tan complejos, la antítesis más rotunda de esa sociedad manejable de manera conspirativa en la que se desarrolla la nueva ciber-épica.

a. La crítica de la civilización tecnológica y científica

En los años sesenta, teóricos de la sociedad de muy diversa orientación política —desde conservadores hasta neo-marxistas, desde Schelsky (1961) a Marcuse [1964]— llevaron a cabo una crítica implacable de la civilización tecnológica y científica, denunciando el despliegue inminente de una cultura regida por la ciencia y el peligro de un estado técnico. En todos ellos se lamentaba la pérdida de individualidad del hombre moderno. El tono general de estas críticas consistía en ver la racionalidad instrumental como origen de manipulación y control social. Eran tiempos muy propicios para diseñar futuros escenarios sombríos: la ciencia parecía haber transformado la pesadilla apocalíptica de una destrucción del mundo en una posibilidad concreta. Se presagiaban leyes evolutivas de diferenciación imparable, disminución de la capacidad operativa de los actores individuales, de elaborar su propia opinión y defender su identidad, motivos conspirativos de élites que ocultan sistemáticamente sus intereses, amenaza de la autonomía personal, estructuras represivas, descomposición de la esfera privada, control extremadamente eficiente sobre todos los ámbitos de la vida, introducción de prescripciones cada vez más numerosas y detalladas, reglamentación creciente…

Desde entonces quedó inaugurada la ocupación tópica de criticar el poder creciente de la ciencia y la técnica. La competición por el epíteto más atinado daba por supuesto un destinatario identificable. Los discursos más imaginativos lograron fórmulas como el imperialismo amenazante de la razón instrumental (Weizenbaum), el peligro de una agresiva colonización del mundo de la vida (Habermas) o la inevitabilidad de una nueva taylorización del mundo del trabajo (Volpert). En este contexto se desarrollaron tesis como la de Bell (1960) del final de las ideologías o el pronóstico de Robert Lane (1966) de que nos encontrábamos al comienzo de una nueva era en que los conocimientos científicos reducirían la significación de lo político. Al mismo tiempo se anunciaba la constitución de un tipo de formaciones sociales que fueron denunciadas como “Estado técnico” o “civilización científico-técnica” (Mumford 1962; Schelsky 1961), y que posteriormente sería denominada con mayor sutilidad como “sociedad registradora” (G. Böhme 1984, 15) en la que el poder dispone de una enorme cantidad de datos sobre los ciudadanos.

Estos y otros análisis similares de la misma época padecían una equivocada confianza en la eficacia práctica de la técnica y de la ciencia. Mirando hacia atrás puede hoy decirse que después de veinticinco años de teoría de la sociedad postindustrial nos hemos hecho más precavidos y escépticos. No se han cumplido ni las expectativas tecnocráticas ni las esperanzas humanistas. Quizás sea cierta la observación de Jean Jacques Salomon (1973, 60) y el mito del progreso humano a través del progreso de la ciencia sea superado paradójicamente por ese mismo progreso.

La crítica de la ciencia que se ha hecho ya tópica merece alguna revisión, entre otras cosas porque surge en buena medida de una ciencia malentendida. El poder social de la ciencia y de la técnica no determina causalmente todos los aspectos y fases de la vida humana, como temen o esperan quienes ven en esta determinación un destino inexorable de la modernidad. Esta suposición se apoya en una equivocada comprensión del poder social del conocimiento científico; no tiene en cuenta que también en las sociedades modernas hay límites para el saber científico. Ya Max Weber y Karl Manheim llamaron la atención sobre el hecho de que el proceso capitalista-racionalista tenía sus límites y sólo era capaz de imponerse en determinadas dimensiones.

Los efectos dramáticos de la ciencia sobre el mundo de la vida no implican necesariamente que todos interioricen una visión científica del mundo, que el sentido común sea sustituido por el pensar científico, que el poder político sea ejercido de una manera central y autoritaria, que no existan límites para la realización e implementación del saber científico o que esas realizaciones estén exentas de riesgo. La planificación también podría conducir a un aumento de flexibilidad, de acciones alternativas, de consecuencias prácticas no anticipables, etc. que no justifican los temores frente a un tipo de control calculador.

Por otra parte, el concepto de técnica aquí manejado contiene algunas premisas cuestionables. En primer lugar, se da por supuesto que los procesos sociales tienen una especie de ilimitada elasticidad y maleabilidad frente a la lógica de la técnica. Esta idea se basa en la dudosa tesis de una radical disponibilidad de la historia que obedeciera dócilmente a nuestros objetivos técnicos. En segundo lugar, el desarrollo técnico es concebido como un proceso autónomo, que se sostiene por sí mismo. Pero es muy improbable, a mi juicio, que el desarrollo de la técnica esté impulsado exclusivamente por una singular lógica autorreferencial de crecimiento, a saber, la de la mejor o más eficiente solución de un problema concreto. Más bien ocurre que preferencias que no son de carácter técnico hacen posible la mejora de un proceso, por ejemplo, que una de las soluciones técnicas posibles sea considerada como la mejor y llevada así a la práctica (Krohn y Rammert 1985). La introducción de nuevas tecnologías o la renuncia a nuevos desarrollos técnicos no se decide exclusivamente según criterios técnicos. La técnica no se impone absolutamente cuando los criterios para preferir una determinada solución técnica están en otras esferas de la vida, lo que parece ocurrir cuando la decisión se adopta conforme a oportunidades políticas, estéticas o morales.

Uno de los principales presupuestos de la ciencia moderna era su capacidad sustitutoria de los demás saberes. Los partidarios y los enemigos de la ciencia y la técnica modernas compartían el convencimiento de que el saber científico eliminaba el saber de cualquier otro tipo (Marcuse [1964]; Schelsky 1965; Bell 1973). Consideraban que las convicciones tradicionales o irracionales serían disueltas por una racionalización de la acción social. También las primeras teorías de la sociedad del conocimiento estaban marcadas por el peso de la concepción positivista de la ciencia. Lane (1966) reflejaba el optimismo de comienzos de los años sesenta cuando expresaba su convencimiento de que el pensamiento científico disolvería y sustituiría radicalmente al saber anterior, declarándolo inapropiado o incluso irracional. Pero esta supuesta eliminación gradual de las seguridades, identidades, ideologías y expectativas tradicionales es más un deseo o un temor que una realidad efectiva. La ciencia y la técnica aseguran también la supervivencia de formas de acción existentes; en cierto sentido podría incluso decirse que son responsables de que muchos modos convencionales de pensar y actuar no pierdan su validez. Cuando se analizan las cosas con menos entusiasmo o temor, el conocimiento científico pierde su vinculación con el determinismo positivista y aquella lógica que podríamos llamar “sustituista”.

Otro de los lugares comunes de la crítica a la civilización técnica y científica es la supuestamente imparable concentración de poder, que se hace patente en la sofisticación del control sobre la sociedad. En última instancia, las nuevas tecnologías vendrían a fortalecer las condiciones de aquel panopticum ensalzado por Bentham en 1791 como instancia de control (Foucault 1975). Es indudable que con las nuevas tecnologías de la información la vigilancia puede ser organizada de manera mucho más eficiente que en las sociedades premodernas (Giddens 1990, 22). Pero queda abierta la cuestión de si la sociedad actual derivará hacia un estado autoritario perfectamente organizado o si más bien esa misma evolución establecerá la posibilidad de una democratización radical. Por un lado, determinadas técnicas pueden poner en marcha un desarrollo alarmante porque, como muchos temen, posibilitan una vigilancia centralizada y perfecta. Y simultáneamente ese desarrollo técnico es el que permite un alto grado de descentralización, iniciativas locales, estancias flexibles e incluso una vigilancia efectiva y asequible sobre los vigilantes.

Las constricciones sociales específicas de una sociedad del conocimiento no son las mismas que las analizadas por las teorías tradicionales de las relaciones de poder en general y del poder político en particular. En el concepto tradicional de poder su posesión y su uso son conscientemente pretendidos; las responsabilidades pueden ser asignadas, las utilidades o los costes del ejercicio del poder están por lo general claramente repartidos y resultan calculables. Pero cualquier investigación acerca del ejercicio del poder en una sociedad del conocimiento ha de tomar como punto de partida una difuminación de los centros de decisión en nuestras sociedades, así como el hecho de que ha cambiado sustancialmente el tipo de poder que proporciona el conocimiento, si se lo compara con el que se esperaba de la ciencia y la técnica en los orígenes de la modernidad.

En las sociedades del conocimiento la acción humana está fuertemente condicionada por las circunstancias que se siguen del saber científico y de los artefactos técnicos. Pero, al mismo tiempo, también ocurre que las formas de pensar y de actuar en esa sociedad pueden ser más efectivamente protegidas frente al influjo de la ciencia, en la medida en que se mejoran decisivamente las condiciones de posibilidad para dicha resistencia. La influencia creciente de la ciencia y de la técnica discurre al mismo tiempo que una elevada contingencia y fragilidad de la acción social, y no conduce en absoluto a una superación definitiva de la “irracionalidad” en virtud de la “racionalidad” producida por la ciencia.

Lo que caracteriza principalmente a la sociedad del conocimiento es el hecho de que la ciencia y la técnica proporcionan posibilidades de acción para un número creciente de autores, que incluso perfeccionan decisivamente la resistencia contra una homogeneización del comportamiento en esa sociedad. La ciencia y la técnica multiplican e intensifican las posibilidades de oposición frente a las evoluciones que ellas mismas han desatado. No solamente configuran poderes que limitan las posibilidades de elección, despliegan controles más eficaces y solidifican las relaciones de dominación y desigualdades existentes; gracias a ese mismo saber es posible ampliar las posibilidades de acción, influir sobre los poderosos, desmitificar autoridades, configurar nuevos grupos y autores. Por lo que se refiere al poder, no debería considerarse el saber sólo como un medio de coerción —tal como aparece al menos implícitamente en muchas concepciones del poder— sino también como una posibilidad de defenderse frente a él, de organizar oposición o de eludirlo. Por eso no es contradictorio afirmar que en las sociedades del conocimiento hay un aumento de estabilidad y constancia paralelo al incremento de inseguridad y fragilidad.

Las dificultades que resisten a la concentración del saber tienen mucho que ver con la desaparición de un punto central autoritario de la sociedad. Utilizando una metáfora de Alain Touraine (1984), en la sociedad del conocimiento los actores no se relacionan con un punto central sino más bien con centros separados de decisión que forman un mosaico en lugar de una pirámide. Pese al discurso que denuncia la homogeneización, la sociedad actual ya no tiene unos pocos influyentes (o monolíticos) partidos políticos, estructuras familiares, sindicatos, comunidades religiosas, grupos étnicos, estratos sociales o clases. En cada una de esas formas de organización social se observa un proceso de descentramiento o relajamiento. Y la razón de ese proceso ha de buscarse en la naturaleza misma de ese saber que se ha constituido en el paradigma para entender la sociedad actual, en el tipo de poder que proporciona y en la debilidad que le es propia.

b. Poder y debilidad del conocimiento

Es ya un lugar común entre sus teóricos la afirmación de que en la sociedad del conocimiento la influencia colectiva, el ejercicio del poder y del dominio están mediatizados de manera creciente por el saber. El saber adopta cada vez más la función de los clásicos factores de producción, como la propiedad, el trabajo y la tierra. La aplicación de saber y no del tradicional aparato de poder se ha convertido en el medio de poder dominante y preferente de la acción social. Este cambio obliga a repensar la organización social examinando las características de un saber que tampoco es el mismo que el saber que tenían a la vista los sociólogos clásicos. Las teorías clásicas de la sociedad dependían excesivamente de una concepción más bien determinista de la evolución social y no habían reflexionado suficientemente sobre el poder y la impotencia del conocimiento científico.

El saber de las sociedades del conocimiento es un saber fundamentalmente disperso. La competencia que confiere el saber está tan diversificada y es tan sustituible y combinable que las distinciones sociales concretas en la sociedad del conocimiento son menos coherentes, unidimensionales y homogéneas que las de la sociedad industrial. El saber resulta cada vez más accesible, directa o indirectamente, a cada vez mayores sectores de la población.

La flexibilidad del saber se pone también de manifiesto en el hecho de que sus aplicaciones prácticas son menos evidentes, indiscutidas y explícitas que en las sociedades tradicionales. El saber está menos vinculado a estructuras sociales definitivas. Los cambios más recientes de la estructura social dependen de que la construcción social del saber se ha modificado. Me refiero a la importancia creciente de la (re)interpretación del saber y, en consecuencia, la pérdida de sus atributos típicos: seguro, fiable, definitivo, no controvertido, etc. La interpretación del saber y la reproducción del saber se han convertido en tareas sociales decisivas.

Por esa misma razón el progreso de la ciencia no significa que se facilite la planificación, la predicción y el control políticos. En determinadas circunstancias el progreso científico va unido a los desarrollos opuestos en la línea de una creciente fragilidad de la sociedad, a una mayor conciencia de los límites que acompañan necesariamente a todo saber. Los límites a los que me refiero son de carácter epistemológico; son límites puestos por el conocimiento científico mismo. La propia maquinaria de la ciencia —observaba Gehlen (1949, 12)— ejerce una coacción sobre el científico. No me parece acertado entender los límites del poder de la ciencia como una irracionalidad irreductible, como una carencia de ilustración de determinados grupos sociales o incluso como resultado de un empeño consciente de la ciencia para mantener a la población en la oscuridad con el fin de asegurar su propio poder. Lo más relevante para entender la sociedad en que vivimos sería descubrir las cualidades cognitivas y sociales que explican por qué el saber no científico tiene un nicho social significativo en las sociedades modernas.

Esta supuesta dinámica de sustitución de toda forma de racionalidad no científica fue cuestionada hace tiempo. Ya Durkheim no compartía la opinión de Comte de que las verdades científicas fueran a disolver radicalmente las expresiones mitológicas. En las verdades mitológicas se trata de expresiones que son aceptadas sin mayor comprobación, mientras que las científicas estarían sometidas a la verificación. Ahora bien, la acción social está continuamente bajo la presión del tiempo y no puede esperar a que los problemas sociales sean solucionados científicamente. Entre las condiciones de producción del saber científico está la suspensión de la escasez de tiempo y de la imperiosidad de actuar. El saber científico ha surgido generalmente bajo las condiciones de demora, distancia, examen y suspensión de las constricciones de la vida e incluso ha hecho de este retraimiento una característica esencial para la validez de esa forma de saber. Pero la vida no puede esperar (Durkheim [1912] 1994). La sociedad debe trabajar con determinadas concepciones acerca de ella misma. La inseguridad en la que trabaja la ciencia no es apropiada para la vida misma. Por decirlo con Pierre Bourdieu: se debe asignar a la praxis una lógica que plantee exigencias lógicas menos severas que la lógica de la lógica. La peculiaridad de la praxis consiste en que no permite una consideración teórica, pues la verdad de la praxis consiste en su ceguera respecto de su propia verdad (Bourdieu 1980). El hecho de que los sociólogos vayan siempre por detrás, el retraso del desarrollo científico permite a juicio de Durkheim la supervivencia de expresiones que podríamos llamar mitológicas. En las sociedades en que domina el conocimiento científico las verdades mitológicas no pierden su función social.

La idea de una marcha triunfante del saber científico y la consiguiente decadencia del saber tradicional supone al menos de modo implícito que, propiamente, sólo el saber científico progresa y que el saber no científico carece de toda dinámica progresiva. La impotencia del saber no científico encuentra su paralelo en la suposición de que la ciencia reduce continuamente el ámbito del saber tradicional, pero en absoluto lo acrecienta o incluso enriquece. Ahora bien, el saber científico remite a otras formas de saber, especialmente al saber común, al que no puede sustituir (Luckmann 1981). Y además, la ciencia misma es una fuente de crecimiento y de evolución del saber no científico (Brzezinski 1970). Mientras que nuestro conocimiento continúa incrementándose exponencialmente, nuestra ignorancia relevante lo hace incluso con mayor rapidez. Esta es la ignorancia generada por la ciencia (J. Ravetz 1987, 100). El progreso del conocimiento científico y sobre todo su aplicación práctica llevan consigo nuevos problemas irresueltos, efectos secundarios y riesgos. Desde este punto de vista, el discurso científico produce ignorancia, aunque sea certified ignorance.

La expansión del saber no está necesariamente acompañada por una reducción paralela del no saber y por un mejoramiento de la abarcabilidad. Al contrario, un crecimiento del saber puede muy bien suponer una explosión de confusión, inseguridad y una escasez de previsibilidad de la acción futura. La ciencia inaugura una pluralidad de posibilidades; pero con cada satisfacción, con cada conocimiento la ciencia produce una masa de nuevas preguntas, toda una nueva corriente de insatisfacción humana (Richta 1972, 249).

Entre las nuevas ignorancias una de las más evidentes es la que se sigue de la impredecibilidad de los movimientos iniciados. Muchos de los cambios que tienen su origen en causas científicas se sustraen paradójicamente del control racional, la planificación, la programación o la previsión. Consecuencias azarosas, no anticipadas, riesgos difícilmente reconocibles juegan ahora un papel más relevante que en las llamadas sociedades industriales. Me parece muy atinada la observación de Hermann Lübbe (1987, 95) sobre nuestra incapacidad colectiva de anticipar el futuro: la inexactitud de las predicciones ha aumentado en comparación con el saber del que disponemos. Todo presente anterior, en relación con el nuestro, disfrutó de la ventaja cultural extraordinaria de poder decir sobre su propio futuro cosas mucho más exactas que lo que podamos hacerlo nosotros. Lübbe se refiere fundamentalmente al saber técnico en sus observaciones acerca de la relación entre inseguridad y volumen del saber. La cantidad de las situaciones que modifican las condiciones estructurales de la vida aumenta proporcionalmente al volumen del saber disponible. La exactitud y la validez de los pronósticos no son mejoradas por el progreso del saber sino reducidas. La sociedad moderna es crecientemente frágil. Y esta tendencia se acentúa aunque —o precisamente porque— crece nuestro conocimiento de la naturaleza y de la sociedad. Se da la paradoja de que un aumento de nuestro saber pueda proporcionarnos un mejor conocimiento de sus límites. El saber no es nunca absoluto y deja de pretenderlo cuanto mayor es su alcance.

Una posible reserva ante este panorama de posibilidades liberadoras de la sociedad del conocimiento consiste en apelar a una tiranía de los expertos (Lieberman 1970) y a la consiguiente pérdida de las evidencias y derechos particulares. Hay quien sostiene que la técnica hace su propia política y que sus imperativos sirven a los intereses de la élite dominante (McDermott 1969). Esta advertencia merece ser analizada porque a menudo se apoya en una visión inexacta del significado social del crecimiento de las profesiones basadas en el saber. Esto no significa por ejemplo que la diferencia entre el conocimiento científico y el saber común sea cada vez mayor. Habermas sostiene que la racionalización empobrece progresivamente el mundo de la vida y aumenta la distancia entre la cultura de los expertos y el público. Pero este desarrollo no es inevitable. La necesidad de abandonarse de manera creciente a los expertos no tiene por qué ir necesariamente unida a un empobrecimiento de la vida cotidiana, de las formas y saberes que en ella se cultivan, ni a fortalecer la capacidad de manipular y controlar a los individuos. Más aún: la relativamente abierta facilidad de acceso a un asesoramiento especializado tiene consecuencias emancipatorias para el individuo.

La tradicional equiparación de saber y poder entendía el saber como algo que puede ser controlado privadamente y de este modo limitado su acceso. Y el poder político tradicional incluye la posibilidad de limitar las libertades individuales, de imponer la propia voluntad contra la resistencia de otros, de forzar la obediencia, de amenazar con la coacción y de perseguir administrativamente, sin excluir la posibilidad de la violencia física. No son estos el tipo de saber y de poder específicos de las sociedades del conocimiento. No se trata de que el poder pase a otras manos sino de que se modifican el modo y el contenido del poder y, por consiguiente, también los medios y su alcance.

Por otra parte, el dominio social adjudicado a la ciencia presupone un grado de coherencia y una unidad de intereses que no se observa entre los expertos técnicos y en los discursos que remiten a la autoridad de la ciencia. Hay una imagen extendida de la ciencia como un edificio cimentado sobre el consenso que no se compadece bien con el hecho de que es más bien una comunidad en la que las disputas acerca de las estrategias de investigación y la interpretación de los resultados de la investigación son bastante virulentas. Los expertos no actúan como una unidad, el saber especializado no es unitario ni parece que en el futuro vaya a haber un consenso definitivo entre los expertos. Más bien ocurre que el descubrimiento del poder y la simultánea fragilidad del conocimiento científico lleva a debilitar la autoridad de los expertos y al escepticismo frente a la idea de que la opinión de un experto sea imparcial y objetiva. La experiencia enseña que las controversias técnicas tienen la forma de una competición entre interpretaciones de una situación (Barnes 1985, 106). Nada más alejado de la realidad que una élite conspirativa rendida pacíficamente ante la objetividad de sus procedimientos y aglutinada por un mismo objetivo común contra los inexpertos.

Es muy cuestionable la tesis de una nueva clase, de nuevas formas de oposición entre clases, para los nuevos conflictos políticos y económicos (Galbraith 1967; Larson 1984). Esto equivaldría a suponer que los expertos pueden desarrollar una suficiente coherencia de intereses, organización y solidaridad política, lo cual no sería tampoco suficiente para formar una clase. No parece oportuno el uso del concepto tradicional de clase cuando la extensión de la ciencia en las actuales relaciones sociales lleva consigo una peculiar fragilidad de la estructura social que se muestra como un obstáculo para la formación de monopolios. Contra esta ficción puede establecerse con alguna seguridad que los grupos profesionales no han tomado el mando de la sociedad del conocimiento. Y esto no es tanto el resultado de la modestia de los expertos o su aversión al poder, sino que depende simplemente de los asuntos que tramitan. La movilización y aplicación de esas especialidades disminuyen paradójicamente —y seguro que de manera no intencionada— la verosimilitud de que ese grupo de expertos asuma una posición social dominante. En la medida en que el saber es capacidad de acción, de hacer algo o de poner algo en marcha, los clientes de los expertos pierden siempre un cierto grado de su dependencia, aunque sólo sea porque pueden poner en cuestión el saber que se les ha puesto a disposición.

Otra de las críticas que se viene abajo al analizar las sociedades del conocimiento es la que denuncia una homogeneización general. Hay una pluralidad de identidades locales, regionales o nacionales que hacen frente con éxito al proceso mundial de homogeneización por los mismos motivos que señalaba anteriormente para poner en duda la sustitución de todas las formas de saber por el conocimiento científico. Pero lo que hace más improbable esta igualación universal es la naturaleza misma del conocimiento que gestionan y tramitan nuestras sociedades: su carácter interpretativo y contextual, la diversidad de sus posibilidades de aplicación, su disponibilidad flexible. Como subraya Ralf Dahrendorf (1980, 753), los límites de la homogeneización tienen que ver con el hecho de que, toda cultura ha integrado los símbolos de la modernidad en su propia tradición; cada una hace de esos símbolos parte de su vida y sólo de ella. Con otras palabras, sería falso pensar, como lo hace la concepción extrema de la homogeneización, los contextos sociales locales como en situaciones exclusivamente pasivas frente a las influencias exteriores. Las situaciones locales no solamente ofrecen resistencia sino que tienen recursos para “asimilar” activamente prácticas culturales importadas. Las prácticas y los productos culturales no determinan de una vez para siempre soberanamente su modo de uso y aplicación al margen de los contextos de aplicación.

Nos hemos acostumbrado a considerar el saber como un instrumento para consolidar las relaciones de poder existentes, como si el progreso de la ciencia jugara siempre en favor de los más poderosos, pudiera ser fácilmente monopolizado por ellos y eliminara con éxito las formas tradicionales de saber. Pienso que esta idea de la ciencia como un instrumento eminentemente represivo y favorecedor de los poderosos es inexacta. Por eso cabe decir que en la nueva Alejandría global de la información computerizada no hay una seguridad perceptiva última, ninguna validación última de un texto remite a un original escrito o a una autoridad original. Es una cultura basada en una noción del conocimiento incesantemente interpretativo (A. Smith 1986, 162). El saber es un potencial liberador para muchos individuos y grupos. Precisamente las dificultades y los espacios de interpretación que acompañan al saber son lo que abren una serie de oportunidades de influencia y actuación frente a los expertos y al saber autoritario (Smith/Wynne 1989). La mera necesidad de que el saber deba ser siempre re-producido y que los actores deban apropiárselo, proporciona la posibilidad —por así decirlo— de estampar en el saber una marca personal. El proceso de apropiación deja algunas huellas. En el curso de esta actividad de apropiación, los agentes se hacen con nuevas capacidades cognoscitivas, profundizan en las que ya poseen y mejoran en general la eficacia de su trato con el saber, lo que a su vez les permite también desenvolverse con mayor capacidad crítica frente a las nuevas ofertas de saber y descubrir posibilidades de acción inéditas. La distribución social del saber no tiene las propiedades de un juego de suma cero.

c. La estructura de las sociedades del conocimiento

Nuestra concepción de la estructura social está todavía hoy fuertemente vinculada a la teoría de la sociedad industrial. En esta sociedad las jerarquías sociales se construyen y legitiman por relación al proceso de producción y las consecuencias de su organización específica. De manera muy similar, casi todos los teóricos de la sociedad postindustrial partían del supuesto de que la realidad social, económica y cultural estaría determinada por la racionalización y la planificación, y que los instrumentos de ese vigilancia estarían concentrados en manos de los organismos estatales. Esta tesis implicaba que habría de ser más fácil controlar administrativamente los comportamientos individuales, subsumir en protocolos administrativos cualquier movimiento social.

Ahora bien, en la medida en que el trabajo es llevado a cabo crecientemente por profesiones del saber, que pertenecen a los grupos políticamente más activos de una sociedad, tiene que modificarse necesariamente la configuración del sistema político. Habrán de cambiar especialmente las posibilidades de reproducir las tradicionales relaciones de dependencia. En la sociedad del conocimiento, las posibilidades de acción de los individuos y los pequeños grupos de personas se han ampliado considerablemente, aunque no debe suponerse que esta ampliación de la capacidad operativa valga para todos los niveles de acción y para todos los actores. Pero, en términos generales, estos cambios conducen a una autoridad estatal más superficial y volátil. Al menos en este sentido se puede concluir que el crecimiento del saber y su progresiva expansión social crean mayor inseguridad y contingencia; no son la base para un dominio más eficiente de instituciones sociales centrales.

En las sociedades del conocimiento la fragilidad de las estructuras sociales aumenta considerablemente. La capacidad de la sociedad de actuar sobre ella misma es incomparablemente elevada. Pero las sociedades del conocimiento son políticamente frágiles no porque sean democracias liberales —como muchos conservadores quisieran sostener— sino porque son sociedades del conocimiento. Las sociedades del conocimiento incrementan el carácter democrático de las democracias liberales. En la medida en que crecen las oportunidades de muchos para participar efectivamente disminuye la capacidad del estado para imponer su voluntad. La “resistencia” de las circunstancias se ha vuelto mucho más significativa y el ejercicio del poder está más equilibrado que en las antiguas sociedades industriales. El extendido poder de disposición sobre el saber reflexivo reduce la capacidad de las instancias tradicionales de control para exigir e imponer disciplina y conformidad. Las posibilidades de ejercer una presión contraria han aumentado de manera más que proporcional.

El conocimiento científico abre unas posibilidades de actuación que continuamente se amplían y modifican. En contraposición a la imagen ortodoxa de las sociedades modernas, se hace necesario insistir en la capacidad de acción conquistada para los agentes sociales, en la flexibilidad, heterogeneidad y volatilidad de las estructuras sociales, en la posibilidad de que un mayor número de individuos o grupos puedan influir y reproducir según su criterio esas estructuras. También se ha fortalecido la capacidad del individuo de actuar en su propio interés. La ciencia se convierte en un componente de la política porque el modo científico de comprender la realidad es utilizado para definir el interés que los actores políticos articulan y defienden (Haas 1990, 11). La explicación y la imposición de intereses políticos se basa en buena parte en concepciones de la sociedad tal como son articuladas en la ciencia. Pero no debe olvidarse que la política apoyada en un saber científico también puede ser una política de oposición y resistencia. Debido a que el discurso científico moderno no tiene unas propiedades monolíticas, se convierte en un recurso de acción política para individuos, grupos y organizaciones que persiguen intereses y fines muy diversos. La ciencia no es sólo un instrumento armonizador, que aparca conflictos y modera las tensiones. El saber aumenta la capacidad de acción de todos, no únicamente de los poderosos.

En la mayor parte de los análisis de los críticos sociales se da por hecho que la sociedad moderna es una unidad de civilización que tiende a la homogeneización de todos los ámbitos de la vida y las formas de expresión. Muchas observaciones de este estilo contienen un crudo determinismo precisamente porque no aciertan a entender que el tipo de saber que configura las sociedades del conocimiento no es el saber disciplinado y exacto de las ciencias positivas sino otro más flexible y frágil desde el que no resulta fácil establecer una organización social rígida.

Así pues, el proceso de modernización debe ser entendido de una manera menos rígida y unívoca. Incluso los conceptos de diferenciación funcional y racionalización de la realidad social que eran considerados como el motor de las sociedades modernas deben ceder el paso a versiones más abiertas de la evolución social. Por ejemplo, el principio de fragmentación de la sociedad, en virtud del cual ésta pierde su centro y se configura en una serie de subsistemas autónomos, debe ser corregido para registrar también movimientos de sentido contrario. Concepciones de la sociedad menos deterministas hablan ya de procesos de integración y des-diferenciación (Tilly 1984, 48) que pueden a su vez modificar la tendencia dominante de las sociedades modernas en la línea de una mayor variabilidad, fragilidad y contingencia de los nexos sociales. La idea de una única tendencia evolutiva es por consiguiente muy cuestionable. Es significativo que muchos límites no cumplan su función de barrera, que haya posibilidades inéditas de tránsito entre fronteras supuestamente impermeables. El proceso de modernización no ha de entenderse como el decurso de estadios evolutivos estrictamente predeterminados sino como un proceso abierto, a menudo incluso reversible, de expansión de la acción social. La modernización sería entonces un proceso múltiple y no lineal de extensión de las posibilidades operativas.

El aumento del control social del saber es uno de esos fenómenos que contribuye a modificar el estatuto que al saber se le asigna en las críticas a la civilización tecnológica y científica. La misma existencia de este control es un indicativo de cómo la esfera del saber no se ha autonomizado absolutamente y es susceptible de control desde otros ámbitos sociales como el derecho o la política.

En un principio, la ciencia y la técnica pueden ser fácilmente puestas al servicio de cualquier decisión. El carácter exotérico, inaccesible a muchos, de la ciencia convierte al sistema científico en un recurso para simbolizar independencia y objetividad. Por eso la ciencia se ha erigido frecuentemente en una autoridad de la que puede disponerse para las decisiones controvertidas. Pero una cierta desconfianza ha acompañado siempre al desarrollo de la ciencia y la técnica, sin que parezca que en el futuro vaya a ser de otra manera. Se da una coincidencia curiosa en la sociedad contemporánea: junto a una pérdida de temor y respeto frente a la autoridad y las disposiciones de la administración estatal hay que registrar también una preocupación creciente por los efectos negativos del progreso técnico y científico. Los problemas de medio ambiente, las consecuencias del uso de determinados artefactos técnicos, la percepción de que no todos los problemas sociales pueden ser controlados racionalmente ni evitados o resueltos mediante la planificación son indicativos de que la ciencia y la técnica ya no gozan de la confianza general e incuestionada. Es como si la disminución del miedo se viera compensado por un aumento de las preocupaciones.

Mientras tanto el control social del conocimiento científico y del saber técnico ha aumentado considerablemente. En todos los países desarrollados existen complejas prescripciones y un gran número de organizaciones que se ocupan de registrar, permitir, verificar y supervisar ya sea productos farmacéuticos, el uso de tecnologías de alto riesgo, los modos de investigación, las patentes o el control de los alimentos. Ya no nos encontramos en la época de una esfera científica completamente autónoma y celosa de cualquier intervención exterior. La aplicación del conocimiento científico conduce a que el saber se convierta en parte de un contexto social externo, no científico. Una consecuencia de esta incorporación del conocimiento científico en un contexto exterior al sistema de la ciencia es que los mecanismos de control allí existentes influyen en el saber. El saber no se puede librar de los procesos de selectividad de esos contextos. Por eso actualmente la supervisión política del conocimiento ya no es lamentada como una ruptura intolerable de las normas científicas. En la medida en que el saber se convierte en un componente constitutivo de las sociedades, la producción, reproducción, distribución y realización del saber no puede sustraerse a la discusión política explícita y las disposiciones jurídicas. La producción y distribución del saber se han convertido en cuestiones habituales de la política y en objeto de decisiones económicas.

Con la sociedad del conocimiento estamos en una situación en la que ya no ocurre que unos pocos actores controlan casi todo, sino más bien que muchos controlan más bien poco. Ese saber es más disponible para todos, por lo que se reduce la capacidad de las instancias tradicionales de control para imponer su disciplina. Las capacidades de influir, ejercer resistencia y hacerse valer han aumentado de manera más que proporcional en el individuo y en los diversos grupos que configuran la sociedad civil. Al descubrir estas posibilidades se abren también nuevas formas de ejercer la libertad y pierde fuerza la pesadilla de una sutil manipulación. Con el progreso de la ciencia ha de disminuir la fe en ella: el asombro dura poco, lo que tarda en desvanecerse el fantasma que pensamos habita en la máquina hasta que conocemos su funcionamiento. Saber es saber lo precario que es el saber, lo disperso que está, su fácil acceso, su vulnerabilidad a la crítica, su debilidad para combatir la tozudez del sentido común y las costumbres inveteradas, en suma: que la vida es poco gobernable y que la última garantía de la libertad personal es la pereza de las cosas a ser manejadas.

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Las disonancias de la libertad

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Modernidad y postmodernidad

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