domingo, 13 de junio de 2010

Ethos del liberalismo democrático

Democratic liberalism ethos

Civil Rights considered as Human Rights are a liberalism achievement to which we cannot renounce, but its initial foundation in a human nature previous to social contract makes them so formal that they result ironically compatible with the inequality de facto and with a concept of State minimized to the consecution of safety in humankind. The collective temptation consists in thinking that this contradiction is followed deductively from the attempt of founding the social organization in a fiction: the sovereignty of the Individual against the social dimension. But the importance of the Individual, as Taylor has shown, is not an ontological assessment, or not necessarily.

Liberalism – Human Rights – Collectivism – Democracy

Los derechos civiles universalizados como derechos humanos son un logro del liberalismo al que no podemos renunciar, pero su fundamentación inicial en una naturaleza humana anterior al contrato social los hace tan formales que resultan irónicamente compatibles con la desigualdad de facto y con un concepto de Estado minimizado a la consecución de la seguridad de los individuos. La tentación colectivista consiste en pensar que esta contradicción se sigue deductivamente del intento de fundamentar la organización social en una ficción: la soberanía del individuo frente a lo social. Pero el primado del individuo, tal como ha mostrado Taylor, no es una afirmación ontológica, o no necesariamente. Un buen ejemplo de esta confusión es el libro de Ramsay, What’s wrong with liberalism. Allí se entiende que el sistema liberal es injusto en la medida que se apoya en la idea de que el individuo puede llegar a ser principio absoluto de sus acciones, desconociendo el carácter social y condicionado de los deseos y tendencias. Si se defiende la libertad negativa (Berlin) en contra de cualquier intervención redistributiva, por ejemplo, se está favoreciendo el sistema de mercado que crea las necesidades en los individuos haciéndoles creer, bajo el postulado de la autonomía, que están dirigiendo sus vidas. Ramsay entiende que para que existiera verdadera libertad de elección se necesitaría una igualdad inicial en un perfecto equilibrio de poderes y de acceso a los bienes. Y si es necesario crear esas condiciones mediante la redistribución, el ámbito público recibe el derecho a hacerlo en aras de la libertad. La libertad de la que habla Ramsay no posee ya las dos caras, ausencia de coerción e igualdad. La libertad negativa está fundida con la libertad positiva: la ausencia de obstáculos se entiende como ausencia de poderes y núcleos de riqueza que iguale las oportunidades de los individuos en un espacio homogéneo. No es que la aspiración a la igualdad de oportunidades sea nociva. Se trata de advertir que la libertad e igualdad (eleutéria y reconocimiento) son dos conceptos incompatibles. El equilibrio entre ambos es el cometido de la labor política. Pero entender que su frontera es borrosa es la primera tentación del totalitarismo: si se quiere ser abogado de la igualdad hay que respetar las diferentes maneras que existen de buscar la autodeterminación y el reconocimiento entre iguales que probablemente sacrificarán parte de la libertad negativa en su consecución. Parece que el propio Ramsay cae en su propia acusación defendiendo la absoluta ausencia de obstáculos para la realización de la libertad. Sus críticas al sistema meritocráctico –motor de la desigualdad económica- le hace entender la libertad exclusivamente como la igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos. Si las estructuras actuales canalizan el acceso a los mejores puestos y a los bienes a través de la acumulación de poder y capital en manos de una élite, la redistribución que se propone parece ser incompatible con un espacio mínimo para la iniciativa privada y con la forma esencialmente plural de la libertad positiva. Por eso critica todas las teorías de la justicia liberales (utilitarismo, Rawls, Nozick, Dworkin) como modos aparentes de igualdad: si los derechos civiles y legales no se traducen en derechos económicos y sociales no poseen ninguna realidad. El peligro de dirigir la acción política a través de un programa de igualación de oportunidades no reside en su carácter irrealizable, sino en la posibilidad de utilizar medios injustos, discriminaciones positivas, para paliar una situación injusta. La consecución de la justicia a cualquier precio puede echar por la borda el mayor logro del liberalismo. El desprecio de la utopía hacia el presente (el estado de los hechos), la hace ciega respecto de sí misma: le impide reconocer el talante abstracto de un tipo de igualdad sin diferencias, un espacio homogéneo en el que los individuos se encontrarán a igual distancia unos de otros y respecto de los centros de poder y riqueza. Defender ese estado ideal como inicio de una sociedad verdaderamente justa es una forma sospechosa de totalitarismo. Después de criticar el postulado liberal del individuo aislado y auto-suficiente se nos quiere hacer creer que tal estado de cosas realizaría la verdadera autonomía del ciudadano: un entorno social garante de oportunidades sin diferenciación se toma como el requisito necesario para el desarrollo de una libertad real. En el fondo Ramsay es solidario con el atomismo (por seguir utilizando términos de Taylor). No basta con subrayar el condicionamiento social de los intereses privados ni con sugerir que los sistemas de cooperación son más justos que los sistemas basados en la maximalización del beneficio. Sin solucionar el problema de la participación política en un bien substantivo o procedimental, atacar el sistema meritocrático de acumulación de bienes recuerda demasiado a la bancarrota política y económica de los países comunistas[1].

Simmel entendió la fraternidad del lema revolucionario como un vínculo necesario para el equilibrio de fuerzas entre la libertad y la igualdad. Aunque a priori estos conceptos son inmediatamente convertibles, su instalación en el mundo requiere de un espacio común que dé la posibilidad de contrapesarse[2]. El gran desafío consiste en armonizar ambas sin el espacio común de la racionalidad, sin el auxilio de una descripción de lo humano valedera en la misma proporción para todos. Tal desafío es vivido biográficamente por el individuo siempre en forma problemática. El ideal de autonomía y autocontrol tiene como rendimiento la creciente represión de los impulsos y tendencias, siempre en estado de observación, y con ella la sensación de estar separado. Verse como observador en un ámbito externo coercitivo es parte del precio que la autonomía individual requiere, la "estatua pensante". El carácter abstracto, separado, de la ficción exige, a su vez, la necesidad de elegir, de establecer estrategias y planificaciones con el fin de diferenciarse. El aumento de la complejidad social, de tensiones e inhibiciones asumidas como auto-inhibiciones, evoca la idea en el individuo de que en lo más profundo de su ser existe por sí mismo, de que su interior es irreductible a las relaciones externas. Por ello la tentación del atomismo es permanente en la sociedad liberal. Los conflictos dentro de un grupo social en donde se miden los objetivos, a veces incompatibles, se malinterpretan dando a entender que, lo que es un problema de ajuste dentro de una sociedad, se trata, como ha visto Norbert Elias, de una condición ontológica[3].

Es probable que el atomismo fuera una ficción necesaria para el lento proceso de secularización de la noción de persona. También lo fue la razón como órgano de interpretación de la naturaleza humana. Pero desde luego no lo es en la actualidad. Se puede defender el liberalismo y a la vez entender que "todas las actividades humanas están condicionadas por el hecho de que los hombres viven juntos"[4], e incluso sostener que determinadas actividades son esencialmente imposibles sin la participación de los otros. La identidad del yo, vendría a decir el holismo, no existe sin la identidad del nosotros, aunque el yo desequilibre la balanza por el hecho de pertenecer a una sociedad liberal procedimental. Taylor ha sostenido que un "liberal procedimental puede ser holista y que el holismo capta mucho mejor la práctica real de las sociedades que se aproximan a ese modelo"[5]. Todas las instituciones propias de un estado de derecho, el gobierno de la ley, principiado por los derechos civiles e individuales y la equidad, todos los componentes de una sociedad liberal procedimental, no son más que burocracia y movilidad (en vez de libertad yeigualdad[6]) cuando no existe la actividad propia del que sabe que gobierna con su participación. A esta capacidad de identificación puede llamarse nacionalismo, patriotismo, capacidad ciudadana (en la tradición cívico-humanista), republicanismo, o puede llamarse fraternidad, pero es imprescindible para un rendimiento adecuado del balance que se libra en el espacio público entre la libertad y la igualdad.

Recientemente Waldman ha intentado hacer corresponder los presupuestos históricos del liberalismo con la actual concepción de la política pública de Estados Unidos. Frente a la defensa rawlsiana de la neutralidad del Estado, Waldman quiere proponer una revisión del ideal liberal tal como fue concebido por Locke y Mill. Aunque se piense que la neutralidad de lo público frente al espacio sagrado de la privacidad son la verdadera herencia inamovible del liberalismo teórico del dieciocho inglés, lo cierto es que se desconoce dentro de esta herencia muchos aspectos de la Carta sobre la tolerancia en los que Locke establece límites a la iniciativa privada y provee legitimidad a ciertas actuaciones del gobierno por el bien público. La tradición cívica de los derechos individuales que nace a partir de la concepción del estado de naturaleza -todos los hombres son igualmente dignos si abstraemos sus circunstancias históricas- tiene como contrapunto el compendio de obligaciones que los ciudadanos adquieren con el Estado. La herencia lockeana más notoria que recibe el liberalismo no se realiza tanto en la deseable neutralidad de los actos titulares del gobierno cuanto en la posibilidad de ejercer una acción social eficaz contra la arbitrariedad del gobierno y la capacidad real de todos los grupos, comunidades, e individuos, considerados aisladamente, para definir según su concepción vital lo que constituye para ellos el bien. Pero eso no implica, según Waldman, que no exista una definición substantiva del bien común, como si lo público quedara regido exclusivamente, tal como creen algunos intérpretes radicales, por la racionalidad instrumental. Es muy poco conocida la insistencia de los padres del liberalismo de que existen valores que deben vivirse comúnmente, como la mutualidad, el acuerdo y la tolerancia, sin los cuales no podríamos hablar de contrato societario. La libertad entonces no se circunscribe al espacio privado sino también al campo común gobernado por la ley entre iguales.

Si el ideal lockeano se acepta en estos términos, la tradición conservadora americana debe aceptar que la complejidad social de final de siglo exige una política económica en la que el Estado está legitimado a determinadas actuaciones de regulación monetaria en vistas a la estabilización. Dos asuntos especialmente controvertidos en América quedarían legitimados con la bandera del liberalismo: la política de plant-closing y el corporativismo. En el país más liberal del mundo hay determinadas políticas europeas que se consideran cercanas al fascismo. El intervencionismo estatal en la regulación de las condiciones del empleo es visto como un insulto a la iniciativa privada y una intrusión en la libertad personal. Los acuerdos entre sindicatos y empresarios arbitrados por el gobierno en Europa son considerados por Waldman como ejemplos que América debería seguir. Lo curioso es que la regulación pública del empleo adquiere legitimidad sólo secundariamente por la defensa de los derechos de los trabajadores y primariamente por la deuda que el empresario ha adquirido con la sociedad en su desarrollo. El cumplimiento de ciertos requisitos legales para el cierre de una empresa (plant-closing), en el que está involucrado el bien común, entra dentro de esa deuda de mutualidad no en contra de los principios liberales, sino en su nombre.

Los dilemas del liberalismo se destacan sobre todo en la política de bienestar. La contraposición entre la caridad compulsiva y la defensa de la dignidad de los ciudadanos, parece no tener fin en el eviterno debate entre conservadores y liberales. Por un lado los que pagan impuestos se consideran explotados por un sistema burocrático que tiene en su haber demasiados programas que han fracasado estrepitosamente. Por otro los que reciben ayuda se alinean automáticamente en una ciudadanía de segunda clase de la cual resulta difícil salir. Los conservadores se defienden -contra la caridad obligada- aduciendo la igualdad de todos los individuos y quieren ser optimistas respecto de las capacidades individuales de los marginados para resurgir de la pobreza por su propio pie. Los liberales entienden que pedir algo a los agentes por la ayuda que reciben de la comunidad es coercitivo y va en contra de los derechos individuales. Epstein ha caracterizado al Estado de Bienestar como un Robin Hood que utiliza métodos malos para hacer algo bueno. Lo que Waldman pone en cuestión es si esa finalidad que parece buena está en concordancia con los principios liberales de autonomía e igualdad. De ahí nace su crítica a la incongruencia de la política liberal: no pedir nada a cambio de la ayuda que se otorga a los marginados en nombre de los derechos civiles es relegarlos a un estado de dependencia que los destierra a un mundo en el que nunca tendrán oportunidad de salir. En este sentido propone una exigencia doble: el Estado debería enfocar su ayuda a través de programas de formación y reinserción, y a cambio podría exigir del desempleado su activa colaboración hasta el punto de negar el subsidio si no existe correspondencia. En este caso la ayuda del gobierno estaría destinada a reconstruir la independencia de los individuos y la igualdad de oportunidades.

Es obvio que el principio de neutralidad en las condiciones exigidas al individuo en el Estado de bienestar queda en entredicho. Pero en el caso de las asociaciones público-privadas sería imposible defender tal principio. Utilizar la actividad político-pública para estimular la inversión privada son algo de ordinaria administración desde el caso Poletown y el préstamo millonario con que Chrysler se benefició al anunciar su bancarrota. Waldman hace un análisis de estos dos casos como ejemplos contrapuestos. En el primero la General Motors llegó a pedir -además de algunos privilegios- al ayuntamiento de Detroit el asentamiento de una nueva planta en un pueblo nativo cercano a la gran ciudad (Poletown). Las autoridades oficiales cedieron a su demanda considerando la poca repercusión que produciría en su política la destrucción de un poblado. Waldman cree que se infringió gravemente contra los derechos civiles de esos norteamericanos que consideraban sagrada su tierra. En el caso de Chrysler se protegió una empresa nacional cuya bancarrota le saldría al Estado muy cara. Aunque Chrysler continuó siendo privada ninguna decisión ejecutiva escaparía al control de un representante del organismo público hasta que se retribuyera la deuda. Waldman entiende que el liberalismo como teoría política debe intentar definir un bien substantivo de la comunidad, no sólo instrumental, que estuviera regulado por el diálogo del público y la comunidad política. De otra forma, una racionalidad instrumental podría llegar a ser tan totalitaria como la imposición de un bien subtantivo por parte de una clase política. El servicio a la comunidad, tal como lo concibió Locke, se convertiría en el servicio a los intereses predominantes de una sociedad de individuos aislados compuesta por consumidores y consumidos. La misma idea de independencia y autonomía, sagrada para el liberalismo americano, forma parte de esa discusión en los que deberían definirse los contenidos del bien común. Y todo lo que forma parte de una discusión es revocable o puede llegar a transformarse[7].

La redefinición de la neutralidad de un Estado apunta hacia la presencia de ciertos valores que quedan fuera de la definición procedimental del gobierno liberal, pero que siempre han estado presentes. Bellamy ha sugerido abandonar el modelo consensual, sobre el que se apoya la democracia liberal, por un modelo más realista cuya expresión más adecuada es el liberalismo democrático. La creciente complejidad de las sociedades liberales en cuyo corazón se inscribe la diferencia étnica, genérica o nacional, impide la realización del antiguo ideal liberal de unos principios universalmente compartidos por todos: ni siquiera la Bill of Rights posee transparencia interpretativa. La moralidad liberal basada en los derechos ya no puede proveer una estructura básica para todos los sistemas políticos legítimos, porque los derechos solo tienen sentido como principios coordinantes de formas particulares de vida. En el mundo actual la función distintiva del sistema político es establecer compromisos entre una pluralidad de formas de vida. El liberalismo democrático desecha la ética liberal sobre que la se pretendía alcanzar un consenso y el marxismo por el mismo motivo: lejos de reflejar un procedimiento unívoco para dirigir el progreso de la sociedad, sirve para reducir el caos y la incertidumbre de la vida social a proporciones manejables, proveyendo expectativas regulares necesarias para llevar una forma de vida razonable. La libertad de los individuos y los grupos no están protegidos por garantías escritas sino por la existencia de instituciones que les permitan actuar en determinado sentido y defenderse contra lo que ellos consideran injerencias. La descentralización y la diferenciación de las funciones políticas son el verdadero desafío del liberalismo democrático. Bellamy escoge como marco de su aportación al republicanismo clásico originado a partir de Maquiavelo, pero quiere distinguirlo de la escuela liberal (libertarios). Hay pruebas más que suficientes de que existen determinados bienes (el entorno natural, la paz) que necesitan un tratamiento no mercantilista y que son en sentido estricto los depositarios del bien común en el liberalismo democrático. A diferencia de la democracia liberal, el liberalismo democrático no trata de construir una sociedad justa sub specie aeternitatis, sino, más modestamente, permitir en el presente la articulación de necesidades y expectativas y establecer el campo para la cooperación[8].

El liberalismo democrático no puede apoyarse en descripciones científicas de la sociedad, porque la razón científica no puede garantizar el acuerdo entre formas de vida inconmensurables. Ahora bien, la razón no tiene sólo una dimensión declarativa. Su forma más extensa es práctica: un poco de logos es sustentado por una base proporcionalmente más significativa de ethos. "Nos entendemos a nosotros mismos como seres capaces de dejar de lado los valores personales y actuar según normas que pueden justificarse para todos". Estas palabras de Gaus definen la autoconciencia propia del liberalismo democrático. Cuando la justificación pública de una moral-para-todos dejó de tener sentido y su imposición a través de principios abstractos se ha revelado como una forma de totalitarismo, el ámbito político se funda, en la civilización liberal, como el enfrentamiento de argumentos que tratan de hacerse valer aún imperfectamente para todos. La esencia del liberalismo es el proyecto de justificación pública, y eso forma parte de nuestro sistema valorativo y de nuestros planes de acción[9]. Hasta un liberal partidario del Estado procedimental estará de acuerdo en la convergencia en la justificación de nuestras creencias o nuestras demandas, de la existencia de creencias conclusivas en el ámbito privado, y no conclusivas en el público, de la comunión en valores democráticos que no pueden revocarse, y de la aceptación de un árbitro que ha de acatarse aunque sus decisiones no beneficien a la parte interesada. El conjunto de estas normas de actuación que configuran el léxico último de los ciudadanos de un estado liberal son ya una comprensión común de lo correcto. Es posible que en el ámbito público no pueda fomentarse ningún ideario acerca de la buena vida, pero esta comprensión común de la ciudadanía de un Estado de derecho puede contar ya como bien substantivo. La razón como ethos puede jugar un buen papel en desenmascarar el abismo del sujeto individual frente a lo externo. Una buena definición holista de esa dimensión de la racionalidad es la de actitud social de Norbert Elias: "cada ser humano particular distinto como es de todos los demás, lleva en sí mismo una impronta específica que comparte con otros miembros de la sociedad que constituye el terreno del que brotan los rasgos personales por los cuales un ser humano se diferencia de los otros miembros de la sociedad"[10]. El individualismo atomista olvida que el sujeto ha sido producido por fuerzas sociales, que su relación con la naturaleza o con el otro son relaciones de dependencia que lo van transformando. La racionalidad propia del ethos liberal tiene que ver con la modelación de la vida emocional, y su fuerza normativa no deriva del logos, de los argumentos, sino que se debe a una lenta transformación de la actitud vital. Puede que los argumentos no puedan unir las diferentes formas de vida con suficiente fuerza como para garantizar el reconocimiento. Pero el discurso no es todo lo que la razón posee.

William Faulkner rechazó en varias ocasiones una entrevista a una revista americana que quería hacer llegar a los lectores cuál era el tipo de vida que llevaba un escritor célebre. La revista, al fin, convirtió la entrevista en un dossier sobre su vida pasada y presente tras meses de periodismo de investigación. Cuando el escritor lo vio, publicó Sobre la libertad individual, un indignado artículo sobre la corrupción de la democracia del cual entresaco estas palabras: "A diferencia del sacrilegio o la obscenidad, no tenemos leyes contra el mal gusto, quizá porque en una democracia la mayoría de gente que hace las leyes no reconoce el mal gusto cuando aparece, o porque en nuestra democracia el mal gusto se ha convertido en algo con lo que se puede comerciar y en objeto de tasa y de cabildeo por parte de las federaciones mercantiles, que al mismo tiempo crean el mercado y el producto para servirlo, y el mal gusto, por simple solvencia, queda purificado y exento de mal gusto"[11]. Tiene razón Rorty cuando señala que no ncesitamos una ideología o una teoría política que interprete y determine el focus imaginarius que circunscribe el ámbito de la solidaridad[12]. El nosotros que debemos conjugar no está basado en un rasgo de la naturaleza humana, de la clase social o genérica, sino en una educación cívica, un cierto sentido estético necesario que encarna lo correcto o incorrecto. Nos sorprenderíamos de hasta qué punto dependemos de este tipo de evidencias retóricas.



[1] Cfr. M. RAMSAY, What's wrong with liberalism. A radical critique of liberal political policy, Leicester University Press, Londres, 1997.

[2] "Me parece que el instinto produjo a este respecto el que a la exigencia de liberté y de egalité, fuera todavía añadida la de fraternité. Pues solo por renuncia moralmente libre, tal y como este concepto la expresaba, cabría impedir que la liberté fuera acompañada por el contrario más absoluto de la egalité" (G. SIMMEL, Individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, Península, Barcelona, 1986, p. 274).

[3]La marcada línea divisoria que uno acostumbra a trazar entre sí mismo como individuo y la sociedad exterior, la tendencia a tratar mentalmente como cosas distintas, con existencia, valor y sentido propios, a aquello que se nombra con palabras distintas, la concreción del planteamiento de los objetivos sociales en posturas valorativas diametralmente opuestas, todo ello contribuye a que, tanto en el actuar como en el pensar, se decida a priori cómo debe ser la relación entre individuo y sociedad, sin cerciorarse de que las opciones entre las que se decide se corresponden con esta relación tal como efectivamente es” (N. ELIAS, La sociedad de los individuos, Península, Barcelona, 1990, p. 173).

[4] H. ARENDT, La condición humana, Paidós, Barcelona, 1993, p. 37.

[5] CH. TAYLOR, Argumentos filosóficos, Paidós, Barcelona, 1997, p. 259.

[6] Gellner ha dicho con acierto que los términos libertad, igualdad, fraternidad, se han transformado en el estado postmoderno en burocracia, movilidad, nacionalidad. Cfr. E. GELLNER, El arado, la espada y el libro. La estructura de la historia humana, F.C.E., México, 1992, p. 190.

[7] OREN M. LEVIN-WALDMAN, Reconceiving Liberalism. Dilemmas of Contemporary Liberal Public Policy, University of Pittsburgh Press, Pittsburgh, 1996.

[8] R. BELLAMY, From liberal democracy to democratic liberalism, en Liberalism and the new Europe, B. Brecher y O. Fleischmann, Avebury, Aldershot, 1993, pp. 37-48.

[9] G. F. GAUS, Justificatory Liberalism. An Essay on Epistemology and Political Theory, Oxford University Press, Nueva York, 1996, p. vi. El libro explora la naturaleza de la justificación a tres niveles: la justifiación personal de las creencias, la justificación pública de nuestras creencias, y la justificación política de decisiones que nunca pueden llegar a ser concluyentes. Se trata de mostrar por qué la democracia liberal está justificada independientemente del consenso, es decir, respetando la pluralidad de versiones morales rivales o inconmensurables. Gaus se apoya en la actual psicología cognitiva para describir del modo en que damos cuenta de nuestras creencias personales. Entendemos que una creencia está justificada cuando la consideramos apoyada en buenas razones y que está "inferencialmente" justificada cuando la relación entre razón y creencia se considera inderrocable (no revisable). Cualquier juicio moral comporta un juicio epistemológico, y cualquier creencia que se defiende tiene la forma del compromiso. Con ello se evita el externalismo y el coherentismo: es necesario que las razones que sustentan las creencias no puedan ser consideradas todas como nuevas creencias. No todas las justificaciones son puramente inferenciales puesto que, de lo contrario, no puede distinguirse lo que es creído y está justificado de lo que es creído y justificable pero no está justificado; es decir, la mayoría de nuestras justificaciones están abiertas en la medida que nuestro sistema de creencias puede ser considerado desde fuera y podemos distinguir nuestro punto de vista de un punto de vista que no comparte nuestras creencias. Esta apertura connatural de la justificación personal niega el pluralismo radical que ve en los sistemas de creencias mónadas incomunicadas e incomprensibles las unas para las otras. Que existan ciertas razones con un grado de auto-evidencia le permitirá a Gaus la posibilidad de una defensa pública de creencias conclusivas (la relación entre razón y creencia no está abierta ni es negociable). Sin embargo, la gran mayoría de enunciados que integran nuestro sistema de creencias están abiertas a la justificación pública. Porque podemos distinguir entre razones personales y razones públicas, podemos ponernos en el punto de vista del otro. El espacio social que abrió el humanismo liberal se apoya en los conceptos de obligatoriedad y culpabilidad: la posible exigencia de una demanda de las acciones de los demás a la que están obligados a responder. Como nuestras creencias no están justificadas para otros, como lo que cuenta para uno como razón puede no contar para otro, la demanda pública de racionalidad se establece sobre el principio socrático de la mayéutica: hacer ver al interlocutor las conexiones correctas entre razones y creencias. La autoridad moral descansa en este principio. Gaus está criticando el populismo justificatorio derivado de la teoría de la justicia de Rawls según la cual la justificación pública descansa sobre los principios que una persona razonable podría justificar públicamente ante personas razonables. En realidad el populismo apoya la racionalidad pública en un estado ideal (sentido común) que no puede dar cuenta del estado actual. Según Gaus, el compromiso de la justificación pública deriva del reconocimiento de que la perspectiva propia no es definitiva. Pero apelar al sentido común no es dotar de una buena razón al que ve la obligatoriedad de una norma. Podría darse el caso de que se aceptara popularmente razones que no justifican una creencia. El modelo mayéutico es más coherente con el liberalismo tal como lo entiende Gaus: la aceptación de una creencia ha de pasar por el compromiso del actor, es decir, debe tener las mismas características que la descrita en la justificación personal. Como nuestros valores personales pueden no proveer para otros de razones para actuar, es posible que puedan llegar a tener una justificación pública, pues para ello deben estar justificadas abiertamente para otros. Por ello la suposición de que un individuo posee una autoridad epistémica sobre las creencias de los demás es lo más alejado del liberalismo. Cualquier justificación de una creencia es inconclusiva: porque las razones aportadas pueden ser insuficientes para invalidar la autoridad epistémica del interlocutor. Aunque el debate público es por naturaleza inconclusivo, el liberalismo muestra que hay unos principios básicos que están justificados victoriosamente (conclusivamente): los llamados derechos civiles son principios que se siguen necesariamente del compromiso liberal de la justificación pública: sin ellos es imposible iniciar el proyecto liberal. En el liberalismo democrático estamos comprometidos a hacer exigencias morales a los otros en la medida que estamos comprometidos a la justificación pública, y tenemos buenas razones para promover principios morales y extenderlos porque consideramos justificados para todos. Estos principios justificados coclusivamente están sujetos a legítima interpretación y controversia ya que sustentan un sistema moral de demandas que promueve el bien de cada uno. Ahora bien, el criterio de cuándo algo está públicamente justificado no ha de ser públicamente justificado, puesto que cualquier requerimiento podría ser llevado al infinito. La tentación más obvia es hacer descansar ese criterio en una teoría consesual o populista (Rawls). Sin embargo, Gaus cree que el "liberalismo justificatorio" puede mostrar que los principios liberales están justificados conclusivamente sin mostrarse a sí mismos conclusivamente justificados. Se trata de justificar conclusivamente los principios liberales, no mostrar la justificación conclusiva de cualquier teoría filosófica liberal. Puede justificarse conclusivamente los principios liberales en abstracto pero no sus concepciones específicas: siempre serán propuestas inconclusivas que son propiamente el ejercicio de la razón pública, de la política. Como el consenso real es una quimera, lo propio del sistema liberal es establecer un árbitro sobre lo fundamental: aceptarlo es aceptar su fallo aunque se crea erróneo. La única condición que se pone al árbitro es que justifique sus decisiones públicamente. Es el espacio de la justificación política (estatal). El problema básico del liberalismo justificatorio tal como lo entiende Gaus es que nuestras opiniones sobre las exigencias de la justicia son inconclusivas. Por ello y por la necesidad de justificar nuestras exigencias a otros necesitamos un juez, un árbitro. La autoridad del árbitro es superior a la autoridad moral mayéutica puesto que está basada en su derecho a adjudicar las disputas sobre lo que puede ser públicamente justificado. El liberalismo político no puede ser entendido como la defensa de una serie de medidas aduciendo que están conclusivamente justificadas sino articular el tipo de razones que son justificativas. La cuestión es que podemos no estar de acuerdo en lo que se presenta como conclusivamente justificado. Nuestro compromiso con la autoridad liberal es moral y práctico. Para aceptar tal autoridad, aún sin ser considerado conclusivo para nosotros, hace falta que los ciudadanos consideren el dominio público como algo más que un campo de batalla para la búsqueda de intereses privados, y que la política deje de entender como el arte de enmascarar los intereses partidistas como interés general. En este sentido Gaus defiende la diferenciación entre estado protector (en donde la exigencia de neutralidad es irrenunciable) y estado productivo (en donde hablar de neutralidad siempre es demagógico).

[10] N. ELIAS, La sociedad de los individuos, p. 210.

[11] W. FAULKNER, “Sobre la libertad individual (¿Qué ha sido del sueño americano?)”, en Nueva Revista, 59 (1998), p. 152.

[12] R. RORTY, Ironía, contingencia y solidaridad, Paidós, Barcelona, 1991, p. 214.

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