lunes, 12 de julio de 2010

Los modales de la pasión: Adam Smith y la sociedad comercial IV, 2

2. Shaftesbury, Hume y Smith: el humanismo comercial. Modales y libertad

Un recentísmo trabajo de Lawrence Klein, escrito en la línea de los trabajos iniciados por Pocock, permite establecer la postura de Shaftesbury en la polémica entre Whigs y Tories. Su tesis cobra especial interés por el punto de inflexión que supone y sobre todo porque conforma el telón de fondo respecto del que se recortan las aportaciones más específicas de Smith. Su filosofía política y cultural se convierte en un importante eslabón en la cadena que media entre la sociedad cortesana —descrita tan brillantemente por Elias— y el nuevo humanismo comercial.

Para Klein, las inquietudes estéticas, éticas y religiosas de Shaftesbury se enmarcan en un ambicioso proyecto político: la legitimación desde el punto de vista cultural de los planteamientos políticos y el régimen Whig nacidos de la revolución de 1688. De manera que Shaftesbury se muestra ante todo como un Whig que, frente a los clásicos compromisos de los Tories, intenta reducir el poder de la corte y de la iglesia, promocionando una cultura civil centrada en los gentlemen[1]. Ahora bien, no pretende sustituir una corte y una iglesia tories por una corte y una iglesia whig sino más bien, de modo similar a Addison y Steele, disolver la preponderancia de ambas en la conformación y el modelo de la vida social.

Como el núcleo de su nueva filosofía de la cultura y de su correspondiente filosofía política queda determinado por la noción de politeness, Shaftesbury se inscribe en la tradición del "humanismo cívico", en la que ya desde el catorce italiano se comienza a sustituir una cultura arcaica y comunal por una "sociedad civil más problemática", y se empieza a transformar un vocabulario basado en los ideales corteses y en la fidelidad en un lenguaje menos heroico de civilidad. A finales del XVII y durante el XVIII, la noción de politeness llegó a ser capital, y fue identificada desde el principio con la caballerosidad, en la medida en que se aplicaba al mundo social de caballeros y damas con un claro sentido normativo: la politeness es el criterio de la conducta correcta, propia de la gente elegante y educada, de lo que hoy suele denominarse gente "con clase".

La politeness, a la vez que encarna el ideal de plenitud humana al que puede aspirar una subjetividad individual resulta ser, para Shaftesbury, una excelencia intrínsecamente social, pues conforma el ámbito de las relaciones interhumanas. Porque, por una parte, se caracteriza ante todo por la capacidad de ser agradables en las conversaciones —o, como la definió Boyer en 1702, "el diestro manejo de nuestras palabras y acciones mediante el que conseguimos que los demás tengan mejor opinión de nosotros mismos y de ellos"—, y, por otra, gobierna el cómo de las relaciones sociales. Por eso, como advierte el propio Klein, no se identifica simplemente con la socialidad —que es la materia que formaliza con propiedad— sino que consiste en una sociabilidad trabajada y refinada, en la que se incluyen las cuestiones éticas y estéticas. La politeness es el arte de ser agradables en las relaciones sociales y tiene como campo propio la conversación.

Con todo, esta conversación polite se caracteriza tanto por propiedades formales (hay que evitar la presunción, el dogmatismo, la taciturnidad, la incontinencia verbal) como por ciertos temas (en una conversación polite se habla de unas cosas y no de otras), de manera que sus asuntos fundamentales terminan por ser cuestiones generales, principalmente de política, literatura, arte y moral. En la medida en que el dominio de estos temas es lo que da aire de mundo a una persona y la convierte en polite y elegante, el ideal de conversación refinada converge con el de la filosofía en su sentido cosmopolita[2]. Como paradigma ideal de la conversación galante, la politeness conforma desde el modelo conversacional todo el ámbito de las relaciones sociales, con lo que —según la lúcida advertencia de Klein— se convierte en un auténtico modelo de la acción cultural.

Al ofrecer un nuevo patrón configurador de las relaciones sociales construido a partir del modelo de la conversación polite, Shaftesbury bosqueja un ideal cultural postreligioso y postcortesano, pero todavía precomercial y preprofesional: el centro de la vida social no es ni la iglesia ni la corte, sino la ciudad. Pero como todavía no ha nacido el ideal profesional, la vida ciudadana se centra en la conversación elegante entre caballeros en salones, jardines, clubes y cafés nutrida de las recientes periódicos y publicaciones culturales[3].

La postura de Smith en la peculiar Querelle británica ha sido bien presentada por Dugald Stewart: "La rama de la legislación que el Sr. Smith ha escogido como objeto de su trabajo me conduce naturalmente a comentar un contraste muy marcado entre el espíritu de la política antigua y la moderna, con respecto a La Riqueza de las Naciones. El gran objeto de la primera era contrarrestar el amor al dinero y el gusto por el lujo mediante instituciones positivas; y mantener el gran cuerpo de la gente, los hábitos de frugalidad y la severidad de los modos sociales. El declinar de los estados se adscribe uniformemente, por parte de filósofos e historiadores, tanto de Grecia como de Roma, a la influencia de las riquezas en el carácter nacional; y las leyes de Licurgo, que durante el curso de unos años hicieron desvanecerse los metales preciosos de Esparta, son propuestas por muchos de ellos como el modelo más perfecto de legislación derivada de la sabiduría humana— ¡Cuán opuesta resulta la doctrina de los políticos modernos! Lejos de considerar la pobreza como una ventaja para el estado, su gran mira es abrir nuevas fuentes de riqueza nacional y animar la actividad de todas las clases de gente mediante el gusto por las comodidades y lo conveniente de la vida"[4]. Los antiguos creían que una afluencia masiva y repentina de riqueza proveniente de una república extranjera suponía un principio firme de corrupción, que alarmaba a los ciudadanos, temerosos de su libertad y moralidad. En los estados modernos la situación es completamente otra, pues el objetivo de los gobernantes es promover la riqueza entre todas las capas de la sociedad, lle­gando incluso a las más bajas. De hecho, piensa Stewart, la difusión de la riqueza entre estas fue lo que primero dio luz al espíritu de independencia en la Europa moderna, y que ha producido en algunos gobiernos, especialmente el inglés y escocés, una difusión más homogénea de la libertad y la felicidad que en cualquiera de las celebradas repúblicas antiguas.

Lo que es más: sin esta difusión de riqueza entre las clases menos favorecidas, la invención de la imprenta habría sido de muy poca utilidad, ya que resulta necesario un cierto grado de desahogo e independencia para inspirar en los hombres el deseo de saber y para dotarles del espacio vital que es requisito para adquirir aquel. Así, la propagación creciente de la luz y el refinamiento que nacen de la prensa, socorridos por el espíritu del comercio, parecen ser el remedio que la naturaleza ha previsto contra la idiocia provocada por la división del trabajo.

Según Hume, "la política de los antiguos era violenta y contraria al curso natural de las cosas"[5], ya que, a juicio de Stewart, los clásicos miraban demasiado a modificar, por medio de instituciones positivas, el orden de la sociedad, de acuerdo con alguna idea preconcebida de eficacia; sin confiar suficientemente en los principios de la constitución humana, que, dejados a su alcance natural, no sólo conducen a los hombres a la felicidad, sino que sientan el fundamento de una mejora progresiva en su condición y carácter. Las ventajas de la política de los modernos sobre los antiguos nacen principalmente de esta conformidad, en algunos de los artículos más importantes de economía política, a un orden de cosas recomendado por la naturaleza; y no resultaría demasiado complicado mostrar, cuando esa política se demora en un estado imperfecto, que sus errores pueden atribuirse a los constreñimientos impuestos sobre el curso natural de los acontecimientos. Efectivamente, en esos constreñimientos podrían descubrirse, latentes, las semillas de muchos de los prejuicios y neceda­des que infectan los modos modernos, y que han sido contestados desde hace tanto tiempo por los razonamientos de los filósofos y el ridículo de los satiristas.

La divisa de los modernos ha de ser dejar que la naturaleza se desenvuelva sin constreñimientos; y aquí debe incluirse, por supuesto, el crecimiento económico, en torno al cual florecen todos los tipos de artes. Como escribe Hume: "otra ventaja de la industria y los refinamientos en las artes mecánicas es que, por lo común, producen algún refinamiento en las liberales; y unas no pueden llevarse a la perfección sin estar acompañadas en algún grado por las otras. La misma época que produce grandes filósofos y políticos, generales y poetas renombrados, usualmente rebosa también hábiles tejedores y constructores navales... El espíritu de la época afecta a todas las artes; y las mentes de los hombres, una vez despertadas de su letargo y puestas a fermentar, se vuelven hacia todas partes, llevando mejoras a todas las artes y ciencias"[6]. El espíritu del antiguo, por tanto, está sumido en un sueño, no dogmático, sino político, que consiste en la incapacidad de inventar y mejorar el tejido social. Efectivamente, piensa Smith, prolongando la argumentación anterior: es necesaria la introducción de la actividad comercial para poner en movimiento el resto de instancias culturales. Así, escribe en sus Lectures on Jurisprudence, "la geometría, la aritmética y la escritura han sido inventadas para guardar registro e iluminar las distintas transacciones del mercader y del hombre de negocios, y la geometría se ha inventado originalmente (ya sea para medir la tierra o para dividirla entre sus habitantes) para asistir al trabajador en la conformación de las piezas artificiales que requieren una medida más ajustada". Y cabe pensar que la mayor parte de las leyes y regulaciones tienden a la promoción de estas artes, que proporcionan aquellas cosas que consideramos objeto sólo del vulgo. Lo que es más, aun la ley y el gobierno tienen estos como su fin y objetivo último. Dan a los habitantes del país libertad y seguridad para cultivar la tierra que poseen, y su benigna influencia da lugar y oportunidad para la mejora de las diversas artes y ciencias. Mantienen al rico en la posesión de su riqueza, contra la violencia y rapiña de los pobres, y por ese medio preservan la útil desigualdad en las fortunas de los hombres, que surge natural y necesariamente de los distintos grados de capacidad, laboriosidad e inteligencia de los diferentes individuos. Protegen del peligro de enemigos extranjeros que quieren interferir en sus asuntos, y proveen a los hombres del desahogo necesario para cultivar las artes, así como para buscar lo que se llama "lo conve­niente para la vida". "Aun la sabiduría y la virtud derivan en todas sus ramas su lustre y belleza, en lo que respecta a la utilidad, meramente de su tendencia a proporcionar la seguridad de los hombres en estas cosas convenientes"[7].

El carácter extremo de estas opiniones no puede escaparse a nadie: el gobierno, la sabiduría y la virtud tienen sentido en la medida que contribuyen a la seguridad de los individuos y, por tanto, al progreso de la división del trabajo. "Lo que importa —piensa Forbes—, el verdadero fin del gobierno, es la libertad, pero la libertad en el sentido de los Civilians y el de Grocio, y el de los exponentes autorizados de la ley natural: la libertad personal y la seguridad de los individuos garantizada por la ley, equivalente a justicia, paz, orden, protección de la pro­piedad y santidad de los contratos. (...) Hume declara expresamente que las monarquías ab­solutas de Europa, a efectos prácticos, también realizaban los fines para los que había sido instituido el gobierno; también ellas eran 'un gobierno de leyes, no de hombres'"[8]. Está aquí, pues, la distinción, si bien implícita, entre dos libertades, política y civil, que ni se implican ni se excluyen: las monarquías absolutas, ajenas a la primera, son capaces de dejar lugar para la segunda, siempre que, como pensara Hume, constituyeran un gobierno de leyes, y no de hombres. Otros autores habían visto también la posibilidad de la existencia separada de ambas libertades: Montesquieu, por ejemplo, consideraba la República Romana como régimen libre en el que la libertad política, la del ciudadano, tenía un obstáculo en, por poner un ejemplo, la figura del cabeza de familia, en virtud de la cual el marido podía disponer de la vida de la mujer, si esta era encontrada culpable de adulterio.

Smith comparte esta separación entre la libertad del estado y la del individuo, y declara expresamente lo que en Hume y Locke estaba menos perfilado: puesto que el fin del gobierno es la justicia, poner la propiedad a salvo de la "injusticia" de aquellos que la allanan[9], la libertad verdadera sobrevendrá cuando el individuo se sienta seguro bajo el amparo de la ley y pueda desarrollar sin trabas la actividad social, cultural y económica, que es su modo de cumplimiento: si la forma de vida republicana, austera y ruda, instaura una era de barbarie, la edad del comercio ha de significar el establecimiento universal de los modales, del refinamiento, del respeto y la "amistosidad". Así, la independencia de los ciudadanos de los rangos inferiores respecto de los señores feudales, ganada mediante el comercio, es fuente de mejora en los modales (manners). Y estos son el elemento central en la calidad de la civilización de una comunidad. En esto coinciden Montesquieu y Smith: el primero opina que el comercio es fuente de buenas ma­neras y, por tanto, favorece la paz entre las naciones[10]; el segundo escribe: "nada tiende más a corromper a la humanidad que la dependencia, mientras que la independencia aun incrementa la honestidad de la gente"[11]. En último término, el progreso de la ciencia política, como escribe rotundamente Dugald Stewart, ha sido suficiente para mostrar que la felicidad de la humanidad "no depende de la participación que la gente tenga, directa o indirectamente, en la aplicación de las leyes, sino en la justicia y equidad de las leyes que son aplicadas". Mientras que participar en la aplicación de las leyes interesa sólo a una minoría que desea alcanzar importancia política, "la equidad y la eficacia resultan interesantes a todos los miembros de la comunidad, especialmente a quienes su insignificancia personal no les proporciona más consuelo que el que derivan del espíritu general del gobierno bajo el que vi­ven"[12].

El cambio es claro: a lo político (political) se contrapone lo educado (polished), término que, a mediados del siglo XVIII, ya se había ligado a un conjunto de características comportamentales conocidas, a los modales, definidos por Mirabeau como "la dulcificación de las costumbres, la urbanidad y la amabilidad, de forma que se respeten las delicadezas"[13]. Esta sustitución de la austera virtud republicana por los modales modernos puede verse en Hume como una verdadera tarea moral: "se había supuesto desde antiguo que el lujo o el refinamiento de los placeres y cosas convenientes para la vida eran fuente de toda corrupción en el gobierno y la causa inmediata de la facción, sedición, guerras civiles y la pérdida total de libertad. Era objeto de declamación para todo satirista y moralista serio. Aquellos que prueban, o intentan probar, que tales refinamientos tienden a incrementar la laboriosidad, la civilidad y las artes regulan originariamente nuestros senti­mientos tanto morales como políticos, y representan como laudable o inocente lo que antes se había considerado pernicioso y reprobable"[14].

Y no habrá de extrañar que el paradigma de refinamiento haya de ser el comerciante[15], el que tiene trato con muchas personas, el hombre de mundo: si es verdad que, en la metáfora musical de Smith, el sujeto rebaja el tono de sus pasiones hasta el punto en que resulten armónicas con las de los espectadores reales y las del imparcial, entonces aquella persona que entre en relaciones numerosas y diversas con un abanico amplio de semejantes, por fuerza habrá de tener una personalidad más, por así decirlo, polifónica, rica y articulada. El hombre que defienden los republicanos es estridentemente salvaje, primitivo, simple, apasionado hasta el extremo, pues sólo tiene como punto de referencia lo político, se niega los bienes particulares, el lujo, el desahogo necesario para dar paso a las finuras de la vida y, con ellas, el progreso de las artes y las ciencias.

Sin embargo, la interpretación del humanismo comercial no deja de presentar problemas de los que Shaftesbury parece haber tenido aguda consciencia. Los manuscritos inéditos de Shaftesbury —estudiados detenidamente por Klein[16]— recogen lo que ha dado en llamarse "experiencia romántica", la vivencia del desajuste, la conciencia dolorosa de que —al final— la intimidad subjetiva y el espacio público no terminan de encajar, de que la propia vida no se desarrolla en el mundo sin fricciones. Porque Shaftesbury, que había defendido la polite philosophy entendida como amalgama entre filosofía y sabiduría moral de la vida en perfecta continuidad con la buena crianza[17], comienza a dudar de que su proyecto de realización de la propia interioridad se aloje precisamente en el ámbito de las relaciones interpersonales cuyo paradigma es la conversación elegante.

Si en el Inquiry resultaba aproblemática la posibilidad de articular la sociabilidad y la realización en el mundo y en la vida social, por una parte, con el cultivo de la propia interioridad y la autonomía, por otra, la experiencia posterior recogida en sus diarios le conduce a dudar de la viabilidad de sus pretensiones, reflejando con viva agudeza el conflicto entre exterioridad e intimidad, entre un yo social volcado hacia fuera que sólo puede realizarse en la vida pública y un yo intimista que se siente amenazado por la dispersión y disipación en esa misma vida social. Shaftesbury vive así un prolongado e intenso conflicto entre la plasticidad y la autonomía del yo. Porque, como explica Klein, concebir el yo como autónomo implica que el yo posee una identidad firme e irreductible, que es capaz de controlar soberanamente su propia conducta estableciendo desde sí sus relaciones con el mundo; y, por contra, admitir su plasticidad implica reconocer que la identidad del yo queda siempre en cuestión y sólo se constituye en sus relaciones con el mundo, sin que haya un núcleo interior estable y firme. Para Shaftesbury la amenaza real del yo nuclear por parte del yo social proviene fundamentalmente de la necesidad que el segundo experimenta de obtener el reconocimiento ajeno, lo que, obviamente, hace peligrar la autonomía del yo.

Shaftesbury acabará por resolver el conflicto subrayando, por una parte, lo arduo de la tarea de la autoformación moral —que él comprende como un cultivo de las modales, un adiestramiento en los modos correctos de actuar[18]—, y, por otra, el carácter lingüístico de la propia subjetividad, pues sólo se constituye en un diálogo interno. Reconoce así que, aun habiendo desgarrones y rupturas, la subjetividad sólo puede conformarse en el seno social e intersubjetivo. Pues, como explica Klein, para Shaftesbury, "'caracter' expresa a la vez el impulso hacia una interioridad bien modelada y el reconocimiento de que el yo es necesariamente una entidad social". En la autoformación del carácter, configurar un yo externo es tan importante como construir uno interno: sólo si el yo social refleja y revela públicamente la propia interioridad, puede el yo nuclear constituirse realmente. "La esencia de la filosofía podía ser —resume Klein— el autoconocimiento y el autogobierno, pero tenía que rebasar los límites de lo personal, convirtiéndose en una actividad pública que configura algo más que la conciencia individual. El filósofo estaba suspendido entre la autonomía —tanto más segura cuanto más aislado— y la necesidad de configurar que le pone en contacto con otros y, por tanto, en riesgo"[19].

Aunque sin pasar —al menos aparentemente— por la misma problemática existencial, la postura de Hume y Smith confluye con la tesis madura de Shaftesbury. La compañía y la conversación son, por tanto, los remedios más poderosos para restaurar la tranquilidad del espíritu, así como los mejores garantes de un temperamento ecuánime y feliz, tan necesario para la propia satisfacción y gozo. Los hombres retirados y especulativos, inclinados a sentarse y meditar en casa sobre sus penas y resentimientos, aunque poseen a menudo más humanidad, más generosidad y un sentido del humor más sutil, rara vez gozan de la ecuanimidad de temperamento que es tan común entre los hombres de mundo. Un carácter educado y pulido es alum­brado sólo en quien tiene relación con muchos extraños, con los que debe estar constantemente atemperando las pasiones[20]. Una sociedad verdaderamente refinada es el ideal al que conduce el comercio: la gente humana y pulida (polished), que tiene más sensibilidad para las pasiones de los demás, puede entrar más rápidamente en un comportamiento animado y apasionado, y puede perdonar más rápidamente algún pequeño exceso. Y, de la misma manera, las reglas del decoro entre las naciones civilizadas admiten un comportamiento más animado de lo que podría ser aprobado por los bárbaros. Los primeros conversan con la franqueza de amigos; los segundos, con la reserva de los extraños[21]. La desconfianza y la sequedad son marcas de una sociedad retrasada, sin pulir. Y aquí parece destacarse un sentido relevante de lo natural: "la gente pulida [polished], acostumbrada a dar rienda suelta, en cierta medida, a los movimientos de la naturaleza, se hace franca, abierta y sincera. Los bárbaros, por el contrario, obligados a sofocar y velar la aparición de cualquier pasión, adquieren necesa­riamente los hábitos de la falsedad y el disimulo" (las cursivas no están en el original)[22]. En este punto, Smith está en el polo opuesto a Rousseau y más cerca de, por poner un ejemplo, Aristóteles, Shaftesbury y Hume: lo verdaderamente humano es lo que surge a través de la educación, es decir, de la enculturación. Lo natural no está tanto en el inicio como en el término. Si Shaftesbury había criticado duramente el concepto de estado de naturaleza de Hobbes, las críticas de Smith a Rousseau en su Carta a la Revista de Edinburgo de 1755 pueden tomarse como una de las falsillas sobre las que escribe el resto de sus obras: no existe un estado primero de naturaleza, sino que el hombre es esencialmente social, cultural[23]. Este punto aparece con especial claridad en un texto ya citado previamente: "si fuera posible que una criatura humana pudiera llegar a su madurez en algún lugar solitario, sin comunicación con su especie, no tendría más posibilidad de juzgar su propio carácter, la propiedad o demérito de sus sentimientos y conducta, la belleza o deformidad de su propia mente, que la belleza o deformidad de su propio rostro"[24]. Un individuo al margen de la sociedad es una quimera de filósofos, un impossibile per impossibilem, pues la conciencia se forma sobre la interiorización del juicio que los demás hacen de nosotros, según se explicó en el primer capítulo: "nuestras primeras ideas de la belleza y deformidad personales están tomadas de la figura y apariencia de los demás, no de las nuestras"[25]. Rousseau está equivocado de parte a parte, ya que la naturaleza humana de­jada a su marcha es muda; posee una legalidad interna, independiente de nuestras voliciones, sí, pero tenemos que nombrarla, organizarla, para adquirir rostro humano. Así, respecto a la naturaleza de lo social, cuando Smith habla, en su Riqueza de las Naciones, del "Progreso natural de la Opulencia", se está refiriendo al paso que la sociedad toma de suyo, supuesto que el hombre siga los sentimientos ínsitos en su naturaleza —emulación de los ricos y poderosos, deseo de mejorar la propia condición, etc.— y deje a esta seguir su curso: lo natural es la conjunción de un mundo y una acción del hombre no constreñidas. Smith escribió que el amor de sí puede suscitar un gran número de virtudes, incuyendo "la economía, la laboriosidad, discreción, atención y aplicación del pensamiento", así como "prudencia, vigilancia, circunspección, templanza, constancia, firmeza"[26]. Estas son las virtudes que la sociedad comercial tiene más tendencia a producir. De lo que se trata es de encontrar instituciones que consigan que este amor de sí lleve al autodominio, prerrequisito de todo comportamiento moral y cifra del carácter social humano.

La filosofía de Smith es una defensa de lo civilizado, una narración de por qué la Europa de su tiempo —sobre todo, claro está, Gran Bretaña— está tan por encima de cualquier otro pueblo lejano en el espacio o el tiempo. Se hacía posible, por tanto, tomando como unidad básica la sociedad, una ciencia de la cultura, del progreso de las ciencias y de las artes, de los modos distintos de estar el hombre en el mundo. Pocock lo expresa a su manera: "en lugar de la rigurosa identificación de propiedad y personalidad, [Ferguson, Smith y Millar] establecieron un esquema histórico de modos de producción (...), por el cual la humanidad se movía de acuerdo con la ley de una creciente especialización y división del trabajo. Lo que es más, fueron capaces de relacionar la historización de la propiedad con la historización de la personalidad social; al tiempo que el hombre se movía por las distintas fases de relación con su entorno, sus necesidades y aptitudes sociales, políticas y culturales, y con ellas sus capacidades intelectuales e imaginativas, cambiaban también. Ahora parecía posible una ciencia histórica de la cultura (...)"[27].

Aparte la insuficiencia de la caracterización de Pocock, es verdad que la economía política de los escoceses propone una teoría de la cultura. Y muy especialmente la de Smith, que, como se mantuvo en el capítulo anterior, podría verse como un vasto intento de trazar la historia de la mente humana. Resta ahora centrarse en este sentido de lo natural y cultural que se ha propuesto como central en Smith y rubricarlo con más apoyo textual o rechazarlo.

Para el último capítulo de este trabajo queda, pues, el examen de este sentido de lo natural en Smith, que, según se verá, proviene de Hume. A esto se añadirá un análisis del concepto smithiano de gusto, piedra clave con la que Smith parece destacarse de su maestro, abriendo la vía a la libertad de indiferencia. Si esto fuera así, la relación entre naturaleza y cultura no tendría por qué adoptar, como parece ser el caso en Hume, una índole tan mecanicista como algunos textos del propio Smith parecen sugerir.




[1] Cfr. L. E. Klein, Shaftesbury and the culture of politeness. Moral Discourse and Cultural Politics in Early Eigteenth-century England, Cambridge: Cambridge University Press, 1994. Véase, además del estudio introductorio a Los moralistas, J. Rykwert, The first Moderns: the Architects of the Eighteenth Century, Cambridge Mass.: The MIT Press, 1980.

[2] Cfr. Klein, op. cit., especialmente pp. 4-7 y 21-2. Véase también el estudio introductorio a Los moralistas. Sobre el ideal shaftesburiano de conversación polite puede consultarse también el trabajo de Prostko, J., "'Natural conversation set in view': Shaftesbury and moral speech", en Eighteenth Century Studies 23 (1989-90), pp. 42-61, donde matiza alguna de las afirmaciones contenidas en trabajos previos de Klein.

[3] Para la crítica de Shaftesbury al comercio y su correspondiente insistencia en que la propiedad agrícola es el único fundamento firme de la libertad, la virtud y la participación, véase Solkin, D., "Rewriting Shaftesbury. The 'Air Pump' and the limits of commercial humanism" en J. Brewer y S. Staves, Early modern conceptions of property, Londres: Routledge and Kegan Paul, 1995, pp. 234-53.

[4] Ibid.

[5] Cfr. Essays Moral, Political and Literary, ed. Green and Grose, 1882, i.291.

[6] David Hume, Essays Moral, Political and Literary, editado por T. H. Green y T. H. Grose, Londres: 1882, i. p. 301 (citado por Campbell). Los ensayos en que Hume trata la conexión entre comercio y li­bertad son, principalmente, "Of Commerce", "Of Luxury", "Of the Rise and Progress of the Arts and the Sciences" y "Of Civil Li­berty", todos recogidos en Essays Moral, Political and Lite­rary, ya citado. En esos escritos compara Hume los modos de proceder an­tiguos con las sociedades comerciales modernas y llega a la con­clusión de que el comercio y el lujo contribuyen al mantenimiento de la estabilidad (al contrario que en las repúblicas, donde la estabilidad viene del ejercicio de la virtud y el equilibrio de gobierno), el poder y la in­dependencia, puesto que la grandeza de un estado y la felicidad de sus miembros son insepara­bles por lo que respecta al comercio: en la misma medida que los hombres reciben más seguridad en la posesión y gestión de sus po­sesiones gracias al amparo de lo público, y, por tanto, ganan en poder; en esa misma medida, lo público se hace más rico. Esta re­lación no ha de entenderse toscamente: cuanto más espacio deja el es­tado, más porciones quedan para los ciudadanos; la relación no es tan simple, puesto que, argumenta Hume, un país en que el lujo inocente es impedido, habrá de subyugar a sus individuos con la falta de incen­tivo, mientras que una comunidad en la que las fuer­zas se empleen en el desarrollo de las artes devendrá más viva y hábil.

Por otra parte, "el comercio incrementa la laboriosidad [industry], transmitiéndola de inmediato de uno a otro miembro del estado, y evitando que ninguno de ellos perezca o resulte inútil. Incrementa la frugalidad, dando ocupación a los hombres, y empleándolos en el arte de la ganancia, que rápidamente suscita su estima, y aleja toda inclinación al placer y el gasto. Es una consecuencia infalible de todas las profesiones industriosas generar la frugalidad y hacer que la estima a la ganancia prevalezca sobre la estima al placer (...) Los mercaderes generan la laboriosidad, sirviendo como canales para distribuirla por todos los rincones del estado: y, al mismo tiempo, por medio de su frugalidad, adquieren gran poder sobre esa laboriosidad y amasan una vasta propiedad en el trabajo y los bienes de cuya producción son los principales instrumentos" ("Of Interest"). Contrariamente a los modos de pensar de la tradición harringtoniana, ese pueblo que favorece el desarrollo mate­rial no baja la guardia de su integridad moral, como se acaba de de­cir, ni aun física, puesto que el espíritu marcial es animado junta­mente con el resto de capacidades, ya que la clase media de comerciantes que nace con las nuevas condiciones económicas está menos dispuesta a someterse a tiranos que sus antecesores, pues tienen posesiones que defender. (En este punto, Smith discrepará. Cfr. D. Winch, Adam Smith's Politics: An Essay in Historiographic Revision, Cambridge: Cambridge University Press, 1978, pp. 110-1). Véanse también los textos de Hume a los que aluden los editores de las Lectures on Jurisprudence de la Glasgow Edition en la página 412, nota al pie. Cfr. también M. Elósegui, "Utilidad, arte, virtud y riqueza en la Ilustración escocesa", Telos I/2 (1992), pp. 51-9.

[7] Cfr. LJ(A) vi.18-20. Al hablar de cómo los núcleos urbanos ayudaron a la mejora del campo, Smith refiere una lista de razones, entre las que se encuentra esta: "En tercer, y último, lugar, el comercio y las manufacturas introdujeron gradualmente el orden y el buen gobierno, y, con ellos, la libertad y la seguridad de los individuos, entre los habitantes del campo, que antes habían vivido casi en un estado de guerra continuo con sus vecinos, y de dependencia servil respecto a sus superiores. (...) Hasta ahora, el Sr. Hume parece ser, por lo que sé, el único escritor que se ha dado cuenta de ello" (WN III.iv.4).

[8] Forbes, D., "Sceptical Whiggism, Commerce, and Liberty", en A. S. Skinner y T. Wilson (eds.), Essays on Adam Smith, Oxford: Clarendon Press, 1976, p. 184.

[9] Cfr. WN V.i.b.2 y LJ(B) 210. Lo que es más: el gobierno de las leyes permite la expansión y ocupamiento homogéneo del país: en las sociedades comerciales, puesto que la ley protege a todos los que están bajo ellas, las familias pueden dispersarse, sin tener que vivir juntos por mor de la protección (TMS VI.ii.1.13).

[10] Cfr. The Spirit of the Laws, Hafner Edition, pp. 316-9. Este modo de pensar estaba ya en las primeras obras de Smith. Por ejemplo, en su "History of Astronomy": "La humanidad, en las primeras eras de la sociedad, antes del establecimiento de la ley, el orden y la seguridad, tiene poca curiosidad por descubrir las cadenas ocultas de acontecimientos que unen los fenómenos, aparentemente ocultos, de la naturaleza" (III.1). Sin paz no hay ciencia, libertad, refinamiento, etc., "pero, cuando la ley ha establecido el orden y la seguridad, y la subsistencia deja de ser precaria, la curiosidad de la humanidad se incrementa, y sus miedos disminuyen" (III.3).

[11] LJ(B) p. 155.

[12] Cfr. Stewart, op. cit., IV.4.

[13] Cfr. J. Starobinski, "Le mot civilisation", Temps de la réflexion 4 (1983), pp. 13-51. (Citado por Pagden). Burke llegó a declarar: "los modales tienen mayor importancia que las leyes... asisten a la moral, la proporcionan o la destruyen completamente" Edmund Burke, Letters on a Regicide Peace, 1796 (The Works of the Right Honorable Edmund Burke, Londres: 1826, vol. VIII, p. 172). Una lista de libros y artículos en los que cotejar estas afirmacio­nes puede encontrarse en la nota número uno de la página 73 del libro Adam Smith's Politics, de Donald Winch.

[14] Enquiry 181. Otro pasaje de Hume sobre el mismo tema es el siguiente: "cuanto más avanzan es­tas artes refinadas, más sociales se hacen los hombres; y no es posi­ble que, enriquecidos con el saber y un acervo de conversa­ción, se contenten con permanecer en soledad, o vivir con sus co­nciudadanos en la manera distante que es peculiar a las naciones bárbaras e ignoran­tes. Se reúnen en ciudades; aman recibir y comu­nicar conocimiento, mostrar su ingenio y buena educación, su gusto en la conversación o el vivir, en el vestido y el mobiliario. La curiosidad impele a los sa­bios; la vanidad, a los necios; y el pla­cer a ambos. Se fundan clubes y asociaciones particulares por do­quier, personas de ambos sexos se co­nocen de una manera sociable y fluida, y el temperamento de cada uno, así como su comportamiento, se refinan uno de la mano del otro. De modo que, aparte de las me­joras que reciben del saber y de las artes liberales, no puede sino sentirse que del hábito mismo de conversar juntos y de pro­curarse unos a otros placer y entretenimiento proviene un incre­mento en la humanidad" (citado por Macfie en The individual in Society: Papers on Adam Smith, Londres: Allen & Unwin, 1967, p. 27).

Que el comercio civiliza era una tesis ya defendida en el siglo anterior en algunos ámbitos franceses. Uno de los primeros ejemplos es el edicto francés de 1669 sobre el comercio marítimo: "Mientras que el comercio es la fértil fuente que trae la abundancia a los estados y la esparce entre sus súbditos... ; y mientras que ningún modo de adquirir riqueza es más inocente y más legítimo... ". O en el libro de Jacques Savary Le parfait négociant, libro de texto de los hombres de negocios durante buena parte del XVII: [la divina Providencia] no ha deseado que todo lo necesario para la vida se encuentre en el mismo lugar. Dispersó sus dones de manera que los hombres hubieran de mercar y que la necesidad mutua que tienen de sostenerse estableciera lazos de amistad entre ellos. Este continuo intercambio de lo que hace confortable la vida constituye el comercio, y este comercio constituye toda la dulzura de la vida". Ambas citas están tomadas de Hirschmann, op. cit., pp. 59 y 60.

[15] Comenzaron a aparecer las enciclopedias de artes y ciencias, y los periódicos incluían columnas de proyectos utilísimos. Fue este el escenario en el que apareció el hombre de negocios en el papel de benefactor público —en la literatura, los comerciantes y mercaderes de Defoe y personajes de periódicos y obras como Sir Andrew Freeport (The Spectator), Mr. Mr. Charwell (The Guardian), Mr. Sealand (Conscious Lovers, de Steele) y Thorowgood (London Merchant, de Lillo). El mercader rudo y avaro no iba a ser timado por el golfo impúdico (situación típica en las comedias de la Restauración): se convierte en una figura de honor, mostrando la "industria infatigable, razón sólida y gran experiencia" de un Sir Andrew Freeport, que defiende el comercio como un propósito liberal. Esta condición no resulta ahora incompatible con la de gentleman, como defiende Defoe en The Complete English Tradesman, pues la riqueza del comercio mantiene los lugares privilegiados y la distinción". Así, "el gran asunto de los negocios", en frase de Defoe, no era sólo, como siempre había sido, la principal ocupación de la vida: advino de manera acusada al primer plano de la atención consciente, en gran medida porque las antiguas convenciones de la economía limitada fueron desplazadas progresivamente por nuevas oportunidades que el desarrollo técnico y la expansión del comercio permitieron. "No suficiencia para las necesidades de la vida cotidiana —se había dicho—, sino expansión ilimitada llegó a ser el propósito de los esfuerzos del cristiano" (R. H. Tawney, Religion and the Rise of Capitalism, 1933, p. 248).

[16] Véanse los capítulos tres, cuatro y cinco de su obra ya citada, Shaftesbury and the Culture of Politeness, cuya exégesis va a seguirse.

[17] "To philosophize, in a just signification, is to carry good-breeding a step higher". Cfr. A. A. C. Shaftesbury, Miscellaneous reflections, III, i (cit. por L. E. Klein, op. cit., p. 34).

[18] Así, en el Soliloquio, escribe: "La filosofía se dirige a enseñarnos a nosotros mismos, a salvaguardarnos como las mismas personas y a regular tanto las inclinaciones, pasiones y humores que nos gobiernan, que lleguemos a ser comprensibles para nosotros mismos y reconocibles por características diferentes del la mero aspecto" (Cfr.Soliloquio, III, i). Y en las Miscellaneous reflections: "la filosofía es el adiestramiento en la vida y en las manners" (III, i).

[19] Klein, L. E., Op. cit,. p. 92.

[20] Un reflejo de este cambio provocado por el advenimiento de una sociedad comercial en la conciencia social es la revista The Spectator, publicada por Addison desde 1711 a 1716, que procura proveer a sus lectores de consejos con los que orientarse y llevar una vida virtuosa y feliz en un ambiente extraño. Al igual que otras gacetas, presentaba el ideal de hombres libres de necesidad, provenientes de todas las clases sociales, que se cultivaban en cafés, clubes y salones por medio de la conversación galante. Era el reino de las "manners". Para una exposición de la participación de Smith en algunos clubes británicos, véase el artículo de John F. Bell, "Adam Smith, Clubman", Scottish Journal of Political Economy 7 (1960), pp. 108-16.

[21] Cfr. TMS V.2.10.

[22] Ibid. V.2.11. Cfr. también el siguiente texto: "... reprimir las pasiones egoístas y dejar fluir los afectos benevolentes constituye la perfección de la naturaleza humana" (ibid., I.i.5.5).

[23] Smith desarrolla tres clases de argumentos contra la existencia del estado de naturaleza:

a) uno teorético, concerniente a la naturaleza de la razón: esta es pasiva, y no nos puede proporcionar los vínculos sociales, tarea que corresponde a los sentimientos.

b) El segundo es una reductio ad absurdum, y trata de la manera en que explicaciones contradictorias del estado de naturaleza tranquilizan la imaginación. Smith desarrolla esto en su Letter to the Edinburgh Review, de 1755. Allí se refiere al reciente Discurso sobre el origen y fundamento de la desigualdad, de Rousseau ("Letter to the Edinburgh Review", en Essays on Philosophical Subjects, editado por I. S. Ross, Oxford: Clarendon Press, 1980, p. 250), y lo pone al lado de Mandeville, a fin de evaluar sus posiciones.

Comienza su examen notando que ambos hacen lugar a un estado primitivo de la naturaleza, con la diferencia de que, mientras que Mandeville lo representa como una "bellum omnium contra omnes", Rousseau lo ve como el estado más feliz y conveniente. Ambos, sin embargo, dan por sentado que el hombre es un ser individualista que se une a los demás impulsado por las circunstancias externas, es decir, ambos autores "suponen el mismo lento progreso y desarrollo gradual de todos los talentos, hábitos y artes que proporcionan al hombre la capacidad de vivir en comunidad" (p. 251), de tal forma que el surgimiento de la sociedad es un acontecimiento histórico, fechable (Smith no considera la posibilidad de que constituya una hipótesis).

De acuerdo con Smith, esto es un mero desideratum, una patraña imaginaria, crítica que se prueba por el hecho de que descripciones contrarias del estado de naturaleza sean igualmente placenteras para la imaginación: las vidas de los individuos que sufren o gozan tal estado pueden verse como indolentes o llenas de aventuras. Cualquier imagen de esa vida primigenia gusta en la misma medida. A los ojos de Smith, Rousseau es una especie de prestidigitador de la palabra. Refiriéndose a su estilo, escribe que es elaborado y elegante, pero lo suficientemente nervioso, patético o sublime, según los casos. Y aun llega a afirmar que toda su obra "consiste casi enteramente de retórica y descripción" (loc. cit.).

c) En tercer lugar encontramos un haz de argumentos empíricos, presentes en sus Lectures on Jurisprudence, y son bastante llanos: hablando sobre el contrato original, Smith mantiene que sólo unos pocos han oído hablar de él y que "no obstante, tienen la misma noción de la obediencia debida al poder soberano, que no puede proceder de ninguna noción de contrato. De modo similar, si los primeros miembros de la sociedad hubieran suscrito tal vínculo con ciertas personas, a quienes hubieran confiado el poder soberano, su obediencia hubiera descansado en tal contrato, pero esto no puede repetirse con sus descendientes, que no han firmado nada. (...) Uno no está vinculado a los servicios personales que prometieron sus antepasados (...)." (LJ (A), V. 115-6. Cfr. Hume, "Of the Original Contract", Essays, I. 447). No hay lugar ni para el supuesto consentimiento tácito que constituiría el permanecer en el mismo país, puesto que nadie ha escogido nunca dónde quiere nacer, y la mayor parte de la gente no es capaz de dejar su país sin los inconvenientes más perturbadores. Un argumento adicional es que dejar el país no implica la pérdida del deber de someterse al gobernante. Los mismos argumentos pueden encontrarse en LJ(B) 15-8.

[24] TMS II.i.3.

[25] TMS II.1.4.

[26] TMS VII.ii.3.15-6.

[27] Cfr. The Machiavellian Moment, p. 102. Analista tan fino y erudito en todos los aspectos, Pocock, sin embargo, parece reducir el alcance de la doctrina de Smith, pues prima unilateralmente los modos de producción como virtudes configuradoras de lo social, olvidando la importancia de otros órdenes. Baste el siguiente pasaje de las Lectures on Rhetoric and Belles Lettres: "esta separación de la provincia de la distribución de la justicia entre los hombres, de la de conducir los asuntos públicos y la de guiar el ejército es la gran ventaja que los tiempos modernos tienen sobre los antiguos, y el fundamento de la mayor seguridad que ahora disfrutamos, tanto respecto a la libertad como a la propiedad y la vida. Fue introducida sólo por azar, y para aliviar al magistrado supremo de las partes más trabajosas y menos gloriosas de su poder, y no ha tenido nunca lugar hasta que el incremento del refinamiento y el crecimiento de la sociedad se multiplicaron inmensamente" (LRBL ii.203). Aparte de esto, toda la Lección XXIX está dedicada a mostrar la superior justicia de Roma respecto a Grecia, circunstancia que alimentó la pervivencia del poder latino durante siglos.

Los modales de la pasión: Adam Smith y la sociedad comercial IV, 1

Capítulo Cuatro: Tierra, Crédito y Libertad

Hegel adivinó, lúcidamente, que cuando un espíritu no llega a reconocerse en lo que habría de ser su expresión práctica, deriva este proceso a la reflexión, a lo abstracto, separado de la vida inmediata. Este movimiento es predicable tanto del hombre como de la sociedad: las plasmaciones primeras de la actividad humana constituyen el modo en que el espíritu se pone, hasta cierto punto, enfrente de sí mismo, es decir, como objeto, y llega a conocerse. Ahora bien, si esto deja de producirse, la subjetividad se curva sobre sí misma, el obrar da paso a la reflexión y decimos que sobreviene una crisis: la identidad forjada en las prácticas deviene problemática y se buscan modelos teóricos en torno a los cuales articular la propia existencia. Esta es la razón de que las crisis de los sistemas culturales susciten el pensar, dando pie, en muchas ocasiones, a debates vivísimos sobre la idea que de sí tiene la comunidad. Adam Smith contribuyó en gran medida a inventar la representación mediante la que, más tarde, intentaron comprenderse los miembros de una sociedad que comenzaba a tener el comercio en su centro.

En Gran Bretaña, durante los dos segundos tercios del siglo XVII y la primera mitad del XVIII, lucharon dos facciones que representaban posiciones encontradas respecto a las transformaciones políticas y económicas que se estaban sucediendo con rapidez, y por referencia a las que se estaba despachando, en último término, una disputa en torno a la fundamentación de la personalidad: los Tories, representantes del Country Party, consideraban que la independización de los bienes muebles respecto de los in­muebles y el nacimiento del crédito significaban la instauración del reino de la fantasía, la reedición moderna, en términos económicos, de la tijé, enemiga de la virtud y la permanencia de la república; y requerían la demora en una economía en que los puntos de referencia no fueran tan volubles. Los Whigs, pertenecientes al Court Party, veían en la exención de la economía respecto de las limitaciones materiales una condición indispensable para el avance de la sociedad[1]: el alivio de funciones susceptibles de ser encomendadas a grupos especializados era un incremento en la libertad del agente. Los unos acudían a la tradición republicana que comienza en Platón y Aristóteles, introducida en la modernidad por Maquiavelo con el nombre de "Humanismo Cívico", y defendían la unidad de la personalidad, luchando por evitar la institucionalización del hombre banáusico aristotélico, que se desarrolla sólo parcialmente; para los otros, el modelo era la imagen misma del hombre moderno, miembro del Imperio, que disfruta de la libertad que le proporciona el respeto a sus derechos. Ante sus ojos, la división del trabajo y de esferas vitales es producción, riqueza, poder y, por tanto, libertad. Los republicanos referían la constitución de la identidad al pasado, a lo que ha permanecido; los liberales, al futuro, a la acción, a lo que puede conquistarse.

A su modo, se trataba de una versión británica de la Querelle entre antiguos y modernos, de la colisión entre dos concepciones encontradas de la relación entre naturaleza y cultura: quizás los republicanos defendieran una teoría política que, arrancando de Platón y Aristóteles, se había desgajado, al menos en los autores británicos del XVIII —en un movimiento típicamente moderno, por paradójico que se antoje—, de la antropología, identificando, por una parte, "naturaleza" con "permanencia" y, por otra, "cultura" con "variación" y, en último término, con "decadencia". Estas correlaciones nacen en un contexto de análisis político, no metafísico o antropológico: uno de los fines de la virtud es contrarrestar la fortuna, desintegradora del orden, para fomentar así la pervivencia de la república. El cambio es tolerado en cuanto que no altera el libre juego de las instituciones políticas, en la misma medida que no hace siervo al libre ofreciéndole fines particulares. Lo natural es la república, firmemente asentada en la posesión de una tierra destinada a un heredero, no a un comprador, y lo particular, lo temporal es lo que disgrega la búsqueda de lo universal, de lo común y público[2]. En este sentido, lo natural entendido como "origen" coincidiría con el criterio que empleamos al alabar algo como natural y, por tanto, como ajustado a su modo de ser. Los modernos, por su parte, opinan que lo natural como origen no puede identificarse con lo natural como criterio valorativo: la cultura —que es diversidad, riqueza, posibilidades distintas— debe mediar necesariamente en el surgimiento de lo que se prestigia con la etiqueta "natural". Lo que hay en el inicio es pobreza, carencia y desvalimiento, estado que se abandona por medio de la invención cultural, por la que la humanidad se emancipa de la necesidad y puede habitar el mundo.

Durante estos últimos años, a partir de la publicación de The Machiavellian Moment en 1975[3], se ha intentado encuadrar el pensamiento político inglés y escocés, especialmente el de Smith, por referencia a dos modos de pensar distintos, y que tienen que ver con las facciones políticas mencionadas arriba: la tradición del humanismo cívico, articulada en torno al concepto de virtud, por una parte, y, por otra, la que entronca a los pensadores escoceses[4] con autores de derecho natural —sobre todo, continentales—, como Santo Tomás, Ockham, Suárez, etc., que pivota sobre el concepto de derecho. Es necesario distinguir, por tanto, el punto de vista de los actores de los siglos XVII y XVIII del de los estudiosos de la teoría política, pues, de otro modo, se pueden confundir planos distintos. Así, mientras que los republicanos, los "antiguos" (Tories), podían recurrir al ideal de la Florencia de Maquiavelo, los liberales, los "modernos" (Whigs), sólo se tenían a sí mismos como instancia de apelación. En este sentido, las posiciones de unos y otros son asimétricas: los Tories podían invocar un modelo filosófico con solera, el republicano, pero los Whigs no podían hacer lo mismo con el jurisprudencialista. Esto no suele quedar claro en las discusiones usuales sobre el tema, y puede conducir a querer fundamentar lo que no existe; por ejemplo, buscando declaraciones de los actores con referencia expresa a los autores jurisprudencialistas[5].

Por lo que se refiere a esta asimetría entre los pares de términos que forman los polos de la discusión, baste con lo dicho para ir sobre aviso. En la exposición ocupará el primer lugar el debate académico sobre el humanismo cívico y la tradición jurisprudencialista, para acabar examinando la disputa entre Tories y Whigs y su relevancia para la comprensión de Smith.

1. Dos Tradiciones de Pensamiento político

a) República y Humanismo

El animal político de Aristóteles está constituido de tal forma que sólo alcanza la excelencia en el vivir civil, que consiste en la prosecución del bien público, tarea en la que gobierna y es gobernado, y para la que resulta imprescindible la virtud. En Grecia, el ciudadano libre debía estar exonerado de las labores cíclicas: en primer lugar, de las necesidades cotidianas, cubiertas en la casa, donde se llevaban a cabo las labores indispensables debidas a la condición corporal del hombre. En segundo lugar, en la aldea, donde podían atenderse las no cotidianas. La ciudad, en cambio, existe para "vivir bien": la despreocupación de lo cíclico, el ocio, es condición indispensable para que al ciudadano le queden libres las instancias desde las que practica la libertad: el cuerpo, fundamento de la acción, y la voz, portadora de la palabra[6], consideradas como el medio por el que el hombre avanza hacia sí mismo, es decir, se perfecciona como hombre en cuanto tal, por oposición a los trabajos manuales, que perfeccionan a quien los realiza sólo de manera sectorial. Según apunta Marín, "como en la producción lo sustancial para juzgar la cualidad de la acción es la perfección de lo producido, quien realiza la acción es juzgado bueno o malo en cuanto que productor, es decir, según criterio parcial y pericial"[7]. En efecto, el que dedica su vida a la poíesis, a la producción práctica, queda excluido de la consecución del bien universal, del bien del hombre en cuanto que hombre, sólo alcanzable mediante las praxéis, las operaciones que tienen un fin poseído en presente, es decir, cuyo fin es interno al mismo ejercicio de la operación y, por tanto, no son sirvientes de ningún fin ulterior.

El hombre libre, por tanto, es el que es medido por criterios práxicos, esto es, públicos y plenamente humanos: ser libre es vivir para sí, aumentar la posesión de uno mismo, estar libre de la servidumbre, que alcanza precisamente mediante el ejercicio de lo que los filósofos griegos llamaron "virtud", y que tiene un alcance no sólo moral, sino también político: una virtud es una capacidad operativa mediante la cual el ciudadano puede establecer relaciones políticas, esto es, de igualdad, con el resto de los libres. El hombre vicioso no puede sino colocar fines particulares por encima del fin principal, público[8]. Y, teniendo en cuenta que la asociación era, en sí misma, un bien, la vida más alta era la del que se unía a los demás, puesto que los bienes que son de valor sólo se pueden alcanzar en comunidad. El bien privado se subordina al público. Se distribuían, por tanto, las responsabilidades en la toma de decisiones de tal manera que cada ciudadano tuviera la capacidad de dirigir la actividad propia y la ajena hacia un bien general, superior al privado, al tiempo que él mismo era conducido por la autoridad de los demás. La cuestión es que, en la medida en que el bien máximo es perseguido en común, la pérdida de virtud de un ciudadano no es meramente privada, sino comunitaria; de aquí la importancia de la independencia de los iguales para el mantenimiento de la república: cuando se defendía la independencia del ciudadano, se estaba proscribiendo la posible situación en la que un miembro libre de la república se colocase entre el bien general y otro ciudadano libre. Así, no hay término medio entre independencia y corrupción y, lo que es más, cuanto mayor es la diversidad de fines particulares que pueden perseguirse en una sociedad, mayor es el peligro de corrupción. La libertad de una comunidad política bien gobernada está normada interiormente, es conformidad a la ley: libertad, eleutheria, en efecto, significa "poder vivir de acuerdo con la costumbre", con la ley, pues esta es la que dota de realidad a la comunidad política. Los bárbaros son los no sometidos a medida humana, a logos, a forma; y, hasta ese mismo punto, no son plenamente hombres, por no susceptibles de actuación política[9].

Ahora bien, esa conformidad a la ley no puede entenderse, en sentido jurisprudencial moderno, como la que presta al individuo un marco inalienable de acción. Este es el sentido de ley del imperio, más que de la república. Y la ley justa presta libertad a la ciudad, que no llega a ser la del ciudadano griego, que gobierna y es gobernado. En el imperio, sin embargo, el ciudadano es protegido por los derechos garantizados por la ley y por la vigilancia del imperium, que la hace vigente. Un ejemplo claro de la distancia entre la libertad jurídica y la republicana es la opinión de Guicciardini de que el pueblo disfruta la libertad de la opresión de los grandes aun si no tiene participación en el gobierno del estado. El concepto fundamental, por tanto, es el de ius[10]. La ley de la república, sin embargo, tiene como misión la salvaguarda de la libertad política: la noción de gobernar y ser gobernado comprende algo que no puede hacerse inmediatamente equivalente a la justicia del jurista que, como Smith, considera sólo su dimensión conmutativa. En concreto, las funciones gubernativas, de las que participan los ciudadanos libres, no pueden distribuirse de acuerdo con derechos subjetivos, porque eso sería establecer la esencia misma de la corrupción: el privilegio de lo particular sobre lo universal. La finalidad de la acción política es, aparte del vivir bien, la pervivencia de la república: "Las leyes de la república (...) eran, por tanto, mucho menos regulae juris o modos de resolver conflictos que ordini u 'órdenes'; eran la estructura formal en que se desarrollaba la naturaleza política hacia su fin inherente"[11]. El fin de la ley no es, por tanto, la salvaguarda de los derechos subjetivos, sino la ordenación de los libres en la prosecución del bien público, circunstancia que podría obligar a hacer acepción de personas.

En la misma medida que la realización del hombre se dirige a la consecución de un fin universal, político, toda proliferación de fines particulares, menores, es, cuando menos, inquietante: la economía tiene como objeto la satisfacción de las necesidades cotidianas y no cotidianas, pero no hace referencia a la vida lograda. Es más: todo lo que supere la provisión de las necesidades y el ornato es antinatural, vicioso y, en cuanto que fundamentado sobre el deseo de vivir según placer, infinito, carente de perfección posible. Este arte, la crematística, que comprende comercio, usura y oficios asalariados, degrada al hombre libre, que se hace banáusico, o sea, que desarrolla su personalidad como un esclavo, parcialmente. Riqueza y república son extrañas la una para la otra.

Maquiavelo[12], veinte siglos más tarde, retrató la comunidad ideal en tonos militares y expansivos, y frente al ideal que refulgía en Venecia, la serennisima reppublica, erigió el de Roma, sujeta a relaciones nocivas con el resto de las repúblicas, y en la que los ciudadanos ejercían la vita activa cuya última finalidad era ejercer su virtud en la acción, con la república como marco. Maquiavelo consideraba que el modelo aristotélico de un gobierno en que los muchos evaluaban, por su superior experiencia, las leyes promulgadas por los pocos, resultaba insuficiente: era necesario poseer armas y ejercer la virtud. El mero ejercicio de las armas bajo el gobierno de los muchos conduciría, como fue el caso durante el período feudal, a la corrupción alumbrada por la desigualdad consistente en las relaciones de dependencia entre ciudadanos libres, que sólo deberían estar sometidos al estado[13].

Ya en 1656, Harrington, principal representante, junto a Milton y Sidney, del republicanismo inglés, y admirador ferviente de Maquiavelo, publica Oceana para defender que la forma de gobierno se debe basar en la posesión de tierra: esta habrá de estar repartida, porque, de otro modo, los muchos dependerán de los pocos. De esta forma, se fundamenta el maquiaveliano porte de las armas en la propiedad: "[Oceana] como una política de la espada, afirma que las armas proporcionarán el fundamento no sólo de la autoridad, inesquivable en la historia, sino de la libertad cívica y de la personalidad en una república. Cuando —como en otros tiempos sucediera en Israel y Roma, y entonces en Inglaterra— hay un pueblo armado, no sólo hay una ciudadanía capaz de organizarse como república, sino una ciudadanía capaz de participación individual en su gobierno"[14]. The Commonwealth of Oceana es, pues, a un tiempo, una historia civil de la espada y una historia civil de la propiedad: intenta explicar, antes que nada, cómo una Inglaterra ligeramente ficticia, tenuemente tintada de colores comerciales, se ha convertido en una comunidad de propietarios libres [freeholders] —una democracia en el sentido de que consiste en los muchos, y no tanto en los pocos— y, en segundo lugar, procura hacer comprensible cómo se puede organizar esa comunidad para su gobierno como república. Lleva a término su primer propósito al establecer la premisa de que ha tenido lugar una trans­formación en el modo social en que los hombres portaban armas, basada en la transformación en el modo social en que ejercían la propiedad: se ha caminado desde un orden de señores feudales y vasallos a un orden en el que el propietario libre ya no está sujeto a la obligación de prestar servicio militar a un superior social. En otras palabras: a la hipótesis maquiaveliana de que las armas son el fundamento de la ciudadanía, Harrington añade la afirmación de que la tierra es el fundamento de las armas.

Así, el arrendatario militar o el propietario guerrero eran las únicas vías de integrar armas y sociedad[15], por lo que no había necesidad alguna de preocuparse por las condiciones económicas o sociales, hasta bien afectaran la independencia de los soldados. Harrington no consideraba que los bienes muebles pudieran ser fundamento de la personalidad cívica, debido a su movilidad[16], y mantiene que el ejército se fundamenta en la propiedad incorruptible del suelo[17]. Por eso le resulta difícil discutir los casos de Holanda y Génova, cuyas economías están basadas en el comercio, y no en la tierra[18]. En el gobierno ideal, en su Oceana, el legislador había de asegurarse de que la mayor parte posible de ciudadanos fueran independientes unos de los otros y de este modo pudieran compartir la autoridad, gobernando y siendo gobernados, según el canon aristotélico. En cierto sentido, Harrington intenta completar a Maquiavelo, haciendo que la fortuna sea más material, más predecible, cosa que intenta con su teoría de la propiedad.

Este gobierno de la fortuna se basa en la comprensión del poder terreno, pero para entender el equilibrio de la autoridad debemos considerar la imagen de Dios en el hombre: "puesto que los hombres son imágenes imperfectas de Dios, sus almas están asediadas por la razón y la pasión; el gobierno del yo, que Harrington parece hacer equivalente al alma, consiste en el mantenimiento de la regla de la razón, y la forma activa de la regla de la razón es la virtud"[19]. El gobierno es, por consiguiente, el alma de un cuerpo político y consiste en las leyes que mantienen el imperio de la razón. La forma política de la virtud resulta ser la autoridad.

Por eso puede decir Pocock que "el papel de Harrington aparece ahora como el de transmisor crucial de la idea de virtud de tal forma que acompaña invariablemente y controla la idea de propiedad. La virtud en este sentido tiene las siguientes connotaciones: a fin de ser humano, el individuo debe participar plenamente en la universalidad de la res publica; para hacer esto debe constituir un ser completamente autónomo; la virtud, por tanto, descansa sobre prerrequisitos materiales y morales (...). El mismo debe poseer sus medios de subsistencia, que también deben ser sus medios de participación. Cuando estos medios se definen como propiedad, resulta claro que la posesión libre de la tierra, combinada con la posesión de armas, compone la forma ideal de propie­dad. La tierra garantiza la autonomía del sujeto y las armas los medios de su participación"[20]. El ideal, por tanto, es el de la personalidad integrada, no astillada, del ciudadano, propietario o arrendatario libre, que ejerce la virtud cívica por referencia al bien común.

b) Propiedad y Jurisprudencia

El derecho, además de máximamente civilizador, es un mapa del modo de estar el hombre en el mundo. Si bien no dibuja todas las relaciones entre yo y mundo —pues la praxis, el instalarse en el mundo, es necesariamente anterior a la promulgación de la norma—, el derecho, en cuanto recoge distintas relaciones entre hombres y mundo, explicita los modos en que lo externo, personas o cosas, es acogido en la voluntad. No es de extrañar entonces que un buen cuerpo legal sea costumbre y sabiduría condensadas. Si puede decirse con verdad que la cultura es un nombrar la naturaleza, un cuerpo legal es un nombrar a los hombres en cuanto que relacionados unos con otros y con las cosas. Esta es la razón de que, del mismo modo que Pocock afirma que la juris­prudencia fue la sociología del siglo XVIII, pueda mantenerse que, durante siglos, el derecho natural constituyó buena parte de la teoría política. Tal tesis resulta especialmente verdadera a partir de lo que se ha venido en llamar la "Escuela moderna de derecho natural", que supone una quiebra respecto a los escolásticos medievales, por cuanto la doctrina iusnaturalista se asemeja más ahora a una moral para la vida en común que a un verdadero sistema de jurisprudencia natural.

Aunque no falten quienes reclaman tal condición para autores previos[21], tradicionalmente se considera que Hugo Grocio (1583-1654) es el fundador de esa Escuela, cuyos miembros se caracterizan, entre otras cosas, por sus intereses prácticos, por no inscribirse en la comunidad de los teóricos que entienden el objeto del derecho natural como "lo que es justo", sino "lo que no es injusto", como afirma el propio Grocio en su Tratado de la Guerra y la Paz[22]. El fin general de tales autores es descubrir los principios empíricos del vivir humano en sociedad[23], fundados en el amor a sí mismo y a los demás (appetitus societatis). En vena estoica, Grocio deriva de este amor que las máximas fundamentales son tres: "que es necesario abstenerse estrictamente del bien del otro, y restituirlo o entregar el provecho que de ello se ha sacado; que se está obligado a mantener la palabra dada; que se debe reparar el daño causado por la propia falta"[24]. Toda violación de estas normas merece ser penada incluso por parte de los hombres. Lo que se busca es una enumeración de los principios que rigen el vivir común de los hombres, normas de evidencia total, que no sean susceptibles de cambio ni de explicitación ulterior[25].

El principio, por tanto, del que se parte es una noción vaga y confusa de naturaleza humana, que supuestamente contiene la vis unitiva de los hombres: el derecho natural "emana de los principios internos del hombre"[26], lo que tuvo la virtualidad de dar pie a una escuela de derecho que buscaba esas normas que fluyen directamente de la naturaleza humana, y que servirían de base para un consenso general, independiente de las religiones particulares, que poco antes habían sido motivo de guerra.

Si bien, escribe Grocio, aun cuando, contra su propia creencia, no hubiese Dios, habría, a pesar de todo, leyes naturales acerca de lo bueno y lo malo, la deducción iusnaturalista parte, como él mismo afirma, desde el principio supremo, ya que Dios existe[27]: Lo que Dios ha mostrado que es su voluntad, eso es la ley. Este axioma apunta directamente a la causa de la ley, y se la pone co­rrectamente como primer principio, como primera regla, de modo que el designio de Dios llega a ser norma para el hombre. Así, puesto que Dios concibió la creación y quiso su existencia, cada parte individual de esta ha recibido de El ciertas propiedades naturales por medio de las cuales preservar su existencia y ser guiada a su propio bien, en conformidad, se podría decir, con la ley fundamental inherente en su origen. A partir de este hecho, los poetas y filósofos antiguos han deducido que el amor, cuya primera fuerza y acción están dirigidas al propio interés, es el primer principio de todo el orden natural. Y esto puede contemplarse no sólo en los hombres, sino también en los animales: Horacio no debe ser censurado por haber dicho que la eficacia podría quizás llamarse la madre de la justicia y la equidad, pues todo en la naturaleza, como insiste Cicerón repetidamente, mira tiernamente a sí mismo y busca su propia felicidad y seguridad. Autoridades como Sócrates, Diógenes, Plutarco y otros insistirían en lo mismo: la preocupación por sí mismo es obra del amor reflexivo al que nos vemos impelidos por la naturaleza. De hecho, todo deber consiste, según los filósofos, en aquellas cosas que hacen relación al yo.

Los bienes y males capaces de afectar al yo pueden dividirse en dos grupos: los que se refieren al cuerpo mismo, por una parte, y los que hacen referencia a cosas que existen fuera de nosotros pero, no obstante, son beneficiosas o dañinas, como los honores, riquezas, infamias, etc., por otra. De aquí se derivan dos leyes de la naturaleza: que se permitirá defender la propia vida y evitar lo que amenaza o es dañino; en segundo lugar, que se le permitirá a cada uno adquirir y retener aquellas cosas que sean útiles para la vida.

Pero Dios juzgó insuficiente provisión para la preservación de sus obras que se encomendara a cada uno la custodia de su propiedad personal (cura de sí y de las propias posesiones), y dotó también a las criaturas de una preocupación por el bienestar de sus semejantes, de modo que la vida fuera armoniosa. Así, el amor tiene dos facetas: en cuanto que se refiere a uno mismo, recibe el nombre de "deseo", pero, referido a los demás, se denomina "amistosidad". Este principio puede encontrarse en todo lo creado, pero señeramente en el hombre, que, a imagen del Creador, posee razón. Esta, aun ensombrecida por el vicio y la caída original, deja traslucir su poder en el mutuo acuerdo de las naciones: mientras que el mal y la falsedad son, por así decirlo, de una extensión indefinida, sólo cabe llegar a la concordia en relación a lo que es bueno y verdadero. Así se deriva la segunda regla, a saber, que lo que es común acuerdo de las naciones, lo que es la voluntad de todos, eso es ley[28]. Y de la conjunción de las dos primeras reglas surgen dos leyes: a) que nadie inflija daño a su semejante; y b) que nadie se apodere de aquello que ha entrado en posesión de otro. De esta última ley (la cuarta), se derivan las diferencias de propiedad y el concepto de "mío-tuyo".

Era este concepto el que los antiguos tenían presente cuando llamaban a Ceres "Dadora de leyes" y hablaban de sus ritos sagrados como el "festival de la dadora de leyes", dando a conocer que el establecimiento de estas nació de la división de las tierras. Aquí reposa el origen de la sociedad humana, el impulso a unirse que experimentamos los hombres, y que es la fuente de las tà Ksumbólaia, es decir, de los actos y sentimientos recíprocos y de la mezcla de los bienes y males propios con los de los demás.

Consecuentemente, para preservar la distinción "mío-tuyo" tenemos necesidad de la justicia, pero Grocio se fijará solamente en la commutativa, dejando de lado la distributiva[29]. En efecto: pueden darse dos clases de equivalencia, basadas, respectivamente, en el número o la proporción. Así, veinte excede a quince y diez a cinco por una medida numérica igual, a saber, por cinco; mientras que veinte excede a diez y diez a cinco en una medida proporcional igual: por el doble. El número sólo ordena las partes en sus relaciones de unas con otras; la proporción relaciona las partes al todo. Así, las personas que están al cargo de un todo deben ejercer la justicia proporcional, asignativa, distributiva. En conformidad con esto, el cabeza de una casa asigna a cada uno de los miembros de esta una medida adecuada a su edad y condición, que es el modo cómo Dios ordena el Universo, que constituye un cierto todo. Por otra parte, la segunda clase de justicia, compensatoria, mide las cosas y los actos sin hacer acepción de personas, y se dirige a la recompensa de las buenas acciones y a la enmienda de las malas, pues sería injusto que alguien se enriqueciese por una mala acción o se empobreciese por una buena.

Ahora bien, puesto que el intercambio de bienes es voluntario, el crédito que sea debido vendrá dado por la voluntad del acreedor. Puesto que hay una clase de bien que es tal en sentido absoluto, y "hay otra clase que es buena desde el punto de vista del individuo particular. De hecho, por tomar prestada la admirable explicación de Aristóteles, (...) 'cualquier cosa que el entendimiento de una persona haya legislado para ella, en relación a una cosa en particular, eso es lo bueno para ella'. Ya que Dios ha creado al hombre auteksousion, 'libre y sui iuris', de modo que las acciones de cada individuo y el uso de sus posesiones no estén sujetas a voluntad alguna, sino a la propia. Lo que es más, esta concepción ha sido sancionada por el acuerdo común de todas las naciones. Pues... ¿qué es el bien conocido concepto de la 'libertad natural', sino el poder que el individuo tiene de actuar de acuerdo con su propia voluntad?" (las cursivas no están en el original)[30]. La exégesis del texto aristotélico no puede dejar de suscitar resquemor en cualquiera que esté mínimamente familiarizado con el modo en que fue interpretado por el grueso de la tradición: que lo que un hombre juzgue sea bueno para él significa solamente que el fin de su acción es concebido bajo la forma de bondad. Y no parece suficiente haber distinguido entre el bien absoluto y el relativo, el que le parece bien a cada uno: por el contexto, parece ser que el relativo se refiere a las preferencias del que cambia un bien por otro; en este sentido, una cosa puede convenir especialmente a una persona, por lo que adquiere una bondad mayor para ella. Pero lo que está proponiendo Grocio es una concepción de la libertad que, si bien arranca, como la de los republicanos, de Aristóteles, difiere de ella notablemente. Ha de advertirse que estos entienden la libertad, ya se dijo antes, como señorío de sí, ejercido por medio de las virtudes. Es una libertad positiva, destinada a la acción pública. Grocio y, con él, Smith, como se mostrará, entienden también que la libertad es señorío de sí, pero toman el aspecto diferencial: para ser señor hace falta asegurar la propiedad —en primera instancia, del cuerpo— y lo externo adyacente a esta. Puesto que la cura de sí, como se apuntó arriba, tiene su extensión natural, para Grocio, en la propiedad, ambas dimensiones habrán de ser consideradas como inalienables. Desde este punto de vista pueden comprenderse mejor las distintas relaciones de ley y libertad en la concepción republicana, por una parte, y la jurisprudencialista, por la otra. Para la primera, la libertad es sólo posible en cuanto que disposición para conformarse a la ley, entendida como ordenación del conjunto de los ciudadanos al bien universal. El fin es el obrar ético que tiene lugar en el ámbito público. Para los jurisprudencialistas, define el ámbito de la libertad, pero como límite, es decir, dibuja las fronteras cabe las cuales cada individuo puede disponer absolutamente de su propiedad para perseguir el bien que le plazca. Ser libre es es­tar salvaguardado de injerencias en la esfera propia[31].

Esta diferencia en el acento es de un peso difícil de exagerar: decir que el hombre es regla para sí mismo es ponerse en las antípodas —sea esto bueno, malo o indiferente— de la definición de libertad griega clásica —"vivir según la costumbre, según la ley"—. De nuevo, no se trata de solventar una polémica, sino de resaltar diferencias entre diversas mentalidades. En este sentido, puede entenderse que, quizás, Grocio esté haciendo una lectura luterana de Aristóteles, separando y contraponiendo libertad y ley, de forma que ser "libre y sui iuris" equivalga a emanciparse de cualquier regulación externa que proponga una interpretación distinta a la propia, tanto respecto de los juicios morales como de la lectura de la Biblia[32]. Esta interpretación puede apuntalarse a la vista de la frase siguiente al texto citado arriba: "Y la libertad con respecto a los actos es equivalente al poseer con respecto a la propiedad". Del mismo modo que el sujeto es dueño y juez completo de sus acciones, la propiedad está sujeta absolutamente a su poseedor, de forma que cada uno, como continúa el texto en cuestión, "sea juez y árbitro en los asuntos concernientes a su propiedad". De hecho, el bien de todos ha de prevalecer sobre el individual, pero solamente porque es su condición. Grocio se apoya aquí en Tito Livio: "mientras el estado permanezca sin daño, podrá también responder fácilmente de la propiedad privada..."[33].

Grocio transformó la teoría de los derechos proveniente del derecho romano y perfilada por Tomás de Aquino[34]: en vez de ser algo que una acción o un estado de cosas, o una categoría de estos, es cuando está de acuerdo con la ley, el ius es algo que una persona tiene, una capacidad moral. Esta transformación es piedra angular de la teoría liberal moderna. El derecho entendido como capacidad es el poder de mantener a los demás alejados del propio suum, que es, en primer término, la propia vida, libertad, cuerpo y todo lo que es necesario para la subsistencia; en segundo término, se extiende al dominium, o propiedad en las cosas, y las relaciones contractuales[35]. A partir de aquí desarrolla Grocio el segundo sentido de ius: aquello que no es injusto, lo que no lesiona al suum o el dominium de los demás. Haakonssen sugiere que de aquí se sigue la pregunta por cómo es posible la vida en común. La respuesta de Grocio es la socialitas, el respeto de los derechos del otro, de manera que se consigue un mínimo de vida social[36].

El legado grociano en Smith es evidente, como acaba de verse: la concepción del derecho natural como conjunto de leyes sobre el que se tiene que articular todo el conjunto de prescripciones positivas; la concepción de la justicia en su vertiente meramente conmutativa; la concepción del derecho a la propiedad como básico y absoluto[37]; la fundamentación del estado en esa propiedad; el ideal de la libertad natural, independiente de la política, etc. Estas características del pensamiento político de Smith heredadas de Grocio parecerían dotar de gran verosimilitud a la teoría que MacPherson expuso en su The Political Theory of Possessive Individualism[38]: el avance económico vertiginoso de la civilización británica, burguesa e im­perialista, tendría su origen en las frías filosofías mecanicistas e individualistas de los siglos XVI a XVIII[39]. Pero ha de andarse con muchas cautelas si se quiere evitar entusiasmos infundados.

Como ya se advirtió al comienzo de este capítulo, existe una asimetría patente —y relevante— entre los dos paradigmas que los estudiosos toman como coordenadas en las que localizar el pensamiento político de —particularicemos— Smith: mientras que los Tories tenían a su disposición el ideal republicano, los Whigs sólo podían poner en la balanza la barbarie y pobreza de los antiguos, por una parte, y la abundancia y refinamientos de su tiempo, por la otra. Con esto se quiere apuntar a que no resulta posible pensar, en ese debate, en un grupo de actores que argu­mentaran en términos jurídicos con el fin de instaurar una forma determinada de gobierno extraída de cierto sistema de derecho natural. Más bien, encontramos un autor, Adam Smith, cuya forma mentis es la de un moralista[40], y que tiene la preocupación de los juristas por la distribución de las cosas y de los derechos. Pero esto, por decirlo así, no es tema de su doctrina, sino la estructura que conforma a esta, mientras que el modo de pensar republicano era, a un tiempo, estructura y tema.

Por esta razón, debe tenerse cuidado al hacer declaraciones similares a las de MacPherson: no se puede establecer una conexión directa entre la filosofía "individualista" de autores que, como Locke, forman parte de la tradición del derecho natural, y la expansión económica, pues nos encontramos ante un problema parecido al del huevo y la gallina: ¿qué fue antes: la consolidación de la tradición jurisprudencial o la del imperio económico británico?[41] Si se tratase la instauración de un rasgo político republicano, sí podría datarse: "Se vio conveniente aplicar este o aquel principio, según aparecía en el pensamiento de este o aquel autor", al modo en que los Tories citaban a autores antiguos. Con otras palabras: se podría localizar en el tiempo una medida política de corte republicano y seguir su incidencia en tal o cual proceso. Que esto se diese con relación a los jurisprudencialistas era impo­sible, pues no había conciencia de una causa común en torno a la idea de derecho natural, sino en torno a la de la imagen del hombre moderno[42].

En efecto, la controversia entre Tories y Whigs tomó la forma de la Querelle francesa entre antiguos y modernos, articulándose en torno al ámbito y condiciones de la realización del hombre: para los republicanos, esta debía alojarse en lo político, público, lograrse por medio de la acción y la palabra y estar fundamentada en la libertad dotada por la posesión de bienes suficientes. Los que después han dado en llamarse "liberales" opinaban que el curso de la historia conducía indefectiblemente a la división de ámbitos, a la especialización y, por tanto, a la diversidad de bienes particulares según los cuales articular la existencia. Tal tesis resultaba inaceptable para una mentalidad republicana, aus­tera por definición: la cultura y el dinero son riqueza, diversidad y poder, lo que desvía al ciudadano de su fin último, de la prosecución pública del bien común. La corrupción consiste, desde la perspectiva republicana, en la enajenación de la política. Secundariamente, afirma Inciarte, la corrupción a espaldas del bien común. En este sentido, tan enajenante es la cultura como el dinero: "la cultura, necesaria para que el hombre se encuentre a sí mismo, amenaza, en su deslumbrante proliferación, conseguir todo lo contrario. De ahí el título del ensayo de Simmel: Concepto y Tragedia de la Cultura"[43].

Adam Smith fue interlocutor privilegiado en este debate y representa, quizás, el paradigma de la mentalidad que nace entonces en Gran Bretaña: la conciencia del teórico de la ciencia política, que se ensancha hasta abarcar los cambios que la economía ha de producir en el modo de estar los hombres en comunidad. Bajo su atención, nuevos acontecimientos, como el comercio a gran escala y la revolución financiera, alcanzaron una relevancia política que ninguna institución económica había tenido hasta entonces[44].

c) El Debate sobre la Modernización: Tories y Whigs, Tierra y Deuda Pública.

El Neomaquiavelismo agustiniano de los Tories puede describirse, según Pocock[45], en los siguiente términos: el inglés conservador había comenzado a imaginarse a sí mismo por referencia a la imagen del ciudadano virtuoso que le llegaba de Aristóteles a través de Maquiavelo y Harrington. Así, las realidades sociales del siglo XVII habían conformado el paradigma de "un propietario libre, fundado sobre la propiedad real o de tierra que era heredable más que comerciable, protegida por las antiguas sanciones de la Common Law, y que comportaba la pertenencia a las estructuras relacionadas de la milicia y del electorado parla­mentario, garantizando así la virtud cívica"[46]. Pero el advenimiento en el último cuarto de siglo de profundos cambios en la estructura económica y social inglesa —el nacimiento del Banco de Inglaterra y la deuda pública, el patrocinio parlamentario, el ejército profesional y una clase de rentistas que, en beneficio propio, mantenían las dos anteriores instituciones— trajeron consigo la amenaza de corrupción para todo el país. Esto, según Pocock, se había dejado ver ya durante la Guerra de los nueve años (1688-97), y sus secuelas aparecían como consecuencia necesaria del hecho de que Inglaterra se hubiera convertido entonces en una potencia bélica, con necesidad de mantener soldados profesionales y deudas a largo plazo, y de que la implicación en una guerra extranjera había de estar conectada, de una forma u otra, con un comercio internacional a gran escala.

El nuevo mundo era visto por algunos como una jungla de apetitos e irracionalidad, productor de heteronomía y cambios vertiginosos: la independización de los bienes muebles respecto de los inmuebles significaba que el sujeto perdía los puntos de referencia, que le resultaba imposible ligarse al origen, a la patria, y que estaba continuamente expuesto al voluble apetito consumidor de entidades fantasmagóricas, como las acciones y participaciones en deuda pública, cuyo valor dependía de la confianza en la solidez del estado.

Charles Davenant, por ejemplo, cuyos escritos se extienden entre 1695 y 1710, subraya la irrealidad del crédito: "de todos los seres que tienen existencia sólo en las mentes de los hombres, nada es más fantástico y fino que el crédito; nunca se le ha de forzar; pivota sobre la opinión, depende de las pasiones de esperanza y miedo; muchas veces viene sin haberlo buscado, y otras se va sin razón, y, una vez perdido, difícilmente se lo recupera"[47]. El crédito, según aparecía a los actores republicanos, era la encarnación de los sentimientos e imaginaciones de los hombres, mientras que la tierra seguía siendo lo natural y, por tanto, real.

Pero estas invenciones económicas también eran susceptibles de una lectura de signo contrario, de tal forma que su carácter de variable pasase a ser no tanto volubilidad cuanto poder de reflejar el mérito verdadero: sólo puede existir donde hay confianza y apoyo, pues las revueltas le espantan. Este es el modo en que lo caracterizan Defoe[48] y Addison[49]: librándole de toda connotación de imaginación y acercándolo al territorio de la opinión común, del acuerdo social, es decir, acercando los sentimientos y pasiones a la razón.

Al paso de este reconocimiento Whig de nuevas realidades conformadoras del tejido social se adelantaba una propuesta antropológica concreta: se comienza a pensar que la vida del campesino gótico era demasiado austera para ser humana, incluso teniendo en cuenta la influencia de Harrington y los neoharringtonianos en el vocabulario político de la época, con lo que suponía de revitalización del concepto de virtud. Para los modernos, si bien sus coetáneos perdían la ocasión de desarrollar su virtud militar y, con bastante probabilidad, la del ejercicio político del gobierno, sin embargo, esa misma pérdida suponía un quedar las manos libres para la acción: liberados de las preocupaciones políticas, quedaban libres para la actuación social. Lo principal era que se estaba gestando una transformación del concepto de virtud, acompañada de un cambio en el ámbito de realización del hombre, que se traslada de la esfera política a la social. De esta manera, lo que se sanciona es una pluralidad de valores que un individuo puede perseguir como bienes que den sentido a su vida: la pérdida de la actividad guerrera y gubernativa se ve compensada por la aparición de un ámbito privado, en el que se puede enriquecer la personalidad en diversas direcciones[50]. Lo que posibilita esto —y que, a la vez, es posibilitado por ellos— es el comercio y los distintos tipos de bienes muebles que nacen con su desarrollo.

Una sociedad basada únicamente en la tierra sería bárbara y ruda, pobre en humanidad, como dice John Trenchard: es cierto que el comienzo de los estados siempre asiste a un aprecio desmedido de la fuerza y fiereza, a una pasión salvaje por la libertad, pero a esto deben suceder los logros militares, las artes y ciencias domésticas. Y a estas, a su vez, la amabilidad, el conocimiento especulativo, la filosofía moral y experimental, las otras ramas del saber y todo el resto de las musas[51]. Smith, por su parte, liga también prosperidad y simpatía, es decir, lazos de afecto: "nuestra imaginación, que en el dolor y la pena parece estar confinada y retenida en nuestras propias personas, en tiempos de desahogo y prosperidad se expande a todo lo que nos rodea"[52]. En efecto, antes de poder sentir nada por los demás, debemos tener un cierto grado de desahogo. Si nuestra miseria nos pincha muy severamente, como a los antiguos, no tenemos el espacio vital necesario para atender a la del vecino: todos los salvajes están demasiado ocupados con sus deseos y necesidades como para prestar atención a los de los demás[53]. La relación con los otros, el comercio, es el medio por el que se desarrolla la sensibilidad, la humanity que tanto encomia Smith en su Moral Sentiments. Siguiendo la misma veta, Montesquieu, en su Espíritu de las Leyes[54], al considerar cierta nación libre (Gran Bretaña) dice que el estudio consistirá más en las moeurs y manières sociales en su relación a las leyes que en los principios de la constitución, es decir, los elementos superiores de la ordenación política[55]. Y añade que Platón y Aristóteles creían que los atenienses debían formarse por medio del uso de la flauta debido al ambiente militarista de la polis[56]. En cambio, un pueblo comerciante podría tomar un punto de vista externo a las leyes de la polis, llegando a apreciar aspectos posibles de la realidad social distintos de los vigentes en su gobierno político.

En último término, Montesquieu está sumándose a los que han visto una incompatibilidad ineludible entre virtud y comercio, entre libertad política y cultura[57], que sería rubricada definitivamente por los Escoceses, especialmente Hume y Smith[58].



[1] Este es el perfil fundamental del debate, si bien pueden aducirse otros episodios relacionados con él, como el debate sobre el ejército permanente (1698-1702), conocido como standing army controversy o paper war. Los Tories opinaban que el ejercicio de la virtud cívica comprendía el porte de las armas; para los Whigs, la exoneración de ese deber iba en beneficio de la dedicación a las tareas económicas y sociales: era, por tanto, una mejora, en la medida que al agente le quedaban las manos libres para dedicarse a lo realmente importante. A esto, los Tories contestarían que defender la comunidad personalmente entraba dentro de lo realmente importante. Al final del capítulo deberá quedar claro que se trata de un debate entre dos concepciones de la libertad del hombre y, por tanto, sobre cuál es su ámbito de realización.

[2] Aval de las tesis aquí defendidas es, de nuevo, Dugald Stewart: "Al proseguir la ciencia política según este plan (el de Smith), podremos derivar poca ayuda de los antiguos filósofos, cuya mayor parte, en sus investigaciones políticas, confinaron su atención a la comparación de las distintas formas de gobierno y al examen de las provisiones que se debían llevar a cabo para perpetuar su propia existencia y extender la gloria del estado. Se reservó para los tiempos modernos la investigación de los principios universales de la justicia y la eficacia, que deberían regular el orden social bajo cualquier forma de gobierno; y cuyo objetivo es hacer la distribución más justa posible entre todos los miembros de la comunidad de las ventajas que surgen de la unión política (las cursivas no están en el original)" (op. cit. IV.3). Poco resulta irrelevante en este texto: el afán de los antiguos es aferrarse a su modo de gobierno, intentando evitar la disgregación. Por otra parte, la diferencia entre el objeto de la ciencia política antigua y la moderna es que la primera buscaba, según Stewart, el beneficio de los rectores políticos, mientras que la segunda debería procurar la mejor distribución entre los ciudadanos. El modo de proceder en lo político está calcado de la economía: se trata de conseguir la distribución más justa, lo que es independiente de la forma de gobierno.

[3] Ver bibliografía.

[4] En la formación de un inglés no entraba el estudio del derecho natural continental. Entre los escoceses con capacidad, sin embargo, no resultaba extraño acudir a los Países Bajos, con el fin de aprender de la Escuela que allí floreció -y no en último lugar por las vigorosas doctrinas de Vitoria, Molina, Báñez, etc.—. Smith entronca con este humus, especialmente Grocio y Pufendorf, a través de su maestro, Hutcheson, y, un paso más atrás, del de este último, Carmichael.

[5] Sí hubo referencias dispersas a Cicerón, contrapuestas a las que republicanos como John Trenchard y Thomas Gordon hacían a Catón. Fueron famosas sus "Cato´s Letters", publicadas en la tercera década del XVIII.

[6] La necesidad de la polis para la realización humana del hombre ha sido considerada con detenimiento por Higinio Marín en varios trabajos: La antropología aristotélica como filosofía de la cultura, Pamplona: Eunsa, 1993; "Esclavitud y dignidad", en Themata 12 (1994), pp. 85-109; "Estudio histórico sistemático del humanismo. El humanismo aristocrático", Cuadernos Empresa y Humanismo 33 (1990). Un clásico sobre este tema es Arendt, H., The Human Condition, Chicago: Chicago University Press, 1958.

[7] Op. cit. p. 10.

[8] Que haya dificultades hermenéuticas en la identificación del fin último del hombre, o incluso que resulte ser más plural que monolítico, tanto en la Etica como en la Política de Aristóteles es algo que no afecta a este punto. Sobre la doble caracterización del fin del hombre en Aristóteles, cfr. C. Martin, "Unidad y dispersión en la doctrina de Aristóteles sobre el hombre", en Anuario Filosófico XIII/1 (1980), pp. 173-6.

[9] Cfr. Marín, Humanismo aristocrático, p. 18.

[10] Cfr. Pocock, J. G. A., Virtue, Commerce and History, Cambridge: Cambridge University Press, 1985, pp. 41-2.

[11] Ibid., p. 43.

[12] Otros humanistas cívicos de lo que hoy llamamos Italia contemporáneos a Maquiavelo son Guicciardini, Giannotti y Contarini.

[13] Cfr. Pocock, p. 18. En este punto Maquiavelo y Smith coinciden: "nada tiende más a corromper a la humanidad que la dependencia, mientras que la independencia hasta incrementa la honestidad de las personas". También la corrupción es para Smith causa de la decadencia de los estados, mientras que, por el contrario, la estabilidad del estado comercial proviene del aumento de la clase media, debido, a su vez, al enriquecimiento posibilitado por la división del trabajo.

[14] Harrington, J., The Political Works of James Harrington, editadas por J. G. A. Pocock, Cambridge: Cambridge University Press, 1977, p. 42.

[15] Pocock afirma al respecto: "La virtù militar necesita la virtud pública porque ambas pueden presentarse en términos del mismo fin. La república es el bien común; del ciudadano, que dirige todas sus acciones hacia el bien, cabe decir que dedica su vida a la república; el guerrero patriota le dedica su muerte, y los dos coinciden en perfeccionar la naturaleza humana sacrificando bienes particulares a un fin universal" (The Machiavellian Moment, p. 201).

[16] Cfr. The Political Works of James Harrington, p. 405.

[17] Cfr. Id., 324, 407-9.

[18] En la obra The Prerogative of Popular Government, Harrington consideró la posibilidad de que la riqueza mueble fuera considerada base de la personalidad jurídica, y pasó a debatir si la usura podía ser permitida en un estado de propiedad agraria. En líneas fundamentales, su economía querría ser la de Aristóteles.

[19] Pocock, "introduction", en The Political Works of James Harrington, p. 64.

[20] Algunas de las ideas de Harrington pueden verse con claridad, unos años más tarde, en Fletcher, quien escribió A Discourse of Government with Relation to Militias (Andrew Fletcher of Saltoun, A Discourse of Government with Relation to Militias, Edinburgh: 1698), donde presenta la imagen del guerrero agricultor y libre que se enfrenta al individuo moderno, cultivado, negociante de bienes y especializado.

[21] Cfr. Carpintero Benítez, F., Del derecho natural medieval al derecho natural moderno: Fernando Vázquez de Menchaca, Salamanca: Universidad de Salamanca, 1977.

[22] (L. I, cap. 5, 3). La fuente de esta opinión podría ser el pasaje del De Officiis en que Cicerón afirma que "resulta innatural tomar de otro para enriquecerse uno mismo" (III.v), ya que la "primera obligación de la justicia es evitar que un hombre haga perjuicio a otro, a no ser que se le provoque con un daño" (I.20). La misma opinión puede encontrarse en su De Officio Hominis et Civis Juxta Legem Naturalem I.VI.II: "Entre aquellos deberes que contamos como absolutos, o aquellos de todo hombre respecto a todo otro, este tiene el primer lugar, que uno no cause daño al otro: y éste es el más amplio de todos, que comprende a todos los hombre como tales, y es al mismo tiempo el más sencillo, pues consiste sólo en la omisión del obrar, aunque de vez en cuando deban impedirse deseos y ganas irracionales. Es también el más necesario, porque sin él no se puede preservar la sociedad humana".

[23] Resulta conocido el incidente que propició la consideración grociana del derecho de la propiedad: por el comercio en el Océano Indico competían holandeses y portugueses. Estos últimos reclaramon el monopolio, pero en 1603 un barco de la compañia holandesa de las Indias Orientales capturó un barco portugués y su carga. Para descargarse de sanciones, pidieron de Grocio una defensa, que resultó ser De Iure Praedae.

[24] Ibid., epígrafe 8.

[25] Dejando aparte sus particulares interpretaciones de la naturaleza humana, un representante de la tradición del humanismo cívico, como Maquiavelo, puede verse incluido en un modo de pensar que tiene como nervio la creencia en una naturaleza humana común, tenga un contenido normativo o no, tradición que comienza con la noción estoica de "humanitas", de la que Lactancio mantiene que es esencialmente social: "la explicación de que el hombre se una a sus semejantes reside en la naturaleza humana (humanitas) misma, y se reúne con los demás porque está en la naturaleza del hombre esquivar la soledad y buscar la compañía". Se trata, por tanto, de deducir de la naturaleza humana, concebida como un conjunto de mecanismos psicológicos, los principios de una teoría de la sociedad y el estado que hagan la acción humana inteligible, dentro de un marco de motivos y razones.

Los jurisprudencialistas, pues, pueden verse como continuadores de esta tradición estoica, en la misma medida que mantienen que existe una naturaleza humana común y desean construir una teoría del estado y el gobierno. Según afirma Schumpeter, intentaron crear "una teoría comprensiva de la sociedad en todos sus aspectos y actividades" que tuviera como apoyo la respuesta a la pregunta "¿cómo, dadas las características permanentes y definidas de la naturaleza humana, puede organizarse la vida pública, de modo que esas características sean tenidas en cuenta, mientras que a los individuos se les garantiza seguridad y libertad?" (Schumpeter, J. A., History of Economic Analysis, London: Allen and Unwin, 1954, pp. 117-8). Del mismo modo que en Maquiavelo, se trata de descubrir los principios a partir de los cuales pueda deducirse la organización social. De nuevo, Schumpeter atina: "el ideal de la ley natural encarna el descubrimiento de que los datos de una situación social determinan -en el caso más favorable únicamente- una cierta secuencia de acontecimientos, un proceso o estado lógicamente coherente, o que lo convertiría en incoherente si se los dejara actuar por sí mismos, sin ulteriores perturbaciones" (Op. cit., p. 112).

Este análisis descansaba sobre el supuesto de que la ley natural se aplicaba a los individuos, no a la sociedad. La mejor manera, por tanto, de descubrir el funcionamiento real de la sociedad es cortar todos los lazos existentes entre los individuos, a fin de considerarlos aisladamente, como hiciera Grocio. No resulta, por tanto, extraño que la idea de contrato social estuviera tan extendida.

[26] Ibid., epígrafe 12.

[27] Existe, por tanto, un doble origen del derecho natural: los principios que fluyen de la naturaleza humana y los que lo hacen de Dios. Cfr. De Iure Praedae commentarius, editado por Brown Scott, New York: Oceana Pbl. Inc., 1964, capítulo II.

[28] Nótese que casi está equiparando el estatuto del acuerdo entre las naciones a la voluntad divina, quizá imagen de la figura del "consensum fidelium".

[29] Grocio asimila la justicia distributiva a los mandatos que la razón humana imagina para la utilidad. Se trata, pues, de normas de conducta que nacen de la prodigalidad y que, por consiguiente, no pueden exigirse desde el derecho.

[30] "Bonum enim aliud simpliciter dicitur, aliud quod alicui bonum est: et ut rectissime Aristoteles esponit... quod de re unacuaque mens unicuique dictavit id unicuique bonum est. Fecit enim Deus Hominem aùteksoúsion, liberum, suique iuris, ita ut actiones uniuscuisque et rerum suarum usus ipsius non alieno arbitrio subjacerent. Idemque gentium omnium consensus approbatur. Quid enim est aliud naturalis illa libertas, quam id quod cuique libitum es faciendi facultas?" (De iure Praedae, p. 18.).

[31] Según Grocio, como ya se ha indicado, las personas que estuvieran en caso de necesidad extrema podrían tomar lo que necesitasen de las propiedades ajenas, pero no porque tuvieran derecho a hacerlo, porque el dominium admitiese excepción, sino porque sus antepasados no podrían haber consentido en una disposición tal que hubiera abolido el originario derecho de uso. Ni aun en Locke es tan categórico el carácter absoluto del derecho de propiedad: toda persona retiene un derecho respecto a los demás a ser provisto con lo que es necesario para la vida. Cfr. Treatise III,ii.6, donde Hume afirma que no hay, ni puede haber, un criterio externo a la propiedad a la luz del cual pueda enjuiciarse cierta distribución de esa propiedad como justa o injusta. La justicia sirve a la propiedad, y no viceversa. Lo que es más: "esta teoría sobre el origen de la propiedad, y, en consecuencia, de la justicia, es en lo principal la misma que la atisbada y adoptada por Grocio" (An Inquiry Concerning the Principles of Morals 4:275).

[32] Troeltsch ha afirmado que "el logro permanente del individualismo se debió a un movimiento religioso, no secular, a la Reforma, y no al Renacimiento" (Social Teaching of the Christian Churches, Londres: 1931, I, 328). Si hay un rasgo característico a todas las formas de Protestantismo es el reemplazo de la Iglesia como mediadora por otra idea de la religión en la que el individuo toma sobre sí las tareas interpretativas. Dos aspectos de este nuevo énfasis protestante -la tendencia a incrementar la conciencia del sí mismo y la tendencia a democratizar la religión- están especialmente presentes en el Robinson Crusoe. Esta "internalización" de las creencias es especialmente clara en el calvinismo anglosajón. Se decía de Nueva Inglaterra que "casi todos los Puritanos letrados llevan algún tipo de diario" (Miller, P. y Johnson, T. H., The Puritans, New York: 1938, p. 461). Defoe fue educado como puritano. Dice Robinson: "Todo lo que comunicamos... a cualquier otro no es sino para recabar su ayuda en la búsqueda de nuestro interés". En el epígrafe “God Loveth Adverbs”, del libro ya citado de Ch. Taylor, se recogen las relaciones entre la nueva ciencia y la teología reformada: ambas intentan desembarazarse de la tradición, ejemplificada por Aristóteles.

[33] Resulta curioso que con posterioridad Pufendorf y Barbeyrac echaran en cara a la explicación de Grocio que no hiciera suficiente hincapié en que la propiedad implicara el derecho a excluir a los demás.

[34] En este párrafo sobre la relevancia de Grocio para el pensamiento político se sigue a Knud Haakonssen: "Hugo Grotius and the History of Political Thought" Political Theory 13 (1985), pp. 239-65.

[35] Cfr. De Iure belli ac pacis libri tres, 1.1.5 y 2.2.2.

[36] Para la división entre libertad personal (personalis) y política (civilis), véase De Iure belli ac pacis 1.3.12.1; cfr. 2.9.6. Para Grocio como antecedente de Smith en la historia de la propiedad, De Iure belli ac pacis 1.1.10.4 y 1.1.10. 6-7. Para el comentario de Grocio sobre justicia distributiva y conmutativa, cfr. De iure belli ac pacis, 1.1. 4-5 y 7-8. En primer lugar, Grocio tradujo la división aristotélica al lenguaje de los derechos, diciendo que la clase de derechos protegidos por la justicia particular de Aristóteles eran derechos perfectos o facultades, que se dividían en tres áreas: poderes (sobre uno mismo, esto es, libertad, y sobre los demás en relaciones no políticas), derechos de propiedad y derechos contractuales; mientras que los derechos protegidos por la justicia universal eran imperfectos, meras "aptitudes". Lo que es más, sólo la primera clase de justicia recibe ese nombre con propiedad.

[37] También los Niveladores compartieron la creencia en un derecho de propiedad absoluto: insistían en que el principio por el que todos tenemos el mismo derecho a la vida no podría destruir el derecho a la propiedad, puesto que esta misma era un derecho individual, establecido por el séptimo mandamiento y la ley de la naturaleza. Su admisión de un derecho absoluto de propiedad queda especialmente de manifiesto en una obra de 1646: el An Arrow against all Tyrants, de Overton, citado por MacPherson (pp. 139-40): "A cada individuo de la naturaleza, esta le ha dado una propiedad individual, que no ha de ser invadida ni usurpada por nadie; puesto que, del mismo que cada uno es uno mismo, tiene una libertad propia; de otro modo, no sería él mismo". En este texto, casi contemporáneo al de Grocio, se ve claramente cómo la libertad es un señorío tomado en negativo: para ser humano ha de excluirse toda injerencia en la libertad y propiedad de uno.

También Locke, en su Segundo Tratado, se referirá indirectamente a este punto: "El mayor y principal fin, por tanto, de los hombres que se unen en comunidades, y que se ponen bajo el gobierno es la preservación de la propiedad" (secc. 124). La propiedad de cosas externas es también inviolable, pues es continuación de la del propio cuerpo, y requiere la fundación del estado para su salvaguarda.

[38] Ver bibliografía.

[39] MacPherson no se refiere a Smith, sino a Hobbes y Locke, pero la referencia se puede extender perfectamente a aquel.

[40] Recuérdese que, para Smith, la filosofía moral comprende la ética, susceptible sólo de reglas vagas y cuya virtud central es la benevolencia, y la jurisprudencia natural, formulada en reglas estrictas, con centro en la justicia.

[41] Cabe afirmar, por ejemplo, que, tras la conversión de las poleis en municipios, los ciudadanos comenzaron a ser definidos por su relación a derechos y cosas, no por su tarea en la prosecución del bien común, lo que abriría el camino al predominio de lo social y económico sobre lo político, respecto a la definición de la identidad del individuo. Esto podría ponerse en relación con el modo de pensar jurisprudencialista: "Un gran valor de la jurisprudencia en la historia de la cultura mental ha sido su insistencia en (...) los gruesos espesores de la realidad social y material por los que está rodeado el animale politicum, y la compleja vida normativa que debe llevar para distribuir y gestionar las cosas que componen esos espesores". Quizás por esto, frente al vocabulario político de los republicanos, el de los jurisprudencialistas es de índole social, pues sólo puede haber derecho en la medida en que existen relaciones entre los hombres entre sí y de estos con las cosas. En la república, las relaciones con las cosas son pre-políticas y, por tanto, quedan fuera de la luz de lo público, y, por otra, las relaciones interpersonales han de ser inmediatas, por lo que hace al ámbito del vivir civil, puesto que la dependencia es la definición de la corrupción. Cfr. Virtue, Commerce and History, pp. 42-5.

[42] Con esto no se quiere negar el peso obvio de Locke en la política de su tiempo: sólo se intenta aclarar que su relevancia no fue qua defensor del paradigma del derecho natural, sino como pensador político en general.

[43] Inciarte, F., "Reflexiones sobre el Republicanismo", Thémata 10 (1992), p. 506. Como ilustración, véase el siguiente texto de Fletcher, participante en nuestro debate, citado por Pocock: "Por estos medios, el lujo de Asia y América se unió al de los Antiguos; y todas las edades y todos los países concurrieron para hundir a Europa en el abismo de los placeres, que devinieron más caros por un cambio perpetuo en la moda de las ropas, el equipamiento y el mobiliario de las casas. Estas cosas comportaron una alteración total del modo de vivir, sobre el que depende todo gobierno. Es verdad que, habiéndose incrementado poderosamente el conocimiento, e introducida una gran curiosidad y finura en cada cosa, los hombres se imaginaron triunfadores en todo, cambiando su modo de vivir, frugal y militar, que, debo confesarlo, tenía mezclado un cierto grado de rudeza e ignorancia, aunque estas no sean inseparables de aquel. Pero, al mismo tiempo, no consideraban los inconfesables males que son completamente inseparables de un modo de vivir caro" (A Discourse of Government with Relation to Militias, Edimburgo: 1698, pp. 12-3).

[44] Esto es lo que algunos autores, como Hannah Arendt o Carl Schmitt, han denunciado como invasión de lo público (político) por lo privado (economía).

[45] Cfr. The Machiavellian Moment, capítulos XIII y XIV.

[46] Op. cit., p. 450.

[47] Sir Charles Whitworth (ed.), The Political and Commercial Works of... Charles D'Avenant... Londres: 1771, vol. i, 151.

[48] Defoe, D., Review (facsimile book 6), vol. iii, n. 5, pp. 17-8 y 19-20.

[49] Número 3 del The Spectator.

[50] Es oportuno llamar la atención sobre el extremo de que esta estructura tiene también lugar, transformada, en el pensamiento ilustrado escocés. La tesis que se busca defender es que la tarea desempeñada por el esclavo en Grecia es la que corresponde, en una civilización comercial, a la técnica y la división del trabajo. Desde este punto de vista, cobra especial realce el tema del sobrante y el lujo: del mismo modo que los griegos consideran necesaria una base prepolítica para dedicarse a las tareas propiamente humanas, Smith piensa que el método de la división del trabajo posibilita a la sociedad dejar de estar preocupada por la supervivencia y emplearse en la cultura y las artes no serviles. Como declara orgulloso Smith, un trabajador a sueldo de su tiempo vive mejor que un reyezuelo déspota que tiene a su servicio más de mil almas.

Y en cierto sentido, este proceso de diferenciación es necesario: en la medida que la cultura es expresión de la libertad del hombre y en cuanto que este busca comprenderse a través de sus realizaciones, el proceso cultural inventivo no puede cerrarse nunca, puesto que el espíritu está siempre abierto a nuevas formulaciones. Si esto es verdad, ese proceso inventivo no puede tener nunca fin. Y, en último término, lo que esto comporta para el propósito intelectual presente es que el progreso de las técnicas y las artes, por tratar con el aspecto cultural que ahora interesa resaltar, no puede detenerse. Esto es lo que los abogados de la república no parecen entender: por una parte, que la división del trabajo, de la que ya habla atemáticamente Aristóteles al comienzo de su Metafísica, a propósito del desarrollo y diferenciación de las artes en torno a la agricultura, ha de venir necesariamente con el crecimiento de las actividades económicas, y, por otra, que la división del trabajo, tan nuclear en la sociedad, supone ineludiblemente una división de esferas vitales, lo que, en último término, acaba por cancelar la pretensión de ciertos republicanos de una comunidad política en donde el hombre se realiza meramente en actividades públicas, políticas. Además, ha de tenerse en cuenta que el crecimiento de la técnica puede asimilarse con más derecho a una progresión geométrica que aritmética, porque lo que se descubre puede ser empleado inmediatamente como base para otros avances. De todas formas, es comprensible la ceguera ante los cambios que se pueden producir en la técnica, por aquello de que anticipar un descubrimiento es ya hacerlo.

[51] Cfr. Trenchard, J., Cato's Letters: or Essays on Liberty, Civil and Religious, and Other Important Subjects; 3ª ed., Londres: 1723, iii, 27-8. El término "salvaje" aunque se había usado para describir seres humanos (originalmente se aplicó sólo a plantas), en el siglo XVII, recibió su definición moderna de Montesquieu en un pasaje de El Espíritu de las Leyes: hablando de los indios Tupinamba de Brasil, caracterizó a los salvajes como aquellos "que no han sido capaces de reunirse". Esto los distinguía de los "bárbaros", quienes, como los Mongoles o Tártaros, habían sido capaces de reunirse en grupos sociales simples. El "salvaje" de Rousseau resultó un ser incontaminado, presocial. Cfr. A. Pagden, European Encounters with the New World. From Renaissance to Romanticism, New Haven: Yale University Press, 1993, p. 14.

[52] TMS IV.i.9.

[53] Cfr. Id. V.2.9.

[54] Libro XIX, cap. 27.

[55] Cfr. Pocock, op. cit., p. 488.

[56] El Espíritu de las leyes, libro iv, cap. 8.

[57] La oposición entre republicanismo y cultura puede verse concretamente en la disociación de significados de la palabra "Gothic" en el inglés de los siglos XVII y XVIII. Los teóricos del humanismo cívico del siglo XVIII volvieron la mirada a la época feudal, en un movimiento que, si no paradójico, parece, cuando menos, extraño: la sociedad de entonces, una vez desbrozadas las relaciones de dependencia de los vasallos a sus señores, lo que, en el lenguaje cívico significaba corrupción, representaba el ideal, puesto que los vasallos encarnaban el ideal del ciudadano que poseía tierra, ejercía las funciones militares, judiciales y administrativas. Y mientras que el adjetivo "gótico", aplicado a un elemento político era laudatorio, relacionado con la cultura era sinónimo de "bárbaro". Cfr. el libro de Pocock: Politics, Language and Time, Londres: Methuen & Co., 1972, p. 92.

[58] Un buen estudio de las diferencias entre la concepción moderna y la antigua de la libertad es el epígrafe “El disfrute de la independencia privada”, de H. Béjar, El ámbito íntimo. Privacidad, individualismo y modernidad, Madrid: Alianza Editorial, 1988, pp. 41-78.