lunes, 14 de junio de 2010

EL DESAFÍO DEL INDIVIDUALISMO

Las contradicciones, dijo Naphta, pueden estar acordes. Únicamente los mediocres y las medidas medio llenas no pueden armonizarse. Vuestro individualismo es un compromiso, una concesión. Corrige vuestra moral pagana del Estado con un poco de cristianismo, con un poco de "derecho individual", con un poco de pretendida libertad. Eso es todo. Un individualismo, en cambio, que parte de la importancia cósmica, de la importancia astrológica del alma del individuo, que entiende lo humano no como un conflicto entre el Yo y la sociedad, sino como un conflicto entre el Yo y Dios, entre la carne y el espíritu, un individualismo así concuerda muy bien con una comunidad más estrecha (T. MANN, La Montaña Mágica).

Las palabras que Mann ponía en labios de Naphta dirigidas a Settembrini, la encarnación del ideal liberal-racionalista, adquieren en el mundo tardo-moderno un nuevo sentido. En la misma montaña mágica, escenario de la novela, se reúne todos los años una élite de poderosos, científicos, periodistas, líderes sociales, seleccionados por el Foro Económico Mundial, para debatir el futuro de la nueva aldea global. En el año 99 el tema en Davos era la globalidad responsable. Todos los Naphtas del foro intelectual que dedican sus esfuerzos a denunciar los peligros del pensamiento único con alarmantes estadísticas sobre la distribución de la riqueza han visto cómo los delfines del neoliberalismo se confesaban a sí mismos y al mundo los peligros de la especulación financiera. Las reformas liberales en el mercado no llevan consigo automáticamente la democratización de la sociedad. No todos los bienes pueden cuantificarse en el PIB. Ted Turner, por ejemplo, preguntaba: "¿De qué sirve un crecimiento del 5 por ciento de la producción si esa tasa incluye un componente de destrucción de bosques o de recursos naturales, o de fuentes de energía, del 2 o 3 por ciento del acervo existente cada año?" (EL PAÍS, 10-II-99). La macroeconomía comienza a atender a factores extraeconómicos obligada por la incerteza de sus medidas y predicciones. Si los movimientos especulativos pueden producir efectos no controlados ni controlables, el neoliberalismo debe abrirse a una dimensión social cuyas consecuencias pueden cambiar el mapa de la relación entre poderes públicos y agentes económicos. ¿Tenía razón Naphta cuando apelaba a valores más cálidos en la relación del individuo y lo otro? Si el proyecto secularizador del liberalismo ha fracasado se podría afirmar con rotundidad que los derechos del individuo no han sido más que un compromiso aguado del nuevo imperialismo de las finanzas. Ese es el análisis devastador que propone Chomsky para quien el nuevo orden mundial no responde a las peticiones de justicia, equidad y democracia, sino a la nueva era imperial. La globalización es un nuevo mecanismo para colonizar grandes sectores del propio país y someter a los países a mayor represión y bajos salarios. La estructura esencialmente individualista de las sociedades democráticas es uno de esos mecanismos más eficaces de subordinación: "El ideal es que cada individuo sea un receptor aislado de propaganda, solo frente al televisor, desvalido ante dos fuerzas externas: el Gobierno y el sector privado, con su derecho sagrado a decidir el carácter básico de la vida social"[1]. Si es cierto, como dice Chomsky, que el gobierno mundial de facto se consagra a garantizar que los recursos humanos y naturales del mundo estén a la libre disposición de los grandes intereses empresariales y multinacionales y protegidas del conocimiento popular, el ideal de la libertad que preconizó el liberalismo estaría más lejos que nunca. El individualismo que fue parejo a la liberalización del comercio habría sido nada más que un compromiso irónico para extener la forma de un nuevo orden social de amos y esclavos.

El abismo del individuo

El proceso de secularización al que alude Naphta puede entenderse como un proceso de individualización. Taylor ha explicado en Las fuentes del yo cómo la autonomía del sujeto moderno responde a un lento proceso civilizador desde el cristianismo a la noción deísta del orden natural, y de ésta a una visión laica del individuo. Las fuentes morales del sujeto, los bienes constitutivos invocados para facultarnos como actores libres, se polarizaron en dos alternativas que ya no necesitarían en lo sucesivo al Dios creador o legislador: por un lado, las propias facultades del agente auto-controlador, y, por otro, el orden de la naturaleza en tanto se refleja en el interior nuclear e inalienable. Si la noción cristiana de persona constituyó la primera formulación de la igualdad universal, el liberalismo ganó esa misma universalidad imaginando al sujeto anteriormente constituído a la sociedad. El estado de naturaleza y el origen contractual de la comunidad permitían conceptualmente describir al ser humano como un dato a priori. Esa desvinculación es la que le permite distanciarse y auto-objetivarse: desarrollar una actividad de autocontrol en lo económico, en lo moral o en lo sexual. No sería erróneo decir que, aún bajo el prodominio del universo deísta, Locke entendió al sujeto humano como principio de sí mismo: su dignidad descansa en su autoresponsabilidad. Hasta la época moderna el hombre estaba sometido a la naturaleza y a los demás hombres. La independecia responsable del individuo se desarrollaría en el futuro entre iguales. El liberalismo fue sin duda un logro histórico que cambió la faz de la tierra: la extensión universal del derecho común de la igualdad por naturaleza, el derecho común de los que tienen que trabajar para vivir. Como ha visto Higinio Marín en La invención de lo humano el individuo debe verse como la unidad de medida de esta naturaleza. Se presenta para el reconocimiento sin otra carta que su habilidad para transformar el mundo haciéndolo habitable y ofreciendo esa tranformación al disfrute de todos. El reconocimiento de los individuos ya no se articula por la pertenencia al linaje o a la adscripción de patrimonios. La acumulación de bienes patrimoniales es vista desde la revolución liberal como el producto de la contingencia histórica. Por eso el pasado se revela como el relato de la irracionalidad y la ausencia de la medida común recién descubierta. Ni siquiera el cristianismo que predicaba la igualdad fraternal de los hombres realizó históricamente este ideal. La realización de este tipo de igualdad necesita de la universalización del mercado: que el intercambio sea posible en razón del mérito del trabajo y de su producto. Como el intercambio comercial constituye una relación entre iguales, el Estado debe verse como el espacio homogéneo que permite ese intercambio: la instauración de ese espacio común permite el reconocimiento del trabajador como ciudadano, sujeto de derecho. Para todos rige la misma ley porque por primera vez en la historia se ha encontrado la medida común a todos los hombres. La razón fue imaginada por el liberalismo moderno como una unidad trascendental que hizo que "el saber viniera a ser verdad (en la objetividad de la ciencia), la propiedad deviniera comunidad (en el comercio), la ley, igualdad (en el Estado), y la cuna la unidad de la especie (en la humanidad)"[2]. El espacio homogéneo en que el individuo extiende su actividad responsable es el ámbito de la razón que en la época ilustrada había proclamado su tiempo propicio. Ahora bien, el punto de vista que permite ver en los hombres su condición igualitaria más allá de sus diferencias culturales, sexuales y patrimoniales, es lo que se ha tornado borroso a lo largo de dos siglos de liberalismo. La crisis de la razón no ha sido el resultado de una decepción sobre el papel, teórica, sino el producto de monstruosidades producidas en la historia en nombre de la razón. Todas las teorías políticas racionalistas han desdoblado al hombre particular en su condición trascendental y su yo empírico. Puesto que la razón ha descubierto el linaje común a los hombres, es obvio que se trata de realizar efectivamente esa libertad que el yo empírico, inercial respecto de la historia, no ha sido capaz de ver. Según Berlin, el totalitarismo consiste en aplicar este desdoblamiento a los súbditos para que puedan llamarse ciudadanos: "equiparar lo que X decidiría si fuese algo que no es, o por lo menos no es aún, con lo que realmente quiere y decide"[3]. Es entonces cuando la libertad positiva -decidir a qué grupo pertenecemos y quién nos va a gobernar- atropella anulando a la libertad negativa del individuo (la ausencia de obstáculos para mi realización). Es posible que el abismo al que se siente abocado el individuo post-moderno sea la consecuencia del fanatismo del siglo XX por intentar instaurar las condiciones para la libertad hasta tal punto de negar la libertad a los elementos discordantes. La forma primigenia del liberalismo se auto-conculcó al suponer que era posible armonizar todas las libertades autónomas en nombre de la razón.

La autoconciencia de lo humano se ha fragmentado idiosincráticamente en múltiples formas. La igualdad como individuos autónomos se ha desgajado de la igualdad como individuos comunitarios hasta tal punto que parece imposible reunir las distintas versiones de lo humano en el proyecto que Settembrini creía con una fe ciega. Esta disociación puede experimentarse como algo alarmante. El liberalismo creyó que el abismo entre la racionalidad instrumental y el individualismo moral se vincularía a través de la sociedad. El Estado de derecho que dictamina lo legal o ilegal, lo funcional o disocordante, es la forma eficaz de gestionar la vinculación del individuo con sus iguales. La transformación del mundo en el gran mercado global es una de las causas de la crisis del Estado de derecho nacional. Pero se trata de una crisis latente en la fundación del estado liberal. Como ha dicho Touraine "nuestro problema, el de la modernidad actual, es sencillamente cómo vivir juntos", cómo gestionar las versiones de lo humano sobre el entramado homogéneo del mercado[4]. La Razón se imaginó como un principio valedero para integrar lo privado y lo público, lo instrumental y lo moral. Según Touraine la rearticulación de la racionalidad instrumental y del mundo de la identidad cultural, no puede realizarse institucionalmente sino a través de una redefinición del individuo. En los siguientes apartados trataré de dar pistas sobre esta revisión del concepto de individuo, del yo desvinculado habitante de dos mundos irreconciliables.

La génesis del individuo

El proceso de formación del individuo coincide con el proceso de formación ontológica del hombre. La individualidad es un proceso inhibidor de las tendencias cuyo paralelo social es la complejidad. La formación del yo va emparejada necesariamente a la formación del nosotros: la historia de esa modulación es la historia de la civilización. Desde la diferenciación lingüística de la horda y la identificación por el rostro y las funciones sociales, hasta el nacimiento de la res pública griega, la diferenciación respecto de los otros tiene como correlato la diferenciación a los ojos de otros. Se podría decir: la negatividad diferenciadora tiene como contrapunto la positividad del reconocimiento. Sin embargo, la modernidad trae consigo una novedad inédita: en el par yo-nosotros el protagonismo nunca había recaído en el yo. El cogito cartesiano o el supuesto individual pre-social de Locke son un ejemplo revelador de la autoconciencia individual moderna. La posibilidad de poner entre paréntesis el nosotros trae consigo una nueva acuñación de individuo que Norbert Elías ha llamado estatua pensante: el individuo se ve como "un sujeto cognoscente que está frente a los objetos por conocer, en cierto modo apartado y separado de estos por un hondo abismo"[5]. La modernidad ha dotado al individuo de una reflexividad tan radical, que la pertenencia a un nosotros ha necesitado de un discurso legitimador. Como ha visto Taylor, el concepto de compromiso personal del puritanismo necesario para la pertenencia a la comunidad de los que se van a salvar, el derecho divino que trata de legitimar la autoridad y la sumisión legítima, o las teorías que desencadenan los derechos de posesión, parten del mismo supuesto individualista. El sujeto es puesto entre paréntesis ante los otros o ante la naturaleza, y su dignidad reside en la capacidad de auto-objetivización necesaria para la el desarrollo de una actividad responsble. Lo más novedoso de este nuevo sujeto es que no se trataba de una ficción teórica. Los discursos teóricos son un reflejo de la manera como el hombre moderno se percibía a sí mismo y cómo estructuró la organización social y la praxis política conforme a esos supuestos[6].

El problema de la ficción del individuo moderno es que se trata de una moneda todavía en curso y sobre la que no resulta fácil distinguir en qué sistema de intercambio nos encontramos. Es fácil encontrar argumentaciones en contra de esta ficción y en contra de la neutralidad y anomia del espacio común que necesita para su movimiento auto-responsable. Las consabidas críticas al déficit democrático de nuestras sociedades occidentales basan la fuerza de argumentación en la pérdida del sentido fuerte de comunidad, de la identidad del nosotros. Por otro lado, la ficción del individuo también puede verse como la batalla en la que la humanidad salió victoriosa: la carta de derechos individuales. La libertad del individuo entonces se utiliza como arma arrojadiza contra el intervencionismo estatal. ¿Cómo es posible que la noción de individuo pueda ser utilizada por diferentes facciones contrapuestas para justificar sus intereses? Norbert Elías hace una afirmación un tanto arriesgada en La sociedad de los individuos: la magia es a las ciencias experimentales lo que la política es a las ciencias sociales. Cuando el hombre vivía en dependencia de la naturaleza, cuando los poderes naturales describían las principales formas de destino, el hombre trataba a la naturaleza como un tú al que temía y reverenciaba. El conocimiento humano sobre los procesos naturales era borroso. Cuando se desconocen las verdaderas causas, cuando no existe control del objeto que se estudia, las emociones tintan ese conocimiento para poder tratar con él. Hay una relación directa entre el auto-control del pensamiento sobre un objeto, y su control efectivo. La magia y la relación subsidiaria con la naturaleza desapareció desde el momento que el hombre controla su propio pensamiento sobre el objeto natural. Algo semejante puede pasar con el conocimiento que el hombre posee de la sociedad. Nuestra imposibilidad de determiar las causas del cambio social, de preveer los movimientos de divisas, o de traducir los cambios en la organización social a un experimento repetible, es decir, nuestra falta de control en nuestros pensamiento cuyo objeto es el propio hombre, puede producir visiones desajustadas. Es el caso de la legitimación política del colectivismo o del individualismo. Si se afirma que la sociedad no es más que un agregado de individuos autónomos y desvinculados para justificar un tipo praxis política se están confundiendo dos niveles: el ontológico y el desiderativo. Pero si se quiere legitimar la acción colectivizadora mediante una descripción problamente más cercana a la realidad (el nosotros es la condición indispensable para la existencia del yo) se cae en el mismo error. Magia en vez de conocimiento, emociones en vez de control social. "En ambos casos se confunde lo que uno desea y reclama que debería ser con observaciones de lo que realmente es; y normalmente lo primero prevalece sobre lo segundo, como corresponde a la intensidad de la turbación a la que dentro del campo de fuerza de tensiones sociales y políticas están expuestos quienes sustentan estos credos sociales opuestos"[7]. Taylor ha diferenciado con exactitud estos dos niveles. A su entender antes de cualquier discusión hay que distinguir entre cuestiones ontológicas y cuestiones de defensa.

YO

NOSOTROS

Cuestiones ontológicas

Atomismo

Holismo

Cuestiones de defensa

Individualismo

Colectivismo

La causa de que las discusiones políticas son interminables se debe a un error en esta distinción que pasa desapercibido: creer que para defender el liberalismo hay que defender ontológicamente el atomismo o que si se describe el mundo social holísticamente hay que ser colectivista en lo político. Cuando el liberalismo es parasitario del atomismo puede llegar a creer, por ejemplo, que el bien común no es más que la suma de los bienes privados. La constante referencia a los hechos como justificación de una correcta política liberal es el producto de una confusión: sus deseos con lo que realmente es. Esta forma espúrea de liberalismo (al que suele llarmarse procedimental) ve la sociedad civil como el ámbito de las leyes económicas y al Estado como el árbitro garante de un pacto entre enemigos. Por otro lado, el colectivismo confunde su análisis societario con lo que debería ser: hace del holismo una moral. Detecta el déficit moderno de la identidad del nosotros pero lo traduce a una defensa por la igualdad social interpretando la sociedad civil desde una supuesta voluntad común. El nosotros del liberalismo atomista defiende, en términos de Rorty, que el léxico último es privado, que la libertad negativa y la autonomía debería ser lo primero en cualquier gestión política y que cualquier intervención es una intromisión. El nosotros del colectivismo cree que el léxico último es su propia palabra. La confusión entre ambos niveles impide afirmar a la vez que ni el yo está aislado ni es más real que la sociedad ni el nosotros tiene un denominador común (interpretable unívocamente) en el que se diluyen los individuos sin restos.

Las dos libertades

Desde el relato de la génesis de la conciencia moderna la consabida crítica de los valores cálidos de la socialdemocracia, la solidaridad, contra los valores fríos del liberalismo, la competitividad, pierde relevancia. Tal crítica parece un conato de ese tipo de totalitarismo descrito por Berlin que consiste en sofocar al individuo en nombre del ideal racional. Porque el Estado de derecho se basa en el equilibrio entre las dos libertades. Es cierto que, la libertad positiva -la capacidad de reconocerse en los gobernantes y entre mis iguales- es una dimensión ineludible. Suponiendo que la optimización del interés propio como principio político produce el llamado darwinismo social -solo los fuertes sobreviven a expensas de los débiles- y dado por sentado que el desinterés sobre el que se apoyaba el uso práctico de la razón tiene dudosas procedencias ¿qué sentido tiene hablar de libertad positiva tras la crisis de la razón? ¿Qué ha quedado del liberaslimo después del liberalismo?

La crisis del Estado de bienestar es, más que un problema económico, un problema de la libertad positiva: nuestra incapacidad para conjugar la palabra "nosotros". Pablo Milanés podría representar perfectamente, al menos hace unos años, a un poeta de los valores cálidos. A muchos se les encendía el corazón cuando escuchaban "no vivo una sociedad perfecta / yo pido que no se le de ese nombre / si alguna cosa me hace sentir esta / es porque nacen mujeres y hombres". Hace poco declaraba en una entrevista que su actual contrato con una productora americana no se debía a un cambio de mentalidad sino a razones estrictamente mercantiles. Esta actitud despertó algunas discrepancias y decepciones. Sin embargo, yo creo en parte estas críticas son injustas, o sea, que Milanés podría no haber cambiado de mentalidad. Porque la idea de igualdad es desde su fundación solidaria con el individualismo y con la sociedad comercial, con el liberalismo. Soros mantiene que el principal problema de la sociedad actual es la falta de valores compartidos. Esa es la razón por la que muchos ven como un peligro que la crisis del estado de bienestar lleve consigo el auge de los nacionalismos y la irracionalidad. Sin embargo me parece que el estado multinacional o multiétnico no es incompatible con la convergencia de las dos libertades.

Es posible que la razón trascendental ya no sea vista como el órgano que desentraña la naturaleza común a los hombres, la ciudadanía. Gracias a eso podemos estar seguros de que no se realizarán en nombre de la razón más atrocidades. Sin embargo, sí que pueden realizarse atentados contra la igualdad en nombre de las leyes del mercado (la razón calculadora). Un gobierno podría escudarse en la objetividad de la ciencia económica para establecer desigualdades manifiestas. Esta tipo de argumentación liberal es producto de una confusión entre los dos tipos de libertades. En su fundación el liberalismo poseía una fundamentación racional (que quería ser supra-cultural) en la que se formulaba la igualdad humana desde el punto de vista de una razón trascendental. La igualdad proveída desde este punto de vista es tan abstracta que podría llegar a pensarse que un hambriento, por no poseer obstáculos que se lo impidan, puede llegar a no serlo. Pero esta equiparación no es correcta. Con mucha frecuencia el discurso liberal confunde ambas libertades precisamente porque carece de un sentido de libertad que proponer distinto del que ya posee (la ausencia de obstáculos). Por otro lado la izquierda se ve cada vez más incapaz de dotar de un significado de igualdad cuyo carácter moral impida al cínico dirigirse a los hechos como argumento ad hominem que destruya sus pretensiones. La pérdida absoluta de libertad negativa me parece muy difícil porque la esencia del liberalismo todavía sigue en pie: que la identidad del hombre y su reconocimiento entre sus iguales pasa por su propia actividad y por la posibilidad de participar en el espacio común de intercambio. Esta idea posee la característica de la irrenunciabilidad, una actitud que comparten ambas partes de la discusión. Por otro lado, aquello de lo que se carece es de una conciencia común que permita el reconocimiento en una identidad que posea tal fuerza que el sacrificio necesario de la libertad individual no se sienta como una pérdida.

Las críticas que desde la praxis política de izquierda se hacen al neoliberalismo parecen desconocer esta carencia. Los colectivistas están viendo cómo la defensa de los valores cálidos ya no tiene poder de conjurar la libertad positiva y profetizan la venida de nuevos tiempos feudales y la regresión prerevolucionaria a la explotación del hombre por el hombre en nombre del pensamiento único (la racionalidad económica) que se extiende como una plaga. Si por pensamiento único hay que entender la no renuncia al individualismo del que se ha hecho mención -lo que ha quedado en pie de la modernidad- entonces habría que decir que todas las teorías políticas y todos los gobiernos convergen en este pensamiento único. Y creo que también ellos participan de la koiné liberal. Que los valores economicistas no sean valores suficientemente cálidos para conseguir la cohesión social o para que se desarrolle la solidaridad es algo conocido porque la libertad que se apoya en tales valores no es la positiva. Tratar de defender la igualdad criticando el individualismo es fruto de un error conceptual. Este error podría deberse a la crisis de los ideales sobre los que se apoya la libertad positiva. Eso es lo que, a juicio de Adornato (director de la revista Liberal) cuesta más de asimilar a la izquierda. Cuando ésta se lamenta de la crisis del Estado de bienestar "no es al Estado social al que no quieren renunciar, sino al estado de gracia de sentirse protagonistas de una gran misión redentora" (EL PAÍS, 6-III-97). La ausencia de sujeto histórico y de razón universal lleva consigo una crisis de la defensa del valor de la igualdad. Pero no se trata de un problema de la izquierda sino de la llamada sociedad abierta, o sociedad liberal. El problema de la izquierda estriba en que su defensa de la solidaridad pierde poder de convocatoria porque resulta muy difícil encontrar un valor igualitario que permita conmensurar las idiosincrasias estéticas y locales. La razón se ha particularizado y ha adquirido tonos rituales, sexuados y temporales. El principio de la igualdad, en la medida en que es abstracto y no posee un enemigo para luchar ni un orden nuevo que invocar, pierde poder de reconocimiento. Si ese valor igualitario viniera dado exclusivamente por la defensa de la libertad negativa se estaría en peligro de dejar al débil sin derecho a protección (demasiada gente quedaría en la cuneta del concurso de intereses): la justicia dejaría de tener sentido y la realización de los Derechos Humanos estaría más lejos que nunca.

La identidad de la sociedad comercial-capitalista provee al individuo de unos signos de humanidad que no han desaparecido: el individuo en su lucha por habitar el entorno. Si esa identidad queda salvaguardada sin que sea necesaria la vinculación entre Estado y nación, entonces la libertad positiva puede descansar en una identidad ritual que añade al principio de autonomía del sujeto su pertenencia histórico-cultural. Esta contextualización de la libertad positiva puede garantizar un mayor equilibrio entre las dos libertades. Pero desde la soberanía del individuo puede agudizarse la sospecha ante el que se proclama defensor de lo propio cuando se cae en la cuenta de que el interés general puede llegar a ser un arma del advenedizo. La defensa de la igualdad es parte del legado del liberalismo que nunca podrá desaparecer. La cuestión es quién puede llegar a representar esa defensa con el necesario sacrificio de la libertad negativa-individual, es decir, a qué "nosotros" puede apelar ahora un partido de izquierdas una vez que la razón se ha hecho de carne y hueso y la sociedad comercial se ha globalizado. En Ladybird, Ladybird Ken Loach pone en labios de Maggie (Crissy Rock) una grito de queja que podría resumir la crisis del estado de bienestar en su verdadera dimensión: muchos quedan en la cuneta en el intercambio de intereses, pero la ayuda al débil puede hacer que los marginados sigan el camino que el Estado provee a los marginados y en el que estos no se sienten reconocidos. Aquel que haya de jugar el papel de libertador, el que tenga que defender los valores cálidos, debería meditar aquella poesía de Miguel d'Ors titulada LOS DEFENSORES[8].

La confusión de los planos ontológico y de defensa puede llegar a impedir la conciencia, más allá de la crisis de reconocimiento, de que el liberalismo ha traído consigo un espacio homogéneo igualitario. Es posible que, como defiende Gellner, la igualdad así entendida no sea más que la consecuencia de la movilidad, del flujo de empleo y de capital. En el mundo occidental no es viable ningún sistema de rangos o castas que sea independiente de la posición laboral, o si lo hay no es relevante. La educación uniforme y la socialización secundaria homogeneizante más que el producto de bienintencionados gestores políticos es impuesto por las exigencias económicas: puesto que la diversidad de los papeles es móvil, resulta necesario que las personas se formen de nuevo una y otra vez. La naturaleza del poder es volátil y revocable, no hay una clase clara de poseedores de poder. El igualitarismo responde a un empobrecimiento ideológico: "la igualdad exige menos razones que la desigualdad, y como las razones de una visión específica de un orden social escasean nos hace igualitarios por omisión o falta"[9]. Una sistema fluido de empleos e inversión no es compatible con una estructura basada en un principio de castas. La amplificación a escala mundial de la oikia griega, de la economía doméstica, permite una configuración contractual del espacio público. La esfera de lo social ha sustituido la rígida frontera entre lo privado y lo público: lo privado entra dentro del interés de lo público y lo público está en función de lo privado, como lamenta Hanna Arendt en La condición humana. Un espacio extensión universal de la administración doméstica dota al individuo libertad de movimiento y de circulación sin exigirle nada a cambio salvo conformidad[10].

El comunitarismo tiene en su punto de mira la inviabilidad de este proyecto. La manera de percibir el abismo entre la racionalidad instrumental y el individualismo moral es propugnar la necesidad de un bien substantivo, un ideal de vida, que haga del conflicto de intereses de la sociedad civil, una sociedad fundamentada en una sólida conciencia de un bien común. Los que se han autodenominado teóricos anti-liberales hacen oscilar sus críticas del pensamiento liberal a la sociedad liberal (y viceversa) según sus conveniencias sin dar cuenta de la diferencia entre nivel ontológico y nivel político. Esa confusión les permite defender que de las incongruencias de una teoría que nunca debiéramos haber defendido surge una sociedad fragmentada e inhumana. De esta forma el argumento antiliberal se permite a sí mismo ser contradictorio en la defensa de la misma idea. Se critica al liberalismo por fundarse teóricamente en el individuo atómico pre-existente a la sociedad (siendo el hombre un ser constitutivamente social), y al mismo tiempo se le acusa de ser descriptivamente correcto (vivimos en un mundo egoísta e individualista). Es como si se nos dijera que nuestras vidas son malas porque se sustentan en una teoría que no describe correctamente nuestras vidas (infelices). Si no se establece una diferencia entre el plano fáctico y el moral se puede acusar al liberalismo de que no es capaz de ver los lazos sociales que unen a los hombres inadvertidamente y a la vez culparlo de que los ha eliminado. Propio también de algunos comunitarismos es entender "lo social" como una clave que purifica y corrige cualquier teoría política. Del hecho ontológico de que el hombre es un ser social, el comunitarismo ha mitificado el orden comunitario, pero es de sentido común que, ni siquiera en el plano moral, algo es bueno por ser común. Se ven a sí mismos como los poseedores de una doctrina de salvación, la verdadera garante de la validez de la interpretación de las dicotomías interés privado vs. interés público (Individuo vs. Comunidad), que ellos mismo se ha preocupado de establecer. Su indescriptible y utópica "comunidad" contemplada en el orden teórico quiere ser una alternativa a la sociedad liberal: la confusión en la distición entre el plano moral y el fáctico hacen de sí misma una doctrina que quiere ser práctica pero que los males producidos por el pensamiento liberal impide. Holmes ha visto en esta actitud una esquizofrenia permanente: cuando han terminado de hacer sus críticas a la sociedad liberal y de diagnosticar los peligros de Occidente vuelven a reponerse a sí mismos, incomprendidos, al abrigo de instituciones a las que heroicamente se oponen. Es entonces cuando entienden con claridad la diferencia entre la moral y los hechos.

Una de las mayores deficiencias de las teorías anti-liberales no marxistas es su amnesia histórica. Por un lado todas son conscientes de un mundo armonioso preliberal que hemos perdido para siempre, con todas las objeciones que se pueden poner a la unicidad del antiguo régimen y a su bondad. Pero la muestra más evidente de ceguera histórica del comunitarismo se refiere a su propia historia. Holmes ha analizado pormenorizadamente las afinidades entre las críticas de los intelectuales fascistas al liberalismo y las del comunitarismo actual. El anti-universalismo de Maistre, el pesimismo de Schimitt y el esoterismo de Strauss se parangonan con los antiliberalismos más "lights" de MacIntyre, Lash o Unger. Holmes trata de entender por qué en el fondo las doctrinas antiliberales se sienten incómodas ante el pluralismo y propone corregir las interpretaciones torcidas antiliberales mostrando que el absurdo modelo de hombre que tratan de ridiculizar es el resultado de un proceso histórico cuyo sentido era resolver problemas históricos específicos. Por ejemplo, el contractualismo no es una descripción teórica de lo que hay sino un intento de reemplazar las subordinaciones y servilismos tradicionales que decían estar incardinados en la natuaraleza. La llamada indiferencia hacia el bien común substantivo es el producto de la secularización de lo político, el intento de establecer una convivencia pacífica entre creyentes de todas las clases y no creyentes. El eclipse de la autoridad, tal como se denomina en el comunitarismo, no es más que el intento de hacer público y accesible a todos cualquier procedimiento por el que se impone algo con vistas a desterrar la arbitrariedad en los gobiernos. El economicismo liberal también tiene otra lectura: la sociedad del comercio internacional puede ser vista como un humanismo inédito hasta el siglo XVII: la posibilidad de disentimiento político es insostenible sin una seguridad general de los bienes privados y la capitalización de las empresas. Cuando se dice que en nuestro mundo sólo nos une el intercambio de intereses nunca se habla a la vez del derecho sagrado a orientar la vida individual según los propios parámetros y del carácter público de los saberes científicos. Los anti-liberales siempre hablan de escepticismo moral pero no del establecimiento del bien común sobre la legalidad y la convivencia entre versiones rivales de la vida humana. Se critica que la sociedad liberal pretende ser un árbitro neutral (sin conseguirlo) y al mismo tiempo se sataniza la anomia propia de la sociedad civil. Es como si dijeran que los liberales no se comprenden a sí mismos y a la vez se equivocan al ser ellos mismos. La neutralidad del Estado liberal no es una afirmación teórica: no puede entenderse sin el compromiso constitucionalista y la lucha contra la arbitrariedad. Si se considera el liberalismo como un pensamiento abstracto y no como el resultado histórico de la lucha por la libertad política y moral, es obvio que se intente trazar teóricamente una sociedad nostálgica para la cual el pluralismo es el peor enemigo. Se trata, según Holmes, de un procedimiento sencillo pero falaz: reemplazar el significado original de una idea liberal con el antónimo que el comunitarista elige. La competencia se hace contraria al amor fraternal y a la solidaridad cuando en realidad se opuso al monopolio. El escepticismo se quiere ver opuesto a la sabiduría y a la autoridad moral, cuando en la historia fue contraria al fanatismo. Se contrapone la propiedad privada a la caridad cuando su sentido histórico fue combatir la confiscación; se ven los derechos individuales como contrarios a los deberes ciudadanos, cuando fueron creados para elimiar la crueldad, la tiranía y el dolor. Se establece la justicia como contraria al mercado, cuando en tiempos significó la reducción de la barbarie y la guerra civil. Se opone al interés propio al interés público cuando se trataba de un intento de reducir el paternalismo y el privilegio. El individualismo no era contrario a la comunidad sino al provincianismo y al sometimiento grupal. Es este carácter miópico y manipulador de algunas doctrinas antiliberales lo que las hace inoperantes políticamente hablando: su enemigo no es real sino un fantasma con el que luchar desde posiciones teóricas[11].

El logro histórico del liberalismo, como ha visto Simmel, es haber hecho que la libertad e igualdad pertenezcan de antemano la una a la otra como un derecho inalienable del individuo. Aunque la autoconciencia sobre lo humano ha dejado de descansar en una única versión seguimos pensando que "cualquier configuración individual descansa en ella sola, en su autoresponsabilidad, pero con esto, sin embargo, en aquello que de ella es común a todos"[12]. El desafío del individualismo consiste en la capacidad de compaginar esta victoria con el reconocimiento del otro una vez ha desaparecido el rasero común de la razón substantiva de la Ilustración. Las dos vertientes que adquirió el individualismo, autocontrol de sus actividades (que le hace igual a todos los demás), y la incomparabilidad del ser único (que posee una visión irreductible a los demás), constituyen las grandes fuerzas que atraviesan al individuo moderno. Todos somos románticos en lo privado y utilitaristas en lo público. La sociedad civil es el resultado de la autopercepción como individuos que toma lo privado por lo íntimo (aquello que debe ocultarse para ser) y lo público por aquello que nos concierne a todos desde diferentes perspectivas. No es casual, como ha señalado Arendt, que el término Societas significara originalmente una conspiración del pueblo para un propósito concreto, para gobernar o cometer un delito[13]. El superávit de una democracia tiene que ver con esta libertad que permite el reconocimiento de diferentes perspectivas. El mundo común no es distinto de este sistema autoregulado. Por eso cuando el individualismo se hace dependiente de una versión atomista entiende el bien común como los beneficios que los particulares sin el concurso de los demás no podrían obtener. Sin un reconocimiento del espacio público como el ámbito de expresión y vehiculación de la identidad comunitaria propiamente no hay sociedad civil ni representación institucional. Por ello Taylor ha distinguido entre bienes convergentes y bienes inmediatamente comunes. Los bienes convergentes son los que el individuo, si pudiera, conseguiría por sí mismo al margen de la sociedad (la seguridad o la protección, por ejemplo). Son los bienes procedimentales cuya consecución se cifra en resultados utilitaristas: el pluralismo es para la gestión política de estos bienes un obstáculo que sólo la burocracia creciente puede soportar. Los bienes inmediatamente comunes, sin embargo, son aquellos sin cuya participación dejan de serlo: en ellos la irreductibilidad de los individuos es esencial para el advenimiento de lo común. Según Taylor, ninguna sociedad liberal puede sobrevivir si no está animada por una idea de un bien común inmediatamente compartido, sin una identidad que haga a los ciudadanos reconocibles[14]. Sólo este tipo de igualdad (donde no hay gobernantes ni gobernados) puede estar a la altura de la libertad individual para pedirle sacrificios en su nombre.

Fraternidad

Los derechos civiles universalizados como derechos humanos son un logro del liberalismo al que no podemos renunciar pero su fundamentación inicial en una naturaleza humana anterior al contrato social los hace tan formales que resultan irónicamente compatibles con la desigualdad de facto y con un concepto de Estado minimizado a la consecución de la seguridad de los individuos. Los derechos humanos no pueden mover a la acción por su carácter abstracto. La tentación colectivista es pensar que esta contradicción se sigue deductivamente del intento de fundamentar la organización social en una ficción: la soberanía del individuo frente a lo social. Pero el primado del individuo no es una afirmación ontológica, o no necesariamente. Las cuestiones de defensa no reciben su fuerza de afirmaciones ontológicas. Ramsay, por ejemplo, entiende que el sistema liberal es injusto en la medida en que se apoya en la idea de que el individuo puede llegar a ser principio absoluto de sus acciones, desconociendo el carácter social y condicionado de los deseos y tendencias. Si se defiende la libertad negativa en contra de cualquier intervención redistributiva, por ejemplo, se está favoreciendo el sistema de mercado que crea las necesidades en los individuos haciéndoles creer, bajo el postulado de la autonomía, que están dirigiendo sus vidas. Ramsay entiende que para que existiera verdadera libertad de elección se necesitaría una igualdad inicial en un perfecto equilibrio de poderes y de acceso a los bienes. Y si es necesario crear esas condiciones mediante la redistribución, el ámbito público recibe el derecho a hacerlo en aras de la libertad. La libertad de la que habla Ramsay no posee ya las dos caras, ausencia de coerción e igualdad. La libertad negativa está fundida con la libertad positiva: la ausencia de obstáculos se entiende como ausencia de poderes y núcleos de riqueza que iguale las oportunidades de los individuos en un espacio homogéneo. No es que la aspiración a la igualdad de oportunidad sea nociva. Se trata de advertir que la libertad e igualdad (eleutéria y reconocimiento) son dos conceptos incompatibles. El equilibrio entre ambos es el cometido de la labor política. Pero entender que su frontera es borrosa es la primera tentación del totalitarismo: si se quiere ser abogado de la igualdad hay que respetar las diferentes maneras que existen de buscar la autodeterminación y el reconocimiento entre iguales que probablemente sacrificarán parte de la libertad negativa en su consecución. Parece que el propio Ramsay cae en su propia acusación defendiendo la absoluta ausencia de obstáculos para la realización de la libertad. Sus críticas al sistema meritocrático que fundamenta la desigualdad económica le hace ver la libertad como la igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos. Si las estructuras actuales canalizan el acceso a los mejores puestos y a los bienes a través de la acumulación de poder y capital en manos de una élite, la redistribución que se propone parece ser incompatible con un espacio mínimo para la iniciativa privada y con la forma esencialmente plural de la libertad positiva. Por eso critica todas las teorías de la justicia liberales (utilitarismo, Rawls, Nozick, Dworkin) como modos aparentes de igualdad: si los derechos civiles y legales no se traducen en derechos económicos y sociales no poseen ninguna efectividad. El peligro de dirigir la acción política a través de un programa de igualación de oportunidades no reside en su carácter irrealizable, sino en la posibilidad de utilizar medios injustos, discriminaciones positivas, para paliar una situación injusta. La consecución de la justicia a cualquier precio puede echar por la borda el mayor logro del liberalismo. El desprecio de la utopía hacia el presente (el estado de los hechos), la hace ciega respecto de sí misma: le impide reconocer el talante abstracto de un tipo de igualdad sin diferencias, un espacio homogéneo en el que los individuos se encontrarán a igual distancia unos de otros y respecto de los centros de poder y riqueza. Defender ese estado ideal como inicio de una sociedad verdaderamente justa es una forma sospechosa de totalitarismo. Después de criticar el postulado liberal del individuo aislado y auto-suficiente se nos quiere hacer creer que tal estado de cosas realizaría la verdadera autonomía del ciudadano: un entorno social garante de oportunidades sin diferenciación se toma como el requesito necesario para el desarrollo de una libertad real. En el fondo Ramsay es solidario con el atomismo. No basta con subrayar el condicionamiento social de los intereses privados ni con sugerir que los sistemas de cooperación son más justos que los sistemas basados en la maximalización el beneficio. Sin solucionar el problema de la participación política en un bien substantivo o procedimental, atacar el sistema meritocrático de acumulación de bienes recuerda demasiado a la bancarrota política y económica de los países comunistas[15].

Simmel entendió la fraternidad del lema revolucionario como un vículo necesario para el equilibrio de fuerzas entre la libertad y la igualdad. Aunque a priori, tal como se ha visto, estos conceptos son inmediatamente convertibles, su instalación en el mundo requiere de un espacio común que dé la posibilidad de contrapesarse[16]. El gran desafío consiste en armonizar ambas sin el espacio común de la racionalidad, sin el auxilio de una descripción de lo humano valedera en la misma proporción para todos. Tal desafío es vivido biográficamente por el individuo siempre en forma problemática. El ideal de autonomía y autocontrol tiene como rendimiento la creciente represión de los impulsos y tendencias, siempre en estado de observación, y con ella la sensación de estar separado. Verse como observador en un ámbito externo coercitivo es parte del precio que la autonomía individual requiere, la "estatua pensante". El carácter abstracto, separado, de la ficción exige, a su vez, la necesidad de elegir, de establecer estrategias y planificaciones con el fin de diferenciarse. El aumento de la complejidad social, de tensiones e inhibiciones asumidas como autoinhibiciones, evoca la idea en el individuo de que en lo más profundo de su ser existe por sí mismo, de que su interior es irreductible a las relaciones externas. Por ello la tentación del atomismo es permamente en la sociedad liberal. Los conflictos dentro de un grupo social en donde se miden los objetivos a veces incompatibles se malinterpretan dando a entender que, lo que es un problema de ajuste dentro de una sociedad, se trata de una condición ontológica.

La marcada línea divisoria que uno acostumbra a trazar entre sí mismo como individuo y la sociedad exterior, la tendencia a tratar mentalmente como cosas distintas, con existencia, valor y sentido propios, a aquello que se nombra con palabras distintas, la concreción del planteamiento de los objetivos sociales en posturas valorativas diametralmente opuestas, todo ello contribuye a que, tanto en el actuar como en el pensar, se decida a priori cómo debe ser la relación entre individuo y sociedad, sin cerciorarse de que las opciones entre las que se decide se corresponden con esta relación tal como efectivamente es[17].

Es probable que el atomismo fuera una ficción necesaria para el lento proceso de secularizar la noción de persona. También lo fue la razón como órgano de interpretación de la naturaleza humana. Pero desde luego no lo es en la actualidad. Se puede defender el liberalismo y a la vez entender que "todas las actividades humanas están condicionadas por el hecho de que los hombres viven juntos"[18], e incluso sostener que determinadas actividades son esencialmente imposibles sin la participación de los otros. Valga como ejemplo algo cotidiano y accesible como la conversación, pero también el autogobierno de la república, la libertad positiva, puede convertirse en el imperio de los intereses económicos sin la participación ciudadana. La identidad del yo, vendría a decir el holismo, no existe sin la identidad del nosotros, aunque el yo desequilibre la balanza por el hecho de pertenecer a una sociedad liberal procedimental. Taylor ha sostenido que un "liberal procedimental puede ser holista y que el holismo capta mucho mejor la práctica real de las sociedades que se aproximan a ese modelo"[19]. Todas las instituciones propias de un estado de derecho, el gobierno de la ley, principiado por los derechos civiles e indivuales y la equidad, todos los componentes de una sociedad liberal procedimental, no son más que burocracia y movilidad (en vez de libertad y igualdad[20]) cuando no existe la actividad propia del que sabe que gobierna con su participación. A esta capacidad de identificación puede llamarse nacionalismo, patriotismo, capacidad ciudadana (en la tradición cívico-humanista), republicanismo, o puede llamarsele fraternidad, pero es imprescindible para un rendimiento adecuado del balance que se libra en el espacio público entre la libertad y la igualdad.



[1] N. CHOMSKY, Política y cultura a finales del siglo XX. Un panorama de las actuales tendencias, Ariel, Barcelona 1996, 25.

[2] H. MARÍN, La invención de lo humano. La construcción socio-histórica del individuo, Iberoamericana, Madrid 1997, 241.

[3] I. BERLIN, Dos conceptos de libertad, en Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza, Madrid 1988, 204

[4] A. TOURAINE, ¿Después de posmodernismo?.. La modernidad, en Después del posmodernismo ¿qué?, R. M. Rodríguez Magda y M. C. Africa Vidal, Anthorpos, Barcelona 1998, 23.

[5] N. ELIAS, La sociedad de los individuos, Península, Barcelona 1990, 129.

[6] Cfr. CH. TAYLOR, Las fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Paidós, Barcelona 1996, 175-214 y 251-264.

[7] N. ELIAS, La sociedad de los individuos, 102.

[8] ¡Ya están aquí los defensores! Euforia nocturna de tiendas y fogatas / en las afueras de la ciudad. / Fiesta de Bienvenida. Protegeremos vuestros sueños./ El canto obsceno de los centinelas. Los golpes al sordomudo. El / cordero robado. / Sábado de la segunda semana: los defensores, borrachos, riendo por las / calles centrales con racimos de mujerzuelas llegadas de la / costa. / Tercera semana: la muchachita que llevaba la escudilla, violada por / soldados detrás del templo. / Meses. Lluvias. El primer año. Qué largo oprobio. / Dentro de estas murallas todos son ya ladrones, fornicarios, sodo- / mitas asesinos o rameras / y los ancianos nos consumimos, ansiosos, creyendo oir los himnos / vengativos / y morimos anhelando desde las azoteas el remoto destello de algún / arma,

la llegada salvadora del enemigo.

[9] E. GELLNER, Las raíces sociales del igualitarismo, en Cultura, Identidad y Política, Gedisa, Bacelona 1993, 13.

[10] "El fenómeno del conformismo es característico de la última etapa del desarrollo moderno. La más social forma de gobierno, la burocracia, da a entender que el gobierno de nadie no es necesariamente un no-gobierno. Es decisivo que la sociedad excluya la posibilidad de la acción, como anteriormente en la esfera familiar. En su lugar la sociedad espera de cada uno de sus miembros una cierta clase de conducta, mediante la imposición de innumerables y variadas normas, todas las cuales tienden a normalizar a sus miembros, a excluir la acción espontánea o el logro sobresaliente" (H. ARENDT, La condición humana, Paidós, Barcelona 1993, 51).

[11] Cfr. S.HOLMES, The Anatomy of Antiliberalism, Harvard University Press, Cambridge (Mass.) 1996.

[12] G. SIMMEL, El individuo y la sociedad, en El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, Península, Barcelona 1986, 274.

[13] H. ARENDT, La condición humana, 38.

[14] CH. TAYLOR, Equívocos: el debate liberalismo-comunitarismo, en Argumentos filosóficos, Paidós, Barcelona 1997, 249-252.

[15] Cfr. M. RAMSAY, What's wrong with liberalism. A radical critique of liberal political policy, Leicester University Press, Londres 1997.

[16] "Me parece que el instinto produjo a este respecto el que a la exigencia de liberté y de egalité, fuera todavía añadida la de fraternité. Pues solo por renuncia moralmente libre, tal y como este concepto la expresaba, cabría impedir que la liberté fuera acompañada por el contrario más absoluto de la egalité" (G. SIMMEL, El individuo y la sociedad, en En individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, 274).

[17] N. ELIAS, La sociedad de los individuos, 173.

[18] H. ARENDT, La condición humana, 37.

[19] CH. TAYLOR, Equívocos: el debate liberalismo-comunitarismo, en Argumentos filosóficos, 259.

[20] Gellner ha dicho que los términos libertad, igualdad, fraternidad, se han transformado en el estado postmoderno en burocracia, movilidad, nacionalidad. Cfr. E. GELLNER, El arado, la espada y el libro. La estructura de la historia humana, F.C.E., México 1992, 190.


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